Pbro. Eduardo Alfonso Hayen Cuarón/ Director de Presencia
Ser cristiano tiene una fascinación: seguir a Jesucristo que nos llama a la santidad y nos promete la vida eterna. A nadie le pone Jesús un camino fácil para llegar al Cielo; es necesaria la conversión y por eso el Señor inició su ministerio con un llamado: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Mc 1,15).
Más adelante dirá a sus seguidores: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10,38). Les señaló que el bien de la salvación es arduo: «Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán» (Lc 13,24). El cristiano siempre deberá ser un combatiente esforzado, ayudado por la gracia divina, para avanzar en su santificación.
Hoy, en torno a la teología moral se propone un cambio de modelo para resolver los dilemas en que muchas veces se encuentra la conciencia frente a las decisiones que debe tomar para hacer el bien y evitar el mal. La moral de la Iglesia es la que dictan los mandamientos de la Ley de Dios, los cuales están inscritos en nuestra naturaleza humana: «Amarás a Dios sobre todas las cosas», «No mentirás», «No matarás»… Se trata de absolutos morales a los que el cristiano debe ajustar su conducta a fin de conseguir su salvación.
Hoy se escuchan voces dentro de la Iglesia que buscan dejar la moral cristiana por otros modelos como el de «buscar el bien a medias» o el del «discernimiento». Esto quiere decir que al creyente la Iglesia sólo debe pedirle que haga todo el bien posible en la situación de pecado en la que vive, pero sin exigirle una verdadera conversión en su vida moral porque no tiene la capacidad para vivir los ideales de Cristo.
Por ejemplo, a una persona que vive en concubinato o adulterio no se le podría pedir que viva en castidad con su pareja ya que no podrían alcanzar ese ideal; tampoco a un individuo dedicado a ganar su sustento de manera ilícita, como en el narcotráfico, podría exigírsele que abandonara esa forma de vida, debido a que siempre vivió en ese ambiente. A dos personas del mismo sexo que practican actos homosexuales no podría pedírseles que se abstuvieran de tales actos sólo porque no tienen la fuerza para hacerlo. Impensable pedir a un hombre que pertenece a una familia de chamanes que deje de practicar la hechicería, porque así lo ha hecho durante toda su vida para ganar su sustento.
En estos ejemplos hay algo de verdad, y es que Dios quiere que todos demos pasos, pequeños o grandes, hacia una vida más plenamente cristiana. A nadie se le puede exigir, de buenas a primeras, que alcance el ideal moral al que está llamado, especialmente cuando la persona empieza a conocer a Dios. La conversión del pecador es gradual, pero la Ley de Dios no lo es. Esto quiere decir que Dios es paciente con nosotros para que, entre caídas y fracasos, vayamos avanzando en una vida más virtuosa. Lo que no significa que quienes vivimos en pecado, y no podemos dejarlo tan fácilmente, creamos que estamos en buena amistad con Dios.
Hoy se escuchan voces que hablan de «discernimiento». Se nos dice que debemos educar nuestra conciencia en el arte de discernir. Los divorciados vueltos a casar deben iniciar un proceso de discernimiento. Supongo que también deben discernir quienes viven permanentemente en alguna situación de pecado, como las que ya mencionamos. Se debe dialogar y discernirlo todo. En pocas palabras se trata de buscar un bien moral ajustado a nuestra comodidad.
Detrás de la palabra «discernimiento» se propone un cambio en la teología moral católica, lo cual es absurdo ya que la moral es una y no está sujeta a cambio. Se pretenden dejar las normas morales objetivas que nos dan los mandamientos para tratar de interpretar las situaciones, los momentos históricos, la cultura, el entorno, ya que el hombre no sólo es intelecto y voluntad sino que está hecho de pasiones, pulsiones, sentimientos, experiencias, costumbres, circunstancias, historia familiar. Se quiere desvanecer la posibilidad de vivir en el bien absoluto para que todo sea discernido, dialogado, interpretado de manera subjetiva y así vivir en nuestra propia comodidad.
Estas voces novedosas no aparecen en la encíclica «Veritatis splendor» de san Juan Pablo II, ni en toda la enseñanza moral católica tradicional.
Las nuevas propuestas morales son, en realidad, una trampa que deja al cristiano en la mediocridad porque ya no se le puede exigir nada en su conducta. Si a nadie se debe pedir el bien absoluto, ¿para qué hablar de santidad? Si los valores cambian y se transforman según las personas y sus sentimientos, ¿para qué emprender el combate espiritual contra los enemigos externos e internos? Habrá quien crea que Jesús seguramente se volvió loco cuando dijo «Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48); o cuando expresó aquello de que quien se irrita contra su hermano merece ser condenado en el tribunal (Mt 5,22); o cuando dijo «Lo que Dios unió que no lo separe el hombre» (Mt 19,6).
Los cristianos necesitamos retomar el ideal de la santidad, y no acomodarnos al espíritu del mundo. La única brújula moral es la que la Iglesia siempre ha enseñado. Buscar la tranquilidad de la conciencia por el camino del «discernimiento» o del «bien a medias» sólo hace a la sal perder su sabor para que la pise la gente. Querer cambiar los criterios de la moral conduce, justamente, a esa «mundanidad espiritual» que hoy, en la Iglesia, se denuncia con tanta insistencia.