Pbro. José María Iraburu
La castidad cristiana es una virtud sobrenatural que evangeliza en la caridad la tendencia sexual, tanto en lo afectivo como en lo físico. Ella suscita el pudor, «la prudencia de la castidad», como decía Pío XII: «El pudor advierte el peligro inminente, impide el exponerse a él e impone la fuga de aquellas ocasiones a las que se hallan expuestos los menos prudentes» y los menos castos (enc. Sacra virginitas 1954, 28).
De la templanza
No es la castidad la principal de las virtudes, por supuesto. Pertenece a la virtud de la templanza, que en la escala de las cuatro virtudes cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza– suele considerarse como el peldaño más bajo. Pero si es el más bajo de la escala, es el primero. Y si uno tropieza por la lujuria en ese primer escalón, se cierra a sí mismo la posibilidad de ascender por la escala de la perfección. Es fácil que el lujurioso, si no lucha contra su vicio, deje la oración –Dios no le sabe a nada–, se aleje de los sacramentos en su condición de pecador, ofenda la verdadera caridad fraterna, a veces muy gravemente, y destroce así su vida cristiana.
Tampoco, por supuesto, es la lujuria el más grave pecado, pero sí es la más grave quiebra de la virtud de la templanza (STh II-II,151,4 ad 3m). Y es un vicio capital, esto es, cabeza de otros muchos males: egoísmo, avidez del mundo, olvido de Dios y de la esperanza del cielo, obscurecimiento del juicio, debilitación de la voluntad, inconstancia, vanidad, infidelidad, mentira, etc. (II-II,153,4-5; 53,6).
Perfecta castidad
La perfecta castidad es un amor perfecto al prójimo, es una gran veneración interpersonal; de modo que, con el crecimiento de la caridad, crece la castidad, y viceversa. La castidad evangélica es mucho más que una sexualidad razonable y ordenada: es la alta calidad de la caridad en la relación sexual entre personas.
La perfecta castidad es también perfecta libertad. El lujurioso está cautivo de su adicción morbosa al sexo o a sus representaciones. No es en él el jinete quien conduce al caballo, sino el caballo el que lleva al jinete donde quiere. Entendimiento y voluntad no son capaces de dirigir la sensualidad, sino que ven arrastrado y llevado por ella tanto su pensamiento como su querer. La castidad, por el contrario, guarda a la persona en la «libertad propia de los hijos de Dios» (Rm 8,21), de tal modo que son los sentidos y sentimientos los que van integrándose cada vez más en el pensar del entendimiento y en el querer de la voluntad. Cuando la virtud de la castidad llega a estar perfecta, ya la persona no apetece sensualmente lo indecente, sino que le repugna.
La castidad ayuda a crecer en la madurez personal. La sexualidad del niño es incierta, quizá se orienta a él mismo, a otros niños –posiblemente del mismo sexo– o a los adultos más próximos. El adolescente sano desarrolla una inclinación claramente heterosexual, pero la inmadurez de su tendencia se manifiesta en que todavía es general, hacia las personas del otro sexo. –El adulto casado que ha alcanzado la madurez personal, centra su sexualidad en una sola persona, su esposa, y ese amor lo hace incapaz de enamorarse de otras; y viceversa. Por eso Gregorio Marañón, con otros autores, veía una clara inmadurez sexual en la figura de un «Don Juan», capaz de enamorarse de muy diversas mujeres. –El cristiano célibe, por su parte, de tal modo se enamora de Cristo, por especial gracia de Dios, que este amor le hace incapaz de enamorarse de una persona humana concreta, haciéndolo al mismo tiempo capaz de amar a todas las personas, con una admirable caridad universal y difusiva, oblativa, no posesiva.
Crecer en el amor
El ejercicio de la sexualidad no es requisito necesario para el desarrollo personal del cristiano –ni de cualquier hombre–, como lo vemos en Cristo. Dios es amor interpersonal, y el hombre fue creado como imagen de Dios (Gen 1,26). Por eso lo que es imprescindible para la maduración personal es el crecimiento en el amor interpersonal, amor que, según las vocaciones, tendrá un ejercicio sexual (matrimonio) o carecerá de él (celibato). Lo que frusta a la persona hasta su fondo no es la falta de ejercicio de la sexualidad, sino el desamor. Una persona que no ama, que ama poco, que ama mal, apenas es hombre, porque el hombre es imagen de Dios, y «Dios es amor» (1Jn 4,8). Recuerden, por ejemplo, la caridad de un párroco o de una monjita que, destinados durante unos años aquí o allá, tienen siempre, dondequiera que Dios los envíe por medio de sus superiores, una impresionante capacidad de amor a las personas que les son confiadas.
Se da el nombre de «perfecta castidad», en la terminología tradicional cristiana, a la virginidad y el celibato (Sacra virginitas 1), porque, efectivamente, es más fácil lograr la perfecta castidad en ese estado de vida. Pero, obviamente, siempre la Iglesia ha sabido y enseñado que la perfecta castidad puede darse en todos los estados de la vida cristiana, como consta por la vida de los santos. En la Edad Media, concretamente, son laicos un 25% de los santos canonizados (1198-1304) o un 27% (1303-1431) (A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, París 1981). Y la mayor parte de ellos estaban casados.
Una fuerza espiritual
La castidad evangeliza en la caridad al hombre entero, en todos los planos de su personalidad, no solo en lo referente a la tendencia sexual. Al estudiar la santificación del hombre, vemos cómo el Espíritu de Jesús va impregnando al hombre entero, hasta los fondos menos conscientes. La gracia sana y perfecciona toda la naturaleza del hombre. Pues bien, la castidad cristiana ha de afectar no sólo al pensamiento o a los actos libres de la voluntad, sino también ha de perfeccionar imaginación, memoria, afectos y deseos, incluso hasta las agitaciones apenas controlables del subsconsciente. Y esto, sea cual fuere el pasado, quizá tormentoso, de la persona.
La castidad es una virtud, es por tanto una fuerza espiritual, una facilidad e inclinación hacia el bien honesto de la sexualidad, así como es al mismo tiempo una repugnancia hacia toda forma de sexualidad deshonesta. Cuando tal fuerza espiritual está suficientemente arraigada en la persona, afecta también, evidentemente, a las posibles perturbaciones imaginativas y somáticas subconscientes –dada la unidad de la persona humana–, pacificándolas en la santidad de Cristo Jesús, Salvador total del hombre.
RECUADRO
Cómo vivir la virtud
La castidad es fácil para quien vive realmente la vida de la gracia. Extrañamente, a veces los pecadores y los santos coinciden en decir que la castidad es virtud muy difícil, claro que unos y otros hablan con fines contrarios. Los primeros lo afirman para excusar sus caídas; los segundos para exhortar a la oración y a la vigilancia. Fácil y difícil son términos muy relativos, cuya veracidad en cada caso dependerá del contexto.
La castidad es virtud bastante fácil, al menos si se compara con otras virtudes cristianas que han de vencer enemigos más poderosos y perdurables: soberbia, vanidad, avaricia, pereza, etc. Si el cristiano se libera, como es debido, de los hábitos mundanos erotizantes, y sigue una vida verdaderamente cristiana, con oración y sacramentos, virtudes, trabajo santo y santo ocio, la castidad es perfectamente posible.
El mundo está muy malo, muy podrido de lujuria; pero Dios concede siempre a sus hijos, y de modo sobreabundante, la gracia que necesitan en cada circunstancia y época: «bien sabe vuestro Padre celestial –nos dice Cristo– que de todo eso tenéis necesidad» (Mt 6,32). Por el contrario, la castidad será imposible al cristiano que vive según el mundo, que asimila su modas y costumbres, y que no se alimenta habitualmente de Cristo en la palabra, la oración, los sacramentos y la vida virtuosa, y que no se aleja lo que sea preciso de las ocasiones próximas de pecado. Pero en estas condiciones cualquier virtud es muy difícil, es prácticamente imposible.
Ejercitarla
La castidad es una virtud, una fuerza espiritual, un hábito operativo, y como ocurre con todas las virtudes, a medida que va creciendo en la persona, va ejercitándose cada vez con más facilidad y perfección: inclina establemente hacia lo honesto, vence con más rapidez y seguridad la tentación, e incluso llega a repugnar sensiblemente de toda deshonestidad sexual. Cuando la virtud estaba formándose, había guerra entre el hombre espiritual y el carnal; crecida la virtud, se hizo la paz, porque fácilmente prevalecía el espíritu del hombre nuevo; y ya perfecta la virtud de la castidad, experimenta la persona la victoria y una gran libertad. Éstas son las fases normales en el crecimiento espiritual de un cristiano: guerra (principiantes), paz (adelantados), victoria y libertad (perfectos).