Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ director de Presencia
Hay en YouTube un video donde un joven norteamericano blanco entrevista a diversos estudiantes de la Universidad de Washington preguntándoles: «¿Qué dirías si te digo que soy mujer? ¿Qué dirías si te digo que tengo cinco años? ¿Qué dirías si te digo que mido 1.90? ¿Qué dirías si te digo que soy de China? Lo increíble es que casi todos los entrevistados respondieron diciendo frases similares a esta: «Si tu te percibes así, está bien». Cuando se les preguntó su opinión sobre la creación de baños públicos con género neutro, dijeron: «Está bien que los baños sean así porque no debe haber diferencias ni clasificaciones entre nosotros» o «creo que las universidades deben adaptarse para aquellos que no tienen un género específico».
Vivimos en una época marcada por el relativismo, lo que quiere decir que la verdad es relativa a lo que piensa cada quien. El relativismo afirma que es imposible conocer la verdad, o que la verdad no existe, o bien, que podemos guiarnos por lo que opina la mayoría. También es la creencia de que la verdad puede variar según las diversas épocas de la historia o en distintos lugares del mundo. Por ejemplo, si en ciertos lugares de África la poligamia es una costumbre aceptada por todos, puede ser que tener varias esposas sea inadmisible en América latina; o si el aborto era visto como un asesinato en el siglo XV, ya no lo es en el siglo XXI.
Si el relativismo es el criterio para vivir, entonces el catolicismo no tendría razón de ser en una sociedad relativista como la nuestra. Si cada persona es distinta de las demás, la fe tendría que adaptarse al yo singular de cada creyente; cada feligrés podría elegir libremente de las enseñanzas de la Iglesia lo que le conviniera para su fe individual. El bautizado tendría la autoridad sobre la Iglesia y no al revés; nadie podría juzgar o intentar cambiar su fe personal, y sus creencias serían, en última instancia, intercambiables con cualquier otra creencia. Lo importante no sería tener un sistema de creencias sino que el individuo se sintiera cómodo con sus creencias religiosas muy personales.
La Iglesia afirma que el conocimiento de las verdades fundamentales es posible para todos los hombres. Con ayuda de la razón y de la fe –las dos alas que elevan al hombre al conocimiento de la verdad, según enseña san Juan Pablo II– es posible superar la trampa del relativismo y encontrar las verdades que nos permitan vivir en comunidad y en comunión de unos con otros. La verdad es el acto por el cual la inteligencia capta y conoce la realidad. Entonces la verdad no se inventa sino que se descubre.
El lobby feminista y el lobby LGBTQ han logrado introducir, en la conciencia colectiva, la idea de que cada persona es lo que es, según la percepción que tenga de sí misma. Si Elena –un ejemplo– nació siendo una mujer, con cromosomas xx, pero en su interior se auto percibe como hombre, entonces se somete a un tratamiento químico para inhibir su pubertad y tomar hormonas masculinas. Ella puede lograr parecerse lo más posible a un varón, aunque siempre será una mujer. Pero el problema no es su trastorno mental llamado disforia de género. El problema es que toda la sociedad está obligada a reconocer su nueva identidad y a tratarlo como varón, y muchas veces a pagar con impuestos las cirugías transgénero.
Antonio García Triñaque, en su libro «Y lo sapiens, ¿dónde quedó?» afirma que «hemos pasado de ser un «homo sapiens», un ser racional, pensante, a ser «homo sentimentalis», es decir, hemos sobrepuesto los sentimientos a la razón. Ya no importa la verdad sino lo que tú sientas que es verdad aunque no lo sea». Y continúa explicando que llegamos a esto porque dejamos de ser «homo legens»–hombre que lee– para ser «homo videns» –hombre que ve–, es decir, la imagen quedó por encima de la palabra. Como consecuencia pasamos a ser «homo stupidus» porque no sólo no reconocemos la verdad, sino que teniéndola enfrente, la negamos. Finalmente nos hemos convertido en «homo sclavus», esclavos de las tendencias que la ideologías han metido en nuestro subconsciente colectivo, eliminando la razón y el sentido común.
De esa manera se ha vuelto muy difícil el diálogo con los abortistas quienes niegan la evidencia científica del comienzo de la vida humana y el respeto al derecho a vivir; muy difícil dialogar también con el lobby LGBTQ que niega la esencia del ser humano y la biología; difícil dialogar con quienes se empeñan en el triunfo del llamado «derecho a la muerte digna»; y difícil dialogar con quienes promueven los «derechos» de los animales y ven al ser humano como una especie más de la creación, sin ninguna dignidad superior, o como un franco estorbo en el planeta.
Las ideologías han creado un mundo de mentiras y, sobre todo, han creado la gran mentira del relativismo, de que la verdad no existe para todos, de que cada quien debe moverse en la vida según su propia y subjetiva verdad. Este es el camino de la deshumanización por el que vamos. Los católicos no podemos dejarnos llevar por esta corriente del mundo. Hemos de cultivar nuestro amor y tendencia a la verdad, caminando con los ojos hacia lo alto para atrevernos –dice san Juan Pablo II– a alcanzar la verdad del ser, la verdad de Dios.