Card. Raniero Cantalamessa, OFM/ Predicador de la Casa Pontificia
Tertuliano aludía a la grandiosidad de los efectos del Bautismo y a la sencillez de los medios y de los signos externos, que se reducen a un poco de agua y a algunas palabras.
Así ha ocurrido con María y con la venida al mundo del Salvador. María es el ejemplo de esta desproporción divina entre lo que se ve desde el exterior y lo que sucede en su interior. Exteriormente ¿Qué se veía de María en su aldea? Nada llamativo. Probablemente, para sus parientes y conciudadanos, ella era simplemente ‘María’, una muchacha modesta, una persona buena, pero nada excepcional.
El mayor acto de fe
Hablando de ella es necesario tener siempre presente las dos características del ‘estilo’ de Dios, que son, como hemos visto, sencillez y grandeza. En María, la grandeza de la gracia y de la vocación conviven con la más absoluta sencillez y sobriedad.
Lo que de extraordinario aconteció en Nazaret, después del saludo del ángel, es que María “creyó”, convirtiéndose así en ‘Madre del Señor’. No hay duda de que este haber creído se refiere a la respuesta que María da al ángel: He aquí la Sierva del Señor, hágase en mi según tu palabra (Lc 1,38). Con estas breves y sencillas palabras se consumó el mayor y más decisivo acto de fe en la historia del mundo.
Con su respuesta -escribe Orígenes- es como si María dijese a Dios: “Aquí estoy, soy una tablilla encerada: escriba el escritor lo que quiera, haga en mí aquello que el Señor quiere”. Orígenes compara a María con la tablilla encerada que se usaba en aquel tiempo para escribir. María -diríamos nosotros hoy- se ofrece a Dios como una página en blanco sobre la cual Él puede escribir todo lo que quiera.
También María hizo una pregunta al ángel ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? (Lc 1,34), pero la hizo con un espíritu muy distinto al de Zacarías. De este modo nos muestra que, en ciertos casos, no es lícito querer comprender a toda costa la voluntad de Dios o el porqué de ciertas situaciones aparentemente absurdas, sino que, en vez de esto, hay que pedir la luz y la ayuda necesarias para cumplir tal voluntad.
Antes del “sí” decisivo de Cristo, todo lo que hay de consentimiento humano a la obra de la redención está expresado por este “fiat” de María. En un instante que ya nunca más declinará y que permanece válido para toda la eternidad, la palabra de María fue la palabra de toda la humanidad y su “sí”, el amén de toda la creación al “sí” de Dios” (K. Rahjner).
Este es el sentido profundo del paralelismo Eva-María, tan querido para los Padres y por toda la Tradición. “Eva, cuando aún era virgen concibió la palabra que dijo la serpiente y dio luz a la desobediencia y la muerte; y María la virgen, habiendo concebido fe y alegría al darle el ángel Gabriel la Buena Nueva, respondió: “Hágase en mí según tu palabra’, “Lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, lo desató la Virgen María por la fe”.
María, en soledad
La verdadera fe no es nunca un privilegio o un honor, sino que siempre significa un morir; y así fue sobre todo la fe de María en este momento. Ante todo, Dios nunca engaña, nunca arranca a las criaturas su consentimiento furtivamente, escondiéndole las consecuencias que les saldrán después al encuentro. Podemos verlo en todas las grandes llamadas de Dios. A Jeremías le anunció: Te harán la guerra (Jr, 1,19 y a Ananías le dice de Pablo: Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre (Hch 9,16) ¿Habría actuado de forma distinta solo con María para una misión como la suya?
En la luz del Espíritu Santo que acompaña a la llamada de Dios ella ha percibido, ciertamente, que tampoco su camino sería distinto del de los demás llamados. Por otra parte, bien pronto Simeón dará expresión a este presentimiento cuando le diga que una espada le traspasaría el alma.
Pero ya en el plano simplemente humano, María va a encontrarse en una total soledad ¿A quien le puede explicar lo que en ella se ha realizado? ¿Quién la creerá cuando diga que el niño que lleva en su seno es ‘obra del Espíritu Santo’? Esto no ocurrió nunca antes de ella, ni tampoco ocurrirá después de ella.
El riesgo de María
Hoy en día, hablamos gustosamente del riesgo de la fe, entendiendo en general con ello el riesgo intelectual, en cambio, para María, se trató de un riesgo real.
Se descubrió que estaba encinta antes del matrimonio y el honor de la familia exigía aquel fin. Entonces volvió a pensar en María, en las miradas despiadadas de la gente de Nazaret, en las confabulaciones…y comprendió la soledad de María, eligiéndola aquella misma noche como compañera de viaje y maestra de su fe.
No hay duda de que María ha sido la creyente por excelencia, a la cual nunca se podrá igualar. Ella ha llegado a encontrarse en verdad abandonada completamente en brazos del Absoluto. Creyó en total soledad. Jesús le dijo a Tomas: porque me has visto, has creído. Dichosos los que no han visto y han creído. (Jn 20, 29) María es la primera de los que han creído sin haber visto.
Porque si no hubiese creído, el Verbo no se habría encarnado en ella, ni hubiera estado de tres meses poco tiempo después; ni tampoco Isabel le habría saludado como “la Madre del Señor’.
La fe y obediencia de María
Pero María no dijo ‘fiat’, que es una palabra latina; ni tampoco dijo ‘génoito’, que es una palabra griega ¿Qué dijo entonces? ¿Cuál es la palabra que, en la lengua hablada por Maríam está más cercana a esta expresión? ¿Qué decía un judío cuando quería expresar ‘así sea’? Decía ‘¡Amén!’
Con el Amén se reconoce que lo que se ha dicho es una palabra firme, estable, válida y vinculante. Su traducción exacta cuando es respuesta a la Palabra de Dios, es esta: ‘Así es y así sea’. Indica fe y obediencia a la vez; reconoce que lo que dice Dios es verdad y se somete a ello. Significa decir ‘sí’ a Dios.
Respuesta humana y divina
María se ofreció a sí misma a Dios en el Espíritu Santo, esto es, impulsada por Él. El Espíritu Santo que le es prometido por el ángel, con las palabras: El Espíritu Santo descenderá sobre ti…no se le promete sólo para concebir a Cristo en su cuerpo, sino también para concebirlo por fe en su corazón. Si ella ha sido “llena de gracia: lo ha sido sobre todo por esto: para poder acoger con fe el mensaje que estaba a punto de recibir.
Hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios, dice la Escritura de aquellos que han escrito los libros de la Biblia (2P1,21). Y, a pesar de ello, sabemos que su hablar fue un hablar libre, divino y humano a la vez. Lo mismo, con mayor razón, sirve para María: Movida por el Espíritu Santo María dijo ‘sí’ a Dios. Por esto, también su ‘sí’ es un acto divino y humano a la vez; humanos por naturaleza, divino por gracia.
Fe personificada
El Concilio Vaticano II nos ha hecho un gran regalo afirmando que María ha peregrinado en la fe, aún más, que ‘ha progresado’ en la fe, es decir, ha crecido y se ha personificado en ella. Como vemos, caminar en la fe para María, y en menor medida para ciertas almas a las que también Dios llama por caminos especiales, lleva consigo este dolor de la conciencia de no tener otra defensa contra la evidencia más que la Palabra de Dios escuchada en el interior y evocada después en el exterior, mediante intermediarios humanos. En ciertos momentos, José debió realizar con María una función similar a la que debe desarrollar en estos casos un directos espiritual o, sencillamente, un buen padre espiritual; o sea, la función de custodiar y repetir, cuando llegan las crisis, la seguridad que al principio le fue concedida por Dios, creyendo y esperando – también el-contra toda esperanza.
Contemplar la fe de María
Como la estela de un velero maravilloso va ensanchándose hasta desaparecer y perderse en el horizonte, así es también la inmensa estela de los creyentes que forman la Iglesia. Esta, como el velero, comienza con un extremo y este es la fe de María, su “Fiat”.
Ante todo, María nos habla de la importancia de la fe. Así como la lluvia no puede hacer germinar nada hasta que no encuentre una tierra que la acoja, tampoco la gracia puede hacer nada su no encuentra la fe. Es la fe la que nos hace “sensibles” a la gracia. La fe es la base de todo; es la primera y la “mejor” de las obras que deber ser realizadas. Esta es la obra de Dios, dice Jesús: que creáis (cfr. Jn 6,29). La fe es tan importante porque es la única que mantiene la gratuidad de la gracia.
Pilares de la Salvación
Gracia y fe: de este modo se ponen los dos pilares de la salvación; se le dan a hombre los dos pies para caminar o las dos alas para volar. Sin embargo, no se trata de dos cosas paralelas, como si de Dios viniese la gracia y de nosotros la fe, y la salvación dependiese así, por partes iguales, de Dios y de nosotros; de a gracia y de la libertad. ¡Ay de los que piensan: la gracia depende de Dios, pero la fe depende de mí!; ¡Dios y yo, a la vez, realizamos la salvación! Nuevamente habríamos hecho de Dios un deudor, alguien que, de algún modo, depende de nosotros y que debemos compartir con nosotros el mérito y la gloria. San Pablo aleja cualquier duda cuando dice: Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe y esto (es decir, el creer, o, más globalmente, el ser salvados por la gracia mediante la fe, que es la misma cosa) no viene de vosotros, sino que es don de Dios para que nade se gloríe (Ef. 2,8s). También en María, como hemos visto, el acto de fe, fue suscitado por la gracia del Espíritu Santo.
La fe de María
Lo que ahora nos interesa iluminar algunos aspectos de la fe de María que pueden ayudar a la Iglesia de hoy a creer más plenamente. El acto de fe de María es, más que nunca, personal, único e irrepetible. Es un fiarse de Dios y un abandonarse por completo a Dios Es una relación de persona a persona. Esto se llama fe subjetiva, comunitaria. Ella no cree en un Dios subjetivo, particular, alejado de todo y que se revela solo a ella en lo secreto. Cree en cambio, en el Dios de los Padres, en el Dios de su pueblo. Reconoce en el Dios que le se revela, al Dios de su pueblo, al Dios de las promesas, al Dios de Abraham y de su descendencia. Ella se introduce humildemente en la estirpe de los creyentes, se convierte en la primera creyente de la Nueva Alianza, como Abraham, había sido el primer creyente de la Antigua Alianza.
María no habría creído la palabra del ángel si este no hubiera revelado un Dios distinto, un Dios que ella no hubiera podido reconocer como el Dios de su pueblo, Israel. También exteriormente, María se adecua a esta fe. Se atiene, en efecto, a todas las prescripciones de la Ley; hace circuncidar al Niño, lo presenta en el Templo, se somete ella misma al rito de la purificación y sube a Jerusalén para la Pascua.
Creer en la Iglesia
No basta tener solo una fe subjetiva, una fe que sea abandonarse a Dios en lo profundo de la propia conciencia.
Pero tampoco basta solo una fe objetiva y dogmática si esta normaliza un profundo contacto personal de yo-a-tú con Dios. Esta se convierte, fácilmente, en una fe muerta, en un creer por intermediarios, ya sean personas o instituciones, que se viene abajo apenas entra en crisis, por cualquier razón, la propia relación con la institución, o sea con la Iglesia. Es fácil, de este modo, que un cristiano llegue al final de su vida sin haber realizado nuca un acto de fe libre y personal, que en definitiva es lo único que justifica el nombre de “creyente”.
Es necesario, pues creer personalmente, pero creer dentro de la Iglesia; creer dentro de la Iglesia, pero personalmente.
¡Creamos también nosotros!
Al unirme a la fe de la Iglesia, yo hago mía la fe de todos los que me han precedido: los apóstoles, los mártires, los doctores. Los santos, no pudiendo llevarse con ellos al cielo la fe –donde está ya no sirve, la han dejado como herencia a la Iglesia.
¡Creamos también nosotros! La contemplación de la fe de María nos empuja a renovar ante todo nuestro personal acto de fe y de abandono en Dios.
Dios no puede construir en nosotros su templo, no nos puede construir como edificio santo, si antes no le hemos cedido libremente la propiedad del “terreno”; y esto sucede cuando damos a Dios nuestra libertad y nuestro consentimiento en un acto de fe con un “sí” pleno y total.
¿Qué se debe, pues, hacer?
Es sencillo. Después de haber orado para que este acto de fe no sea algo superficial, hay que decirle a Dios con las mismas palabras que María: “Aquí estoy, soy el siervo o la sierva del Señor, hágase en mi según tu palabra” ¡Dios mío, digo Amén, sí a todo tu proyecto; te cedo la propiedad de mi persona!
El hombre no puede vivir y realizarse, pues, sin decir “Amén”, “sí”, a alguien o algo. Pero que distinto y opresor es el “amén” pagano, respecto del “amén” cristiano dirigido al que te ha creado, que no es necesidad fría y ciega, sin amor. Qué distinto es el abandono al destino, del abandonarse al Padre expresado en esta oración de Sh. De Foucauld: “Padre mío, me abandono a ti. Haz de mi lo que quieras. Sea lo que sea te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo, con tal de que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Dios mío. Pongo mi alma en tus manos. Te la doy, Dios mío, de todo corazón porque te amo. Y es para mí una exigencia del amor darme y ponerme en tus manos sin medida, con una confianza infinita, porque Tú eres mi Padre.