P. Eduardo Hayen
El mundo está en crisis, desde el ambiente político hasta la atmósfera eclesial. La manifestación del poder del narcotráfico en Culiacán y la imposición de su régimen de terror con la masacre de miembros de la Colonia LeBarón; la caída de Evo Morales en Bolivia y su exilio en México; las protestas masivas en Chile y el éxodo de migrantes que huyen de la violencia; todo habla de agitación permanente y, en muchos ambientes, de gran desolación.
En la Iglesia los escándalos de abuso sexual por miembros del clero han sido una herida grave al Cuerpo de Cristo y, ¿qué decir del mal manejo de los ídolos paganos durante el Sínodo de Amazonía en Roma por parte de la autoridad de la Iglesia? Decía Daniel, el profeta: «Han perdido la cabeza y han desviado sus ojos para no ver el cielo y acordarse de los justos juicios de Dios».
Estamos por terminar el Año Litúrgico y es bueno recordar que si el mundo no tuviera un fin, viviríamos en esta agitación constante, sin esperanza de que el bien triunfara, con dictadores perpetuos en América Latina, marchas feministas rompiendo escaparates, narcotraficantes controlando el mundo y todos enlodando a la Iglesia con nuestros pecados.
Si los actos morales de nuestra vida son determinados por el fin hacia el que tienden, hoy, con el declive moral y espiritual por el que se desliza nuestra cultura, podemos decir que hemos dejado de creer en la vida eterna y que hemos perdido el entusiasmo por el Cielo. Necesitamos predicar en la Iglesia con más apasionamiento y convicción los misterios de la vida futura, como lo hicieron los Apóstoles en medio de la noche oscura del paganismo. Ellos, por la fe, condujeron a sus oyentes a través de un camino de luz que desemboca en la eternidad, y despertaron en muchos corazones la añoranza de una patria mejor.
Si nos sentamos en las aulas de las cátedras universitarias escucharemos, en su mayoría, que todo en el universo es efecto del azar, y que la materia es eterna. Se niega la enseñanza de la creación y, de esa manera, se concluye que el universo no tiene un final. Al ir a las fábricas y maquiladoras y contemplar el genio del hombre que sigue transformando el mundo material con conquistas cada vez más asombrosas, nos queda la falsa sensación de que el progreso es ilimitado.
Existen algunos gráficos en internet que muestran la evolución del hombre en sus diversas eras, que van desde el chimpancé al homo erectus; luego el homo sapiens, el hombre cazador, el agrícola, el industrial y, finalmente, el hombre cibernético. ¿Qué imagen seguirá en este proceso evolutivo? Quizá soñamos que un día tendremos alas y antenas para elevarnos y explorar las maravillas de las galaxias. Si la naturaleza llegara a ser el super cuerno de la abundancia que diera satisfacción a todas nuestras necesidades, los únicos juicios serían los de la historia –las épocas del presente juzgando a las del pasado– y el Juicio Final, revelado por Dios, sería un mito carente de sentido. Así piensan los ateos, los masones y materialistas.
Los cristianos, en cambio, creemos que este mundo debe terminar y que vendrá un orden nuevo. Es lógico. Lo vemos en las estrellas que se apagan y desaparecen. Se dice que hoy la Tierra ha perdido la fecundidad de su juventud y que corre hacia su ocaso y su declive. Sin embargo el fin del mundo no vendrá únicamente por causas naturales sino porque Dios así lo ha revelado y lo ha querido, aunque nadie sepa el día ni la hora. Lo cierto es que los signos del fin del mundo no serán únicamente señales de la naturaleza como cataclismos sino también del orden social y religioso.
Mientras el mundo se agita lleno de conflictos y los practicantes de religiones orientales apuestan por el mito del eterno retorno y la absurda doctrina de la reencarnación; mientras los judíos, ateos y agnósticos se angustian ante la incertidumbre de lo que viene después de la muerte; nosotros los cristianos católicos, en cambio, esperamos el fin del mundo –que puede estar cerca o lejos–, y aguardamos, con firme esperanza, los cielos nuevos y la tierra nueva.
Con esta visión estupenda y esperanzadora de la vida nos libramos de las angustias del tiempo presente y nos lanzamos hacia la victoria definitiva de la luz sobre las tinieblas.