Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/Director de Presencia
Cuenta la historia que Francisco de Asís quiso ver con sus propios ojos, tres años antes de su muerte, lo que ocurrió en la noche de Belén, cuando Jesús nació. En ese año 1223, el santo llamó a un amigo suyo llamado Juan –hombre de gran piedad y devoción, muy querido por Francisco–, quien vivía en el poblado de Greccio, Italia. «Deseo celebrar –le pidió a su amigo– la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». Juan de Greccio preparó entonces en el lugar señalado lo que Francisco le indicó.
En la celebración de la Nochebuena, acudieron hermanos de la orden venidos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca llegaron también. Todos prepararon cirios y antorchas para iluminar aquella noche sublime. Llegó, por supuesto, san Francisco que, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se preparó el pesebre, se colocó el heno, el buey y el asno. Greccio se convirtió en un nuevo Belén. La noche transcurrió entre cantos de júbilo y alabanzas al Dios nacido en una cueva.
Ahí estaba Francisco, de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, hinchado de piedad y devoción, derretido su corazón de gozo inefable. Un sacerdote celebró con rito solemne la santa Misa sobre el pesebre mientras que el santo de Asís vestía sus ornamentos de diácono. Cantó el Evangelio con voz sonora y dulce. Luego predicó al pueblo asistente sobre el Rey que nació pobre, así como de la aldehuela de Belén. Predicó con rostro, manos, gestos, palabras y todo su ser. Transmitía con el cuerpo sus experiencias íntimas.
Fue entonces cuando Juan de Greccio, varón virtuoso, tuvo una admirable visión. Miró a un niño extraordinariamente hermoso recostado en el pesebre; vio que san Francisco se acercó y despertó al niño que dormía. Francisco lo tomó en sus brazos y lo sacó de su sueño. San Buenaventura afirma que dicha visión es digna de crédito, no sólo por la santidad de Juan de Greccio, sino por la veracidad de los milagros que siguieron. El heno de aquel pesebre se convirtió en medicina milagrosa para los animales enfermos y sirvió de sustancia que alejó a otras pestes. Esos eran signos por los que Dios glorificaba a su siervo Francisco y demostraba la eficacia de su oración.
Esta Navidad podemos pedir a Dios la gracia de despertar al Niño en nuestras almas. Para muchos cristianos, el Niño sigue dormido y no despierta. Muchos católicos prefieren que el Niño de Belén no despierte. Tienen miedo de que Jesús abra sus ojos y los mire. Es preferible el bullicio de la posada –donde María no fue recibida para dar a luz– al silencio de la cueva donde Jesús nace. En la posada hay gente de todas partes, creyentes y no creyentes que siguen las ideologías y modas del mundo. Ahí nadie se atreve a desentonar para no ser criticado ni rechazado. Ahí hay que hacer lo que todos hacen. La posada es más cómoda, en ella hay sólo griterío, jolgorio, pero no alegría espiritual.
Hay católicos que se avergüenzan de la pobreza de la cueva donde nace Dios. No se sienten seguros de los dogmas de la Iglesia, ni de la moral católica, ni de la verdad de los evangelios. Sienten pena y tiemblan al escuchar las leyendas negras de la Iglesia en la historia; llegan a creer que los santos y los mártires fueron personajes un poco fanáticos. Piensan que la liturgia debería modernizarse y que la Iglesia debería de cambiar algunas de sus enseñanzas, sobre todo en cuestiones de moral sexual y de la vida. ¿Se atreverían estas personas a tomar en sus brazos al Niño para que despierte y los mire?
Nuestro mundo cristiano vive una crisis de fe muy profunda. Nos hemos habituado a la comodidad de vivir en un cristianismo cultural tradicional y sin ningún compromiso con la fe. Preferimos que el Niño duerma y que no despierte. No lo queremos en los brazos. No sea que de pronto abra sus ojos y nos mire de frente, y empiece a hacernos preguntas.
Creemos que es mejor optar por vivir las navidades y la vida cristiana en el tumulto de la posada del mundo donde no nace Cristo. Lo que ignoramos es que esta ausencia de fe terminará por llevar nuestra vida y cultura hasta su ruina y probablemente hacia su destrucción. Sin fe somos como árboles carentes de raíz que se secan poco a poco y se mueren. Sin fe que nos alumbre y nos defienda, terminaremos por permitir que Herodes llegue con sus tropas y acabe con nuestro futuro.
No muchos se atreven a dejar las comodidades y las falsas seguridades del mundo para emprender el camino hacia la cueva de Belén. Sólo los sedientos de paz y de amor emprenden el viaje para buscar al Niño, hallarlo y adorarlo junto con su Madre y san José. La verdadera Navidad es hacer lo que san Francisco hizo en aquella visión que tuvo Juan de Greccio cuando el santo confeccionó el primer belén: despertar a Jesús, dejar que Dios invada la propia vida, sacuda nuestra conciencia y se apodere de toda la existencia, transformándonos desde el interior.
Ponernos en camino hacia la cueva de Belén exige esfuerzo porque es más incómodo y hace frío; pero sólo los que emprenden esa ruta encontrarán al Mesías prometido, al Niño que nos trae la salvación, la verdadera alegría y la paz. ¡Feliz Navidad!