Gabriel cierra ya la ventana, mientras echa el último vistazo sobre el ocaso del día de invierno que llega temprano con la difícil niebla que ensombrece el horizonte…
Francisco Romo Ontiveros/ Escritor
El frío de la mañana recorre la planicie desde la estación y entra al despacho por la ventana que da al jardín. El viento recoge ese olor a nostalgia, de leña en la madrugada, con el que suelen avivarse los recuerdos durante el invierno. La niebla tenue se pasea entre los árboles, cubriendo con su quieto manto la fuente de cantera frente a la casona; extendiéndose más allá del pozo y volver difusa la imagen de la Virgen que, entre la bruma, custodia la entrada a la finca.
Gabriel observa el desolado paisaje desde lo alto de la habitación en la que solía trabajar su padre cuando aún vivía en casa. El adolescente ocupa el sillón frente al escritorio, en cuyo respaldo de cuero ha comenzado a desdibujarse el rastro de una espalda robusta, que ha dejado de utilizarlo por un largo período. Desde ese mismo sitio, Gabriel ahora posa la vista sobre el horizonte. La neblina, que aún no es muy densa, le permite observar las hojas amarillas que penden escasas sobre los árboles; bello contraste de ocres junto al verdor de los pinos que se extienden a un costado de la carretera.
Los libros, fotografías y demás objetos en el estudio ayudan a Gabriel a mitigar la ausencia del coronel –como llaman en el pueblo a su padre y sentirle cercano; por lo que es usual que el muchacho pase largas horas merodeando en la pieza. Pero hoy, Gabriel no solo recuerda a quien tanto echa de menos, pues es todavía muy de mañana y él ya se encuentra en pie y aseado, pese a estar de vacaciones en el colegio.
Víspera de Navidad
Lo que sucede es que es veinticuatro de diciembre, víspera de Navidad, y como es costumbre, el padre debió haber enviado desde semanas atrás correspondencia a casa con motivo de las Fiestas. Sin embargo, el tan esperado sobre continúa sin llegar. Gabriel supone que la carta, demorada en algún tren u oficina de correos, se encuentra ya en el último trayecto o en espera de ser dirigida a su destino final. El paquete, además de contener los tradicionales deseos navideños para su esposa e hijos, seguramente incluirá –eso espera Gabriel– alguna noticia respecto al estado de salud del padre junto con algunos datos sobre el estado de la guerra.
Gabriel no entiende qué habrá podido suceder con el envío, como tampoco comprende lo que motiva esta o cualquier otra guerra. Menos, aún, si se trata de un conflicto provocado en mayor medida por diferencias religiosas: «¿Qué no nació Dios para salvación de todos los pueblos? ¿No quiere Él que todos los hombres convivan en paz? ¿No es el amor lo que se supone enseñan todas las religiones?».
La Virgen, a la que ya hemos mencionado, da la impresión de aguardar junto a Gabriel la Buena Nueva. Ella observa con dirección a la estación, como si también esperara recibir al mensajero que habrá de devolverle la felicidad a la casa. Aunque se trata de una imagen antigua, la cual estaba en aquel sitio desde mucho antes de que el coronel adquiriera la propiedad, la juventud de su rostro permanece intacta pese al tiempo. De modo que, desde su puesto, la figura tallada en piedra parece acompañar al muchacho en su vigilia. Gabriel se percata de ello y recuerda que fue justo ahí, en la puerta del corral junto a la Virgen, que su padre se despidió de él tres años atrás. «Ella me dará noticas tuyas», le dijo entonces su padre quien le inculcó siempre a su hijo la veneración por la Madre de Dios.
Sin señales
Las Navidades anteriores, la correspondencia llegó una semana previa a las celebraciones. Por eso, desde muy temprano, Gabriel observa desde la ventana el camino, pues alberga la última esperanza de que el retrasado empleado de correos llegue finalmente. Si el cartero no aparece esta mañana, el chico conoce de sobra que habrá que aguardar hasta después de pasado el año nuevo; puesto que los servicios públicos se suspenden por la temporada.
Han pasado ya algunos hombres rumbo a la estación y los coches transitan mayormente en dirección contraria, rumbo al pueblo, mas no hay señales de mensajero alguno. Han transcurrido varias horas, la niebla se ha tornada más densa y, conforme se acerca el mediodía, la afluencia de transeúntes y vehículos es mucho menor. ¡Qué envidia le producía a Gabriel imaginar a todas esas familias que tienen la oportunidad reunirse en este día tan especial!
Anheladas noticias
La tarde continúa su marcha. Pasa un largo rato y cuando menos se piensa son ya las cuatro de la tarde. La madre de Gabriel le ha pedido que baje para ayudar con los preparativos de la cena. La única figura que permanece de pie en la lejanía es la silueta de la Virgen, que continúa firme al lado del camino. Su silueta es ahora menos perceptible, pero de cierto modo hace que Gabriel se sienta acompañado. Gabriel cierra ya la ventana, mientras echa el último vistazo sobre el ocaso del día de invierno que llega temprano con la difícil niebla que ensombrece el horizonte.
En lo que el hijo del coronel se dispone a correr la cortina, alcanza a observar una luz que desciende por la pendiente de la carretera. Gabriel vuelve a abrir la ventana, buscando reconocer la forma del vehículo que se aproxima. El auto viene de la estación y el imaginar que se trata de la furgoneta empleada por el correo para repartir la correspondencia hace latir su corazón con fuerza. El ruido del motor se escucha ya a lo lejos y se intensifica conforme la luz se acerca cada vez más. Imposible distinguir las formas en la espesura de la neblina.
La furgoneta, que resulta ser la misma a la que emplea el correo, se detienen frente a la imagen de la Virgen, que queda iluminada por los faros del vehículo. Desciende un hombre que carga algunos objetos. ¡Gabriel está feliz! El automóvil permanece con los faros encendidos y el hombre ha abierto ya el portón de madera y camina en dirección a la casa. No puede existir obsequio mayor para Gabriel y su familia, que recibir finalmente las tan anheladas noticias. Seguro está ya el muchacho de que se trata del empleado de correos, pues conforme este se acerca, Gabriel reconoce entre la espesa niebla el sombrero de cartero. Gabriel lanza un grito para alertar a su madre y hermana que acudan a la puerta, mientras el chico permanece inmóvil frente a la ventana. El hombre con el uniforme de cartero se encuentra ya justo debajo de Gabriel y llama a la puerta. «Ya vamos» le dice en voz alta Gabriel, quien permanece estático observando hacia afuera. El hombre, por su parte, voltea a lo alto y sonríe.
La Virgen sigue iluminada a lo lejos. ¡Qué fácil es confundir el sombrero de un cartero con el de un coronel!