María lleva a la Iglesia al redescubrimiento de la gracia de Dios
Card. Raniero Cantalamessa/OFM
Al saludarla, el ángel no llama a María por su nombre, sino que la llama simplemente “llena de gracia” o “colmada de gracia”.
Pura gracia
Dios es amor, dice san Juan (1 Jn4,8) y, apenas se sale de la Trinidad, eso equivale a decir que Dios es gracia. En efecto, solo en el seno de la Trinidad, en las relaciones de las divinas personas entre sí, el amor de Dios es naturaleza, o sea, necesidad; en los demás casos este es gracia, o sea, don.
Que el Padre ame al Hijo no es gracia o don, sino exigencia paterna, es decir, en cierto sentido, deber; en cambio, que nos ame a nosotros es pura gracia, favor libre e inmerecido.
¿Qué había hecho María para merecer el privilegio de dar al Verbo su humanidad? ¿Qué había creído, pedido, esperado o sufrido para venir al mundo santa e inmaculada? Busca también aquí méritos, justicia, busca todo lo que quieras; y a ver si encuentras algo que no sea gracia. María, con toda razón, puede hacer suyas las palabras del apóstol y decir: Por gracia de Dios soy lo que soy.
Un significado
¿Cuando decimos de un condenado a muerte que le ha sido concedida gracia, que ha obtenido gracia, queremos decir acaso, que ha obtenido la belleza y el encanto? Ciertamente no. Queremos decir que ha recibido el favor, el perdón de su pena. Y es precisamente este el significado primordial de “gracia”.
Hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia (Ex 33,19). Aquí está claro que la gracia tiene el significado de favor absolutamente gratuito, libre e inmerecido; el mismo que tiene en Éxodo 34,6 donde Dios es definido “rico en gracia y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones”.
Así, por la gracia de Dios, porque Dios ha pasado junto a la joven que simboliza a Israel, la ha amado y ha sellado con ella una alianza, esta se ha hecho cada vez más hermosa, hasta hacerse de una belleza perfecta.
“Aquella que está llena de gracia, porque es llena de Gracia”; es decir, aquella que está llena de belleza y de gracia porque está llena del favor y de la elección divina, o sea de a Gracia. María es hermosa porque es amada.
Es una gracia incontaminada. La Iglesia Latina expresa esto con el título de “Inmaculada”, y la Iglesia Ortodoxa con el título de “Toda Santa” (Panaghia). Una resalta el elemento negativo de la gracia de María, que es la ausencia de todo pecado, también del pecado original; la otra resalta el elemento positivo, es decir, la presencia en ella de todas las virtudes y de todo el esplendor que ella emana.
Primera respuesta a Dios
Lo primero que debe hacer la criatura en respuesta a la gracia de Dios –según nos enseña san Pablo, que es el cantor de la gracia – es dar gracias: Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros – dice- a causa de la gracia de Dios (1Cor 1,4). A la gracia de Dios, debe seguir el gracias del hombre. Dar gracias no significa restituir el favor, o dar la contrapartida. ¿Quién podría dar a Dios la contrapartida de alguna cosa? Dar gracias significa más bien reconocer la gracia, aceptar su gratuidad; no querer “salvarse a sí mismo ni pagar a Dios por su rescate: (cfr. Sal 49,8). Por eso, esta es una actitud religiosa no tan fundamental. Dar gracias significa reconocerse deudores, dependientes; significa dejar que Dios sea Dios.
Así pues, María recuerda y proclama a la Iglesia estos en primer lugar: que todo es gracia.
Distintivo del cristianismo
La gracia es el distintivo del cristianismo, en el sentido de que este se distingue de cualquier otra religión por la gracia.
En el cristianismo existe la gracia porque hay una fuente o central de producción de la gracia: la muerte redentora de Cristo, la reconciliación obrada por Él. Los fundadores de religiones se han limitado a dar ejemplo, en cambio Cristo no solo ha dado ejemplo, sino que ha dado la gracia.
El hombre moderno esta justamente impresionado por las estridentes diferencias que existen entre ricos y pobres, saciados y hambrientos… Pero no se preocupa de una diferencia infinitamente más dramática: aquella entre quien vive en gracia de Dios y quien
vive sin gracia de Dios.
La contemplación de María nos ayuda hoy a encontrar de nuevo la síntesis y la unidad de la fe. Ella es el ícono de la gracia todavía indivisa. En ella la gracia indica, como hemos visto, tanto la plenitud del favor divino, como la plenitud de la santidad personal; indica la misma presencia de Dios en la forma más fuerte que se pueda concebir, física y espiritual a la vez, e indica el efecto de esta presencia, aquello por lo que María es María y ningún otro puede parecerse a ella, a pesar de poseer el mismo Espíritu que santifico su alma.
La hermosura de la hija del rey
y una meditación sobre la Iglesia
El redescubrimiento de la prioridad de la gracia nos ayuda, sobre todo, a encontrar cual debe ser la actitud justa hacia la Iglesia. La Iglesia es desconocida y rechazada por muchos, porque se ve solo como una organización humana, con sus leyes, sus ritos y las incoherencias de sus ministros. En la tentativa de rectificar este error, nosotros, a menudo no hacemos más que reproducirlo porque permanecemos en el mismo terreno de los adversarios, que no es el de la gracia, sino siempre y exclusivamente el terreno de las obras. Estoy convencido de que la Iglesia sufre enormemente y pierde hoy a tantos de sus hijos y tantas simpatías porque no se la ve como la llena de gracia que debe ofrecer la gracia a los hombres, sino que se la ve como una organización humana hecha de ritos, leyes, doctrinas y ministros que son hombres y de los cuales se podría estar toda una vida tratando de iluminar sus incoherencias y defectos. De esta forma, nos hacemos a la ilusión de saber qué es la Iglesia y, en cambio no conocemos más que su caparazón.
Los padres de la Iglesia, desde el principio han aplicado a María y a la Iglesia el versículo del Salmo que en el texto conocido por ellos – decía “Toda la hermosura de la hija del rey viene de dentro (ab intus)”. También la hermosura de la fuerza de la Iglesia viene de dentro por la gracia de la que está llena y de la cual es ministra. La gracia está en la Iglesia como a la perla está en la ostra. La diferencia está en que aquí no es la ostra quien produce la perla, sino la perla quien produce la ostra; no es la Iglesia la que genera la gracia, sino la gracia la que genera la Iglesia.
El comienzo de la gloria
Para muchas personas, todo el problema religioso se reduce a la pregunta de si existe o no existe un mas allá, algo después de la muerte. Parece que lo único que les impida romper del todo el vínculo con la fe y con la Iglesia sea la siguiente duda: “? ¿Y si de pues existiera verdaderamente algo después de la muerte?” Consecuentemente, el objetivo principal de la Iglesia se piensa que es el de conducir a los hombres al cielo, al encuentro con Dios; pero solo después de la muerte. Ante una fe de este tipo, encuentra un éxito fácil la crítica de aquellos que ven en el mas allá una fuga y una proyección ilusoria de deseos inapagados. Pero esa critica tiene muy poco que hacer ante la genuina predicación de la gracia que no solo es espera, sino también presencia y experiencia de Dios.
“La gracia –dice un conocido principio teológico- es el comienzo de la gloria” ¿Qué quiere decir esto? Que la gracia hace presente ya, de algún modo, la vida eterna; nos hace ver y gustar a Dios ya en esta vida.
Que la gracia es el comienzo e la vida eterna es una profunda convicción de toda la tradición, que es necesario resucitar en el pueblo cristiano, para que este no se contente con vivir solo en la esperanza, o en la duda de un mas allá. “De esta vida (la vida futura en Cristo) –decía san Basilio- poseemos ya las primicias, es algo ya incoado en nosotros, puesto que vivimos en la gracia y en el don de Dios”.
De esta voz del Oriente se hace eco una más cercana a nosotros, la voz de la beata Isabel de la Trinidad que escribe: “He encontrado el cielo en la tierra porque el cielo es Dios y Dios está en mi alma. El día que comprendí esto, todo se ilumino en mí y quisiera contar este secreto a todos aquellos que amo”.
No recibir la gracia de Dios en vano.
¿Qué he hecho de la gracia de Dios? ¿Qué estoy haciendo con ella?
También en tiempos del apóstol había algunos que creían poder vivir en gracia y en pecado a la vez. A estos, él les replica: ¿Qué le diremos, pues? ¿Qué debemos permanecer en el pecado para que la gracia se multiplique? ¡De ningún modo!, es decir, es una monstruosidad, porque esto significa responder a la gracia con la ingratitud, significa querer que vida y muerte estén juntas.
El caso extremo de este recibir en vano la gracia, consiste en perderla, en vivir en pecado, es decir, vivir en des-gracia de Dios. Esto es terrible porque es presagio de muerte eterna.
Vivir impunemente sin gracia de Dios, es estar muerto de la segunda muerte, y ¡Ay de mí!… ¡Cuantos cadáveres circulan por nuestras calles y por nuestras plazas! A veces parecen la imagen misma de la vitalidad y de la juventud y, en cambio, ¡están muertos!
A un conocido ateo le fue preguntado un día cómo se sentía en el fondo de su conciencia y qué sensación tenía llegado al final de su vida; él respondió “He vivido toda la vida con la extraña sensación de uno que viaja sin billete”. No sé exactamente qué es lo que quería decir; pero es cierto que su respuesta es verdadera. Vivir sin Dios, rechazando su gracia, es como viajar por la vida sin billete, con el peligro de ser sorprendidos de un momento a otro y obligados a bajar. El dicho de Jesús sobre el hombre encontrado en la sala del banquete sin vestido nupcial, que enmudece y es echado fuera (cfr Mt22,11s), hace pensar en lo mismo).
La gracia, Cristo en nosotros
Él (Jesús) ha hecho fructificar la gracia. Ha sido el gran predicador de la gracia, pero también su gran cultivador. Él enseña a todos los predicadores cristianos que el primer anuncio del cristianismo debe ser el de la gracia, pero que, para estar en condiciones de realizarlo, es necesario hacer la experiencia de la gracia; es necesario vivir la gracia. Un predicador que, hipotéticamente viviendo en pecado, seria también en un “absurdo”. Un sacerdote que pretendiese administrar la gracia a los demás, mientras que el la recibe en vano, es una tragedia para la Iglesia. En verdad que los sacramentos actúan por sí mismos y confieren la gracia no obstante la indignidad del ministro; pero las experiencias demuestran que su eficacia, no cambia de vida. Uno que vive en el pecado puede ayudar a liberar del pecado.
Es necesario hacer lo posible por renovar cada día el contacto con la gracia de Dios que hay en nosotros. No se trata de entar en contactto con una cosa o con una idea, sino con una persona; ya que la gracia, como hermos visto, no es más que “Cristo en nosotros, esperanza de la gloria”. Por la gracia podemos tener ya en esta vida “un cierto contacto espiritual” con Dios, mucho más real del que se puede tener mediante la especulación sobre Dios.
Cada uno tiene sus propios medios y capacidades para establecer este contacto con la gracia, como una especie de camino secreto, conocido solo por él: puede ser po medio de un pensamiento, un recuerdo, una imagen interior, la Palabra de Dios, un ejemplo recibido.