P. Eduardo Hayen Cuarón
Fue una dolorosa decisión: el señor obispo junto con los sacerdotes llegamos al acuerdo de que la Eucaristía, durante los días de contingencia del coronavirus, se celebre en la diócesis de manera privada sin la presencia de los fieles laicos. La resolución ha causado perplejidad en muchos fieles y, en otros, molestia; incluso hay personas que piensan que la Iglesia abandona a sus hijos al negarles el pan eucarístico, pan que nos hace fuertes en el camino de la vida.
De manera personal el corazón se me desgarra cuando sé que tengo que colocar algunos letreros en las rejas de la catedral para avisar que no habrá Eucaristía dominical. Pienso en los feligreses que encontrarán las rejas del atrio cerradas y me viene una tristeza enorme. Con dolor imagino la mesa eucarística vacía y recuerdo la frase del Señor: «Llegará el momento en que el esposo les será quitado; entonces tendrán que ayunar». El Esposo únicamente estará disponible en las parroquias para ser adorado, pero no comido, como él hubiera querido.
Sin embargo pienso en el amor de Dios por su pueblo que se manifiesta a través del obispo, vicario de Cristo entre nosotros, y en el amor que los sacerdotes ofrecemos al pueblo. Los pastores debemos de cuidar amorosamente de la grey que Dios nos ha encomendado; por eso cuando vemos que hay algún peligro, no sólo espiritual sino también físico –como la epidemia de coronavirus que hoy nos amenaza–, debemos de tomar decisiones que, a veces drásticas, pero necesarias en vistas al bien común. Si no aplazáramos la Eucaristía estaríamos actuando con enorme irresponsabilidad. Por eso la Iglesia no abandona a sus hijos, ¡jamás!
Cristo, el Esposo, se nos da como alimento en su Palabra, pero los católicos sabemos que sin la Eucaristía su presencia es incompleta. Postergar la celebración de la Santa Misa, mientras pasa el peligro del contagio, no sólo contiene una privación, sino que esconde algo positivo para el alma creyente. Con este ayuno eucarístico prolongado hemos de recordar que estamos lejos del Señor y caminamos hacia Él. Aunque por el momento duela el corazón –como en el purgatorio–, Dios nos prepara para el encuentro gozoso con el Esposo cuando llegue el tiempo de Pascua y al final de nuestra vida. Su ausencia hoy ha de purificar nuestros corazones de afectos desordenados y encender mayores anhelos de recibirlo en la Comunión.