Con esta cita del Salmo 103 (102) la Santa Sede nos ofrece una reflexión como preparación para confesarnos en esta Cuaresma (Semana Santa), y así llegar limpios a la fiesta de la Resurrección que estamos por celebrar.
Pontificio Consejo para la promoción de la Nueva Evangelización
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha orado siempre con los salmos, elevando a Dios, por mediación de Cristo en el Espíritu, himnos de alabanza y bendición, de acción de gracias y honor a Aquel que es Creador, Señor y Padre.
Los Salmos nos enseñan a conocer el corazón de Dios a partir de la Palabra de Dios, a hablar con Él, y mientras hablo aprendo a escuchar, a contemplar, a creer, a amar. A pesar de esto, lo que llama la atención en este sutil entramado relacional, hecho de filiación y discipulado, de paternidad y señorío, es que Dios se presenta como un padre lleno de amor, de fidelidad, de ternura, muy cercano a los acontecimientos de los hombres, de su pueblo, atento a sus vidas y a sus invocaciones. El Dios personal está presente y operante en la vida de su pueblo, responde con bondad y misericordia, con piedad y ternura a quienes lo invocan con fe y humildad: sí, porque éste es nuestro Dios, éste es nuestro Padre celestial.
“Él perdona todas tus culpas”, y cura todas tus enfermedades. (Sal 103,3)
En este simple versículo se encuentra toda la razón por la que el corazón orante eleva su himno de alabanza y bendición al Señor: “Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre” (Sal103,1). Lo repite de nuevo, y una vez más lo recordará al final de la oración, hasta el punto de que esta expresión se convierte en un marco en el que se despliega la longitud, la altura y la profundidad del amor misericordioso de Dios por nosotros. Del perdón de Dios brota la alegría y la felicidad del corazón; ésta es, después de todo, la experiencia del creyente tocado vitalmente por el amor misericordioso de Dios: “Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito y en cuyo espíritu no hay engaño” (Sal 31,1-2).
Sí, es verdad, el Señor perdona todas nuestras culpas y al mismo tiempo cura todas nuestras enfermedades: perdona y cura, un solo programa, el del Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Ya lo había dicho en la sinagoga de Nazaret, que esto sería parte de su misión mesiánica: llevar a los pobres de la tierra la buena noticia de una salvación integral, más allá de las mismas expectativas; operar la liberación de las prisiones materiales, espirituales y morales que encadenan a la humanidad y la relegan al pesimismo existencial, hasta la desesperación; dar la vista a los ciegos que no son capaces de ver a Dios vivo y presente en sus propias vidas y en la historia de cada día, y en Él no pueden ver el rostro único y hermoso de sus hermanos, compañeros de viaje hacia la eternidad. Tan grande es el amor de nuestro Padre celestial, que es compasivo y misericordioso (Sal 103,8).
A menudo nos dirigimos a Dios en estos términos: Señor, me meto en toda clase de problemas, siento el peso de mis debilidades, a menudo vuelvo a caer en el pecado y a veces me da vergüenza pedirte perdón, porque sé que volveré a caer en las mismas faltas, o incluso cometeré otras peores; a pesar de ello, ¿por qué me acoges, me perdonas y me curas? ¿Por qué me aceptas y te muestras tierno, compasivo y misericordioso? Dios podría responder así: porque yo soy así, porque tú eres mi hijo, y luego porque mi naturaleza es Amor, Misericordia y Ternura; Padre sobre toda paternidad, Santo sobre toda santidad.
Por eso nuestro corazón debe salir al encuentro del Señor o al menos dejarse encontrar por Él, porque a pesar de saber que hemos sido moldeados, que somos por tanto pecadores, frágiles, caducos, Él es más grande que nuestro pecado y nuestra fragilidad y nos concede mucho más de lo que nuestro corazón se atreve a esperar.
“No nos trata como merecen nuestros pecados … (Sal. 103,10)
Entonces aparece más que justificado el himno de bendición y lleno de gratitud que el orante dirige al Señor compasivo y misericordioso, un himno a través del cual se recuerda haciendo memoria de todos los beneficios recibidos de Dios, pero también se recuerda la forma única en que se recibe la gracia de la misericordia y el perdón. Dios Padre, “no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas” (Sal 103,10). ¡Esto también es cierto! Queda impreso en los corazones y en las mentes, como acontece en el hermoso y saludable encuentro entre Jesús y la adúltera mencionado en el Evangelio de Juan.
El Santo Padre Francisco nos recuerda que “en el centro de aquel encuentro no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona, para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo […]. Jesús ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído su corazón: allí ha reconocido su deseo de ser comprendida, perdonada y liberada. La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor. Por parte de Jesús, no hay ningún juicio que no esté marcado por la piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora” (MeM 1). Ninguna palabra de condena o desprecio, sino sólo una invitación a no pecar más y a seguir adelante con esperanza, sabiendo que a partir de ese día la mujer podrá emprender un nuevo camino en la verdad y la caridad de Cristo Señor, como su fiel discípula; “no la ha tratado come merece su pecado, no le ha pagado según su culpa”.
Rostro de la misericordia
El perdón es el signo más visible del amor del Padre, que Jesús ha querido revelar a lo largo de toda su vida. La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida. “Come un padre siente ternura por sus hijos, ¡así es Dios para nosotros!”
Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre, y en él necesitamos contemplar siempre el misterio de la misericordia divina, ya que es el camino que une a Dios y al hombre, abriendo el corazón a la esperanza de ser amados para siempre, a pesar del límite de nuestro pecado. Sin embargo, si por un lado es propio de Dios usar misericordia, ya que paradójicamente en ella se manifiesta de manera particular su omnipotencia de amor, por otro lado, desea que esta “potencia” de amor salga de sí misma, invada y penetre el corazón de los hombres.
¿Cuál es, pues, el lugar, el espacio particular en el que la ternura de Dios toca el corazón del hombre y lo envuelve en su misericordia y en su perdón? Ciertamente, el Sacramento de la Reconciliación. Este es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que viene a nuestro encuentro para devolvernos la gracia de ser de nuevo sus hijos. La gracia es más fuerte y supera cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede; es precisamente la gracia la que siempre nos precede, y asume el rostro de la misericordia que se hace efectiva en la reconciliación y el perdón.
Lugar del sacramento
El Sacramento de la Reconciliación, por tanto, necesita redescubrir su lugar central en la vida cristiana, a través de la mediación maternal de la Iglesia. De hecho, como afirma el Papa Francisco, “en la oración de la Iglesia la referencia a la misericordia, lejos de ser solamente parenética, es altamente performativa, es decir que, mientras la invocamos con fe, nos viene concedida; mientras la confesamos viva y real, nos transforma verdaderamente” (MeM, 5). Pero nosotros no sólo somos receptores del don de la misericordia y del perdón. Esto en cierto sentido nos hace coprotagonistas de la misericordia en el Espíritu, sobre todo cuando, saliendo del confesionario, como jardín perfumado en el que experimentamos la fragancia de la ternura del Padre, iniciamos un nuevo camino de conversión en la esperanza y la caridad. Los grandísimos dones, recibidos sin mérito y gratuitamente, no pueden ser sofocados en el corazón de los destinatarios; y el perdón y la misericordia que Dios usa para con nosotros son los mayores dones que un hombre puede recibir. Por tanto, son precisamente éstos los que deben convertirse en motivo de apertura y acogida hacia los hermanos, para que también ellos, a través de nuestro testimonio, puedan experimentar el amor misericordioso de Dios, que el Espíritu quiere derramar abundantemente en los corazones.
Es cierto, por tanto, que desde el confesionario se puede iniciar un nuevo camino, reconociendo y valorando lo que hay de bueno en cada persona, ya que nosotros primero hemos obtenido de Dios misericordia sobre misericordia. Estar con y para los hermanos nos hace aún más conscientes de que Dios verdaderamente ha derramado su benevolencia sobre nosotros con gran generosidad. A pesar de esto, sin embargo, el hecho de sentirnos indignos de tanto don puede convertirse en la sutil tentación de ahogar en nosotros, pecadores, cualquier anhelo positivo de trascendencia.
Experiencia de ternura
Hay una hermosa expresión del Papa Francisco en su última Carta Apostólica, Patris corde, que da esperanza y alegría al corazón, porque ve cómo Dios no sólo se apoya en la parte buena de nosotros, sino que muchas veces realiza sus inescrutables designios precisamente a pesar de nuestra debilidad. Así si “el Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, el Espíritu, en cambio, la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. […]. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cfr. Ap 12,10). Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura.
Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona” (PaC, 2).
Acojamos, pues, la sentida advertencia de San Pablo que la Iglesia, Madre y Maestra de misericordia, hace suya: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Cor. 5,20). Nosotros, hoy, queremos reconciliarnos con Dios, acoger su invitación amorosa que nos llama a sí y, en la fe, manifestar que Él, nuestro Padre, es verdaderamente grande en el amor.
No debemos rendirnos a nuestra propia debilidad, ni tener miedo de las contrariedades e incoherencias que experimentamos en nuestro camino como creyentes, porque “tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia” (PaC 2).