Presentamos una reflexión sobre la cruz a cargo del sacerdote italiano Raniero Cantalamessa, en la que profundiza en ese misterio para tratar de descubrir su contenido…
“Basta ya de llorar por nosotros mismos con lágrimas contaminadas, con lágrimas de autocompasión. Es hora de derramar lágrimas hermosas, de asombro, de alegría, de agradecimiento”
Card. Raniero Cantalamessa/Predicador
Los evangelistas Mateo y Marcos describen así la muerte de Jesús: “Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró” (Mt 27,50; Mc 15,37). En este grito de Jesús moribundo hay un gran misterio que no podemos dejar caer en el vacío. Si Jesús dio ese fuerte grito, fue para que se escuchara; si está escrito en el Evangelio, es también él evangelio. En ese grito se encierra todo lo que quedó sin decirse o no pudo expresarse con palabras en la vida de Jesús. Con él Cristo vació su corazón de todo lo que lo había llenado durante su vida.
No es arrogancia tratar de penetrar en el misterio de ese grito y de descubrir su contenido. Hay una razón objetiva, dogmática que nos autoriza a hacerlo. Se llama inspiración bíblica. “Toda la Escritura está inspirada por Dios” (2 Tm 3,16); “hombres como eran, hablaron de parte de Dios movidos por el Espíritu Santo” (2 P 1,21).
Hay alguien, pues, que conoce el secreto de aquel grito: el Espíritu Santo que “inspiró” todas las Escrituras. Y él suele explicar en un lugar lo que dejó sin explicar en otro; él explica con palabras inteligibles lo que otras veces dice “con gemidos inefables” (cf Rm 8,26). Él es el único autor de toda la Biblia, bajo la gran diversidad de autores humanos.
“¿Quién conoce lo íntimo del hombre –dice el Apóstol–, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Pues lo mismo, lo íntimo de Dios lo conoce sólo Espíritu de Dios” (cf 1Co 2,11). Por lo tanto, lo íntimo de Cristo nadie lo conoce, a no ser el Espíritu de Cristo que estaba dentro de él y que durante toda su vida había sido su “compañero inseparable para todo”. Jesús lo hizo todo “en el Espíritu Santo”. Todo lo que dijo lo dijo “en el Espíritu Santo” (cf Lc 4,18). También su grito en la cruz fue un grito “en el Espíritu Santo”, no el simple grito de un moribundo.
Llave para los corazones cerrados
Escribe el Apóstol en la carta a los Romanos: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5.). Yo nunca me había fijado en una cosa: en que san Pablo, con estas palabras, no se refiere al amor de Dios en general y en abstracto, sino a un momento determinado de ese amor, a un hecho histórico que pasa enseguida a explicar: “En efecto –prosigue el texto–, cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por los impíos” (Rm 5,6). La expresión adverbial “en efecto” está indicando que se trata de una explicación de lo anterior; que a continuación se va a decir cuál es ese gran amor de Dios que el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones.
Pero escuchemos atentamente, y todo íntegro, lo que el mismo Espíritu Santo nos dice por boca del Apóstol. Aquí nos estamos asomando, creo yo, al abismo del que surgió aquel grito de Cristo moribundo. “Cuando nosotros todavía éramos pecadores, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería alguno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros… Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5,6-10).
Grito de parto
El grito de Jesús en la cruz es un grito de parto. En aquel momento nacía un mundo nuevo. Caía el “diafragma” del pecado y se producía la reconciliación. Fue, pues, un grito de sufrimiento y a la vez de amor. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Los amó hasta el último suspiro. Podemos comprender cuán grávido estaría de fuerza divina ese grito de Cristo por el efecto inmediato que produjo en quien lo escuchó en vivo y en directo. Dice la Escritura que el centurión que estaba frente a Jesús crucificado, cuando lo vio expirar de aquel modo, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). Se hizo creyente.
Abrámonos simplemente a aquel grito de amor, dejemos que nos conmueva hasta las entrañas, que nos cambie. De lo contrario, nuestros Viernes Santos no servirán de nada. En cuanto Jesús dio aquel fuerte grito, “el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron” (Mt 27,51). Con ello quería indicarse lo que debería ocurrir en nuestros corazones. Dios no tiene nada contra las rocas. Son otras las “rocas” que deben rajarse: son los “corazones de piedra” de los hombres que nunca jamás se han conmovido, que nunca han llorado, que nunca han querido reflexionar.
Jesús sabía muy bien que no hay más que una llave que abra los corazones cerrados, y esa llave no es reproche, no es el juicio, no son las amenazas, no es el miedo, no es la vergüenza, no es nada. Es únicamente el amor. Y ésta es el arma que él usó con nosotros. “No apremia el amor de Cristo, al pensar que uno murió por todos” (cf 2 Co 5,14).
Morir dando a luz
He dicho que el grito de Jesús en la cruz es un grito de parto. Pero el suyo es un parto especial. Hace tiempo, encontrándome en el extranjero, me enteré de un caso conmovedor. Una joven esposa estaba esperando su primer hijo, cuando le diagnosticaron un cáncer. Si se sometía inmediatamente a quimioterapia, podría detener el tumor, pero le advirtieron que, lamentablemente, perdería casi con toda seguridad el niño. Tenía que elegir.
Sus familiares y la opinión pública la presionaban para que salvase su vida, diciéndole que más adelante podría tener más hijos. Pero ella se mantuvo firme y se negó a hacer el tratamiento. Se convirtió en un caso nacional, del que se ocuparon repetidamente la prensa y la televisión, porque además en aquel país se hallaban en plena discusión sobre el aborto. Para sustraerse a la curiosidad, la mujer se fue del país y se refugió en la tierra natal de sus padres. Una vez allí, después de varios días dio a luz una preciosa niña, y una semana después murió.
Yo me pregunté: ¿qué sentirá esa niña, de mayor, cuando lo sepa? Todo en la vida le parecerá irrelevante, comparado con lo que hizo su mamá. A veces hay niños cuya madre murió al darles a luz. Esos niños tienen un no sé qué de especial; como si guardasen un misterio.
Pues bien, nosotros somos aquella niña, nosotros somos esas criaturas que nacieron de una muerte. “Señor Jesucristo –dice en la Misa el sacerdote, antes de comulgar–, Hijo de Dios vivo, que, por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo… El grito de Jesús en la cruz es el grito de alguien que muere dando a luz una vida.
Esta forma “materna” de explicar la redención tiene una ventaja: dice algo nuevo que integra y corrige, en parte, la visión “jurídica” que se basa en la idea del precio del “rescate”. En el caso de la madre que muere para dar vida, el vínculo entre su muerte y la vida del hijo no es extrínseco, sino intrínseco. No reside en otra persona –en el Padre–, que, tomando en consideración aquella muerte, da la vida; sino que reside en el amor mismo de quien da la vida. La vida nace verdaderamente de la muerte. “Muriendo, diste la vida al mundo”. Pero tampoco esta aplicación es suficiente por sí sola, sin la otra del “rescate”. Pues el hijo, antes de nacer, no ha hecho nada contra la madre, no es “enemigo” ni “impío”, como lo éramos nosotros antes de que Cristo nos diera la vida.
Da rienda suelta a la emoción
¿Cuál será nuestra respuesta a esa revelación del amor de Cristo? No nos apresuremos a hacer propósitos y a intentar compensarlo. No podríamos, y además no es eso lo más importante que tenemos que hacer en este día.
Hay algo que tenemos que hacer, antes que nada, y que es lo único que demostrará que hemos comprendido: conmovernos. No despreciemos las emociones. La emoción, si nace del corazón y es genuina, es la respuesta más elocuente y más digna que pueda existir ante la revelación de un gran amor o de un gran dolor. Pero no tenemos derecho a ocultar nuestra emoción a quien es objeto de la misma. Le pertenece, es suya, él la ha provocado y a él está destinada. Jesús no escondió su emoción ante la viuda de Naím ni ante las hermanas de Lázaro, al contrario, “se echó a llorar” (Jn 11,35). ¿Y nos vamos a avergonzar nosotros de conmovernos ante él?
¿Para qué sirven las emociones? Son preciosas, porque son como la aradura que rompe la dura corteza permitiendo así a la semilla anidar profundamente en la tierra. La emoción es con frecuencia el comienzo de una verdadera conversión y de una vida nueva. ¿Hemos llorado alguna vez –o al menos hemos deseado llorar– por la Pasión de Cristo? Ha habido santos que han gastado sus ojos a fuerza de llorar por eso.
Basta ya de llorar por nosotros mismos con lágrimas contaminadas, con lágrimas de autocompasión. Es hora de derramar lágrimas hermosas, de asombro, de alegría, de agradecimiento. De emoción, antes incluso que de arrepentimiento. También esto es “renacer del agua”.
Nos da ejemplo la liturgia de la Iglesia. En Pascua siempre da rienda suelta a la emoción. “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! –canta en el Exsultet–. ¡Qué incomparable ternura y caridad!… ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”. Repitámoslo también nosotros, tras haber recordado el grito de Cristo moribundo en la cruz: “¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”
¿Cómo es el amor del Redentor?
Démosle tiempo, pues, al pensamiento de que Cristo nos ama, para que nos envuelva y nos penetre hasta lo más hondo. Expongámonos a ese amor como a la luz de un sol estival. ¿Cómo es ese amor del Redentor?
Primera característica
La primera característica es que es un amor a los enemigos. “Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados”. Jesús había dicho que “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Pero hay que entender bien qué quiere decir aquí la palabra amigos. Él mismo ha demostrado que existe un amor más grande que ése, más grande que el de dar la vida por los propios amigos, y es el dar la vida por los enemigos. Entonces, ¿qué quiere decir allí amigos? No los que te aman, sino los que amas tú (amigos tiene el significado pasivo de “amados”, no el activo de “amadores”). Jesús llamó a Judas amigo (cf Mt 26,50), no porque éste lo amase (¡lo estaba traicionando!), sino porque él lo amaba. ¿Y qué quiere decir aquí la palabra enemigos? No aquellos a los que tú odias, sino los que te odian a ti. (Enemigos, por el contrario, tiene el sentido activo de “los que odian”, no el pasivo de los que son odiados”). Dios no odia a nadie, no considera a nadie como enemigo suyo. Buenos o malos, todos somos hijos suyos por igual.
Ésta es la cumbre más alta, el Everest del amor. Un amor del que no es posible imaginar que exista en el mundo otro mayor. ¡Morir por los enemigos, amar a quien te odia y quiere destruirte, más aún, a quien te está destruyendo! “¡Padre, perdónalos!” Y esos enemigos éramos nosotros. Nosotros pecadores, nosotros “impíos”, nosotros que aprendimos de Adán esa forma terrible de amor que se llama egoísmo, “el amor a uno mismo que nos lleva, si es necesario, hasta a despreciar a Dios”. “Él cargó con nuestros dolores… El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes…, y él no abría la boca” (cf Is 53,4.6-7).
Segunda característica
La segunda característica consiste en que es un amor actual. No es un fuego apagado, no es algo del pasado, de hace dos mil años, de lo que sólo queda el recuerdo. Sigue actuando, está vivo. Si fuese necesario, volvería a morir por nosotros, pues el amor que lo llevó a la muerte permanece inmutable. “Yo soy más amigo tuyo que ése y que aquél otro –nos dice Cristo, con las palabras que le hizo escuchar un día a aquel gran creyente que fue B. Pascal–. Yo he hecho por ti más que ellos, y ellos nunca soportarían lo que yo te he soportado, no morirían nunca por ti en la hora de tu infidelidad y de tus crueldades, como lo he hecho yo y como volvería a hacerlo por mis elegidos”.
Jesús ha ido hasta el fondo en sus muestras de amor. Ya no puede hacer más para demostrar su amor, pues no existe mayor prueba de amor que dar la vida. Pero ha agotado las muestras del amor, no el amor. Ahora su amor está en manos de otra señal especial, distinta, de una señal que es una realidad, más aún, una persona: el Espíritu Santo. “El amor de Dios –ese amor de Dios que ahora ya conocemos– ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo”. Es, pues, un amor vivo. actual, palpitante, como vivo, actual y palpitante es el Espíritu Santo.
Donde los demás evangelistas habían dicho que Jesús, dando un fuerte grito, expiró”, Juan dice que, “inclinando la cabeza, entregó el Espíritu” (Jn 19,30). Es decir, no sólo expiró, sino entregó el Espíritu, el Espíritu Santo, su Espíritu. Ahora sabemos qué era lo que se encerraba en aquel fuerte grito que Jesús dio al morir. ¡Por fin se ha desvelado su misterio!
Tercera característica
El amor del Redentor es un amor personal. Cristo murió “por nosotros”, nos ha dicho el Apóstol. Si ese “por nosotros” lo tomamos en sentido colectivo, pierde algo de su grandeza. La desproporción numérica establece una cierta proporción de valor. Es cierto que Jesús es inocente y nosotros culpables; que él es Dios y nosotros hombres; pero, a fin de cuentas, él es uno solo y nosotros somos millones. Podría parecer menos exagerado que muera uno solo para salvar la vida de millones de creaturas. Pero no es así. Murió “por nosotros” significa murió “por cada uno de nosotros”. Debe entenderse en sentido distributivo, no en sentido colectivo. “Me amó y se entregó por mí”, dice en otra parte el mismo Apóstol (Ga 2,20).
Por lo tanto, Jesús no amó a la masa, sino a los individuos, a las personas. Murió también por mí, y debo llegar a la conclusión de que habría muerto lo mismo aunque no hubiese habido que salvar a nadie más que a mi sobre la faz de la tierra. Esto es una verdad de fe. El amor de Cristo es un amor infinito porque es divino, no sólo humano. (Cristo es también Dios, no debemos olvidarlo nunca, ni siquiera por un instante). Y lo infinito no se divide en partes. Está todo él en todos. Cada día se consagran millones de formas en la Iglesia; pero ninguna de ellas contiene sólo una partecita del cuerpo de Cristo, sino a Cristo entero. Lo mismo ocurre con su amor. Existen millones de hombres, pero ninguno de ellos recibe sólo una partecita del amor de Cristo, sino todo su amor. Todo el amor de Cristo está en mí, y eso debe inspirarme una enorme alegría. Pero todo el amor de Cristo está también en el hermano, y esto debe inspirarme respeto hacia él, aprecio y caridad.