Este 2021 se celebra el jubileo de los 500 años de evangelización en México, una gran fiesta de la fe católica en el Continente. Comenzamos esta serie sobre algunos aspectos en el proceso de evangelización en estos lares, con extractos de uno de los textos del historiador Robert Ricard…
Robert Ricard/ Historiador
Sólo con la llegada de los primeros misioneros franciscanos en 1524 comenzó la evangelización metódica de la Nueva España.
Imposible estudiar la historia de la evangelización de México sin dar el debido realce a las preocupaciones religiosas que llenaron en todo tiempo el alma del conquistador Hernán Cortés. Estaban en él hondamente arraigadas las convicciones cristianas. Siempre llevó en su persona una imagen de la Virgen María, rezaba sus oraciones y oía misa. Una cruz había en su estandarte.
Nadie fue jamás tan severo con los blasfemos y abiertamente puso en sus ordenanzas que el fin primario de la expedición era extirpar la idolatría y convertir a los indígenas a la fe cristiana. Varios de sus compañeros de armas se convirtieron en frailes más tarde.
Si cabe hacer cargos a Cortés, no será ciertamente el de haber sido remiso en la evangelización de los indios: todo lo contrario, es más bien el de haber querido obrar con precipitación, sin método, sin guardar la debida gradación, tan necesaria en estos casos.
Cortés y Moctezuma
Cortés y sus compañeros llegaron frente a Ulúa el Jueves Santo, 21 de abril de 1519 y desembarcaron el Viernes Santo. El día de Pascual hubo misa solemne. Los españoles rezaron arrodillados su rosario frente a una cruz erigida en la arena. Día a día, al toque de la campana, rezaban el Ángelus ante la misma cruz. Con admiración los contemplaban los indígenas: Algunos de ellos preguntaron por qué los españoles se humillaban ante aquellos dos trozos de madera.
Ya en Tenochtitlán, adonde llegaron los españoles el 7 de noviembre de 1519, una de las mayores preocupaciones de Cortés fue la conversión de Moctezuma -quizá para mejor tenerle a su mando- y la instalación de un culto cristiano público. El día mismo de su llegada hace al “emperador” un resumen de la doctrina cristiana, declama acremente contra los sacrificios humanos y anuncia la venida de los misioneros. Firme se opone Moctezuma, desechando todo; resiste a todos estos discursos. No deja de seguir yendo al templo y hace sus sacrificios humanos como antes: muy poco probable parece que haya recibido el bautismo, ni aun en punto de muerte.
Urgía, por consiguiente, organizar la cristianización del país.
Los primeros misioneros
Bien convencido de ello estaba Cortés. Insiste en la necesidad de misioneros en la Nueva España para la conversión de los infieles y aún traza su plan:
Había pedido antes obispos, pero ahora ha mudado de parecer: Sólo religiosos son necesarios.
Varios meses hacía que la primera misión francisca na había llegado a México. Los Doce (religiosos) desembarcaron en Ulúa el 13 o 14 de mayo de 1524.
La llegada de los doce pone el principio de la evangelización sujeta a orden y método.
Los dominicos llegaron a México probablemente el 2 de julio de 1526. Eran también 12.
Los agustinos fueron los postreros en llegar: Desembarcados en Veracruz el 22 de mayo de 1533.
Fácil de ver es cuan modestos fueron los principios: eran muy pocos operarios para tan abundante mies; pero sin llegar a ser tantos como exigía el volumen de población, cada año, sin embargo, aumentaba el número de misioneros. Quedaban así compensados los que morían o tenían que regresar a la patria.
Para todo México había en 1559: 380 franciscanos, en 80 casas; 210 dominicos, en 40 casas y 212 agustinos, también en 40 casas.
Nada podía atraerles a aquel país a no ser el amor de las almas y quizá un poco el gusto por la aventura.
No bien desembarcados en Veracruz, los acogía con su baño tibio una caliente humedad abrumadora, los acometían desconocidas fiebres al ir subiendo a la Meseta, un ambiente más sano en apariencia, pronto los desengañaba el frío insoportable y repentino, con las bruscas oscilaciones de temperatura, el aire rarificado y fatigador del organismo, que exasperaba sus nervios y hacía a la larga muy duro soportar cualquier genero de actividad continuada, y tornaba muy pesadas y agobiadoras las enfermedades más benignas.
Aún había otros enemigos: insectos, reptiles, fieras, sin sumar a ellos la inseguridad de los caminos o el casi siempre impune ataque de los indios aún indómitos.
Un reto lingüstico
La lengua oficial del imperio era el náhuatl, hablado mucho más allá de la Meseta de Anáhuac.
Vivos con toda su fuerza quedaban otros idiomas, tales como el huasteco y el totonaco en las costas del Golfo de México, el otomí en el norte y en el centro del territorio, en el sur el mixteco y zapoteco, y por el oeste, el tarasco.
Estos eran los idiomas principales. Fuera de ellos había otros muchos hablados por poblaciones menos numerosas.
Que tal multiplicidad lingüística era un enorme obstáculo para la predicación, si bien atenuado felizmente por la difusión alcanzada por la lengua náhuatl, que vino a ser una lengua auxiliar general. Por lo menos se requería el conocimiento de cinco o seis idiomas, si no para cada misionero, como es bien claro, sí para la congregación entera y todas estas lenguas de muy difícil aprendizaje.
Sistema de creencias
Al lado de la creencia en los grandes dioses, que presidían los principales fenómenos naturales y las diversas formas de actividad humana, puede comprobarse en México la supervivencia de un totemismo bajo la forma que llaman nagualismo: el nagualismo por el cual se cree el hombre en relación con algún animal.
Todos los actos de la vida estaban impregnados de ideas religiosas, de manera que los mexicanos, en el curso de su existencia, tenían que someterse a innumerables ceremonias y ritos, los más de ellos sangrientos, y las divinidades, en particular Hutzilopochtli, exigían víctimas humanas.
Acerca de las poblaciones no aztecas. En casi todas se hallaban en uso los sacrificios humanos y la antropología ritual.
Creían los aztecas en la vida eterna: sin embargo, para ellos, el alma era inmortal y, una vez salida de este mundo continuaba viviendo en el cielo o en el infierno. Pero esta vida no era resultado de una sanción: ni el cielo era recompensa, ni el infierno castigo. Nada importaba cómo había vivido el hombre: lo importante eran las circunstancias en que había muerto.
Un pedestal para la nueva fe
Los aztecas conocían la cruz como símbolo de las cuatro direcciones del universo y como atributo de las divinidades de la lluvia y del viento. Creían también que su gran dios Huitzilopochtli había nacido de una virgen, la diosa Teteoinan. Practicaban ellos también comunión bajo diversos aspectos: una de sus formas, la absorción del corazón de la víctima asimilada a la sustancia del dios: dos veces al año comían imágenes hechas de pasta de alimentos que representaban al dios Huitzilopochtli.
¿Sacramentos?
Había, finalmente, entre ellos, una manera de bautismo y una especie de confesión. Parece que ese bautismo implicaba, de modo más o menos vago, la idea de una mancha original. La partera vertía agua sobre la cabeza del recién nacido y le decía entre otras cosas: “Cualquier mala cosa que aquí hubiere, déjele; todo lo nocivo a este niño, déjalo, aléjate de él ya que ahora toma una vida nueva y nace de nuevo.
Mayor detenimiento merece el examen de confesión.
La confesión entre los aztecas tenía, hasta cierto punto, un carácter moral. Se requería absoluta sinceridad, lo mismo en la confesión de las faltas, que en el arrepentimiento de ellas; no había qué temer en declarar todo al confesor y tener confianza en la misericordia de la divinidad, a quien este representaba. El confesor estaba obligado al más riguroso secreto.
No era el pecado, en el pensamiento de los aztecas, una mancha de orden espiritual que mancillara el alma: era sencillamente una manera de intoxicación que había invadido el organismo como resultado de una función fisiológica, y el veneno quedaba eliminado por la confesión y por la penitencia impuesta en ella.
Pedestal para la fe
Ese bautismo que hallaban los religiosos, esa confesión, esa comunión, lejos de parecerles superviviencias o atisbos torpes de esperanza y promesa, les dieron la impresión de ser parodias diabólicas y apartaron de ellas con horror los ojos.
Ténganse además presente que los misioneros son hijos de un pueblo siempre amartelado, amante de la ortodoxia, lleno siempre de un hondo horror para cuando huele a herejía; pueblo en cuyo seno tuvo la Inquisición su más floreciente expansión.
Los misioneros de buena fe creían, como hemos visto, que no había medio de levantar la Iglesia en México, que darle por pedestal las ruinas de las viejas religiones paganas.
Frase
La Iglesia Católica hoy menos que nunca quiere destruir o descartar la historia, en este caso precolombina. Al contrario, no hay mayor verdad y belleza que lo registrado en la historia, que nos da la ruta para poder enfrentar hoy nuestros retos y grandes desafíos.
Mons. Alfonso Miranda Guardiola, secretario general de la CEM, sobre los 500 años de evangelización en México.
Pintura que ilustra:
Bautizo de Ixtlixóchitl por José Vivar y Valderrama, siglo XVIII. Museo Nacional de Historia.
NOTA: Extractos del libro “La Conquista Espiritual de México” del historiador Robert Ricard