Francisco Romo Ontiveros/ Escritor
–Manuel, es la última vez que te pido por las buenas que te pongas los zapatos, ¡apúrate que ya casi es hora de irnos a casa de la abuela! –gritó Patricia desde el cuarto de al lado, mientras terminaba de acomodarse el cabello recién cortado, apenas largo, lo suficiente como para formarse una media trenza de hilos densos, revueltos; como si los sueños de sus treinta años le hubieran crecido entremezclados, sin separarse uno del otro, y le cayeran apenas sobre los hombros para enmarcarle el rostro moreno, de mirada profunda y sobreviviente de batallas cotidianas.
El niño no atendió el llamado de la madre, cuya voz le llegaba desde la habitación contigua, y siguió golpeando el balón contra la pared. El retumbar de la pelota sobre el muro conservaba el ritmo de la persistencia que tienen los hombres a los nueve años, antes de que su ímpetu sea arrebatado para siempre por el bullicio del mundo. Aquella hora del anochecer imponía a Manuel el deber de atender las indicaciones de su madre, resguardado del juego y los amigos, que como él, se encontraban ya en sus casas a disposición de adultos afanados en concluir los últimos quehaceres.
Patricia no insistió. Sentada frente al peinador contemplaba su propio rostro, apenas alegre, que comenzaba a cubrir con colores y sombras. Su mano derecha guiaba la brocha provista de maquillaje y lo esparcía uniforme sobre sus párpados, fortalecidos por insufribles madrugadas en vela. Patricia contemplaba de reojo la puerta entreabierta detrás de ella, delatada por el espejo que tras cada retoque, rejuvenecía su semblante tras años consumidos en la crianza solitaria de los hijos. Los zapatos de Manuel se encontraban frente a ella, en el suelo al lado del peinador, inmóviles y sin ocultar la desproporción que adquiere el calzado tras el desgaste excesivo.
Espíritu Navideño
Patricia, que suele distraerse con el más inusitado pensamiento, experimentó de golpe el espíritu de la Navidad. Era la certeza de saber que con las Fiestas algo más grande que nosotros se moviliza y nos hace caer en la cuenta de que no estamos solos, que algo mayor a nuestra individualidad nos excede y no puede resultarnos indiferente.
–“¿No debieran ser todos los días Navidad?” –pensó Patricia –. “Saber que hay un día que nos permitimos abrirle la puerta al otro, para el resto del año tenerla cerrada”. Y su mente se trasladó hasta llegar al hospicio de Sierra Blanca, casa de sus primeros encuentros y desencuentros, donde convidaba la mesa y los juegos con otras niñas. El ruido que producía el balón se diluyó de a poco en la distancia y consiguió mezclarse con aquel otro sonido de reloj acompasado, propio de las noches en el orfanato. Patricia se vio en su pensamiento alejada años luz del peinador de su casa, instalada ahora en el recuerdo del dormitorio comunal del albergue en el que su madre, dada la falta de recursos, debió de ingresarla.
Dulce añoranza
Llevada por el recuerdo al orfanato, una dulce añoranza invadió a Patricia y le influyó un renovado aliento. Llevaba décadas preocupada por cuestiones materiales, lo que le hacía dejar de lado su innata capacidad de asombro. Otra vez niña, fue capaz de percibir las cosas desde una visión de eternidad, de trascendencia, digna de reconocer los pequeños milagros cotidianos. Así, desde la inmensa cocina del orfanato, el reloj galopaba incesante hasta su dormitorio con su vaivén de segundero nocturno. Ese tictac que en su memoria volvía a escuchar era el mismo que entonces mantenía al grupo de niñas contando historias en voz baja para no ser sorprendidas; historias que hacían a Patricia recrearse con el sueño de un futuro mejor. Sin embargo, pronto su entorno terminó por desdibujar sus anhelos, pues, tras abandonar el orfanato, emigró a la ciudad, conoció al padre de sus hijos y no tardó en quedar abandonada al destino más vulnerable. Con varias bocas que alimentar, y sin contar con el apoyo económico del padre de sus criaturas, Patricia debió buscar los medios para subsistir. Así, aprendió a vencer al primer rayo de sol y despertar cada mañana mucho antes que la mayoría de sus vecinos. Su trayecto nocturno a la fábrica donde laboraba le resultaba muy duro, en especial durante los meses de invierno. Justo del lado de las vías próximas a su casa, se extendía el sendero que conducía hasta su lugar de trabajo.
Encanto del mundo
No obstante, aquel recorrido diario dotaba a Patricia de la oportunidad de contemplar las estrellas, cercanas y sutiles. Cada vez que Patricia se permitía volver a sorprenderse, perdía su mirada en la inmensidad de la bóveda celeste. Su curiosidad le permitía reconocer formas agrupadas en constelaciones, pero lo que más maravillaba a Patricia era la posibilidad de evocar, a través del firmamento, la cuestión que la
entretenía desde pequeña: “¿Cómo será en realidad todo aquello que está más allá y escapa a nuestra comprensión?” Con esta pregunta Patricia era capaz de re-encantar un mundo inmerso en el desencanto, imposibilitado de reconocer el milagro de todos los días.
– Manuel, te pedí que dejaras en paz esa pelota y te pusieras los zapatos –dijo en voz alta Patricia, quien volvía de la abstracción, al punto que apresuraba el labial sobre su cara y apagaba la luz junto al peinador–. Ni creas que vamos a llegar tarde con la abuela para la cena. El niño seguía con el repicar incesante del balón contra el muro contiguo. Manuel se esforzaba por dar con la pelota justo en el centro del manchón sobre la pared, el cual en sus bordes dejaba entrever que aquel muro desgastado alguna vez había gozado de mejores épocas.
Girasoles
En el cuarto de al lado, Patricia contemplaba en la penumbra los zapatos de Manuel que seguían ahí, y que a pesar de la poca luz que había ahora en la habitación, un orificio a media suela de uno de ellos consiguió asomarse con su impostergable sentencia. Al instante, Patricia pensó en un monto elevado para poder reponer el par, pero no se permitió intranquilizarse. Se imaginó con pies de niña sobre un camino iluminado por la inmensa luna del desierto y que en muchas ocasiones le había pasado inadvertida. Patricia comenzaba a despojarse de sus carencias y a recuperar el ánimo. Se sabía lista para abrazar el Prodigio cantado por voces que anuncian el Milagro desde hace siglos. La Navidad recupera nuestro sentimiento de extrañeza y nos plantea la posibilidad de lo imposible…
Un silencio llenó la casa por escasos minutos, hasta que Manuel irrumpió de pronto en la recamara de Patricia.
–Mamá –dijo mientras sostenía el balón en una mano y un pedazo de yeso en la otra–. ¿Sabías tú que mi cuarto alguna vez tuvo el color de los girasoles?