Del 26 de julio al 11 de agosto se celebrará por tercera ocasión en París la edición de las Olimpiadas, en este caso la número XXXIII de la historia. En ocasión de ese gran evento, en el que no está prevista la participación de Rusia y Bielorusia por la invasión de Ucrania (pero sí se aceptó la de Israel), el Papa Francisco envió un mensaje al arzobispo de París, Monseñor Laurent Ulrich. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del mensaje del Papa.
Me uno a las intenciones de la misa que está celebrando, Excelencia, con vistas a los Juegos Olímpicos que tendrán lugar próximamente en su ciudad. Pido al Señor que colme de sus dones a todos los que participarán de un modo u otro -ya sean atletas o espectadores-, y también que sostenga y bendiga a quienes los acogerán, especialmente a los fieles de París y de otros lugares. En efecto, sé que las comunidades cristianas se preparan para abrir de par en par las puertas de sus iglesias, de sus escuelas, de sus casas. Sobre todo, que abran las puertas de sus corazones, testimoniando, con la gratuidad y la generosidad de su acogida a todos, a Cristo que habita en ellos y que les comunica su alegría. Agradezco sinceramente que no se hayan olvidado de las personas más vulnerables, especialmente de las que se encuentran en situación muy precaria, y que se les facilite el acceso a la fiesta.
De manera más general, expreso el deseo de que la organización de estos Juegos sea para todo el pueblo de Francia una hermosa ocasión de concordia fraterna, que permita, más allá de las diferencias y de las oposiciones, reforzar la unidad de la Nación. Me alegro con vosotros de la celebración de esta prestigiosa competición deportiva de alcance internacional.
El deporte es un lenguaje universal que trasciende fronteras, lenguas, razas, nacionalidades y religiones; tiene la capacidad de unir a los pueblos, de fomentar el diálogo y la aceptación mutua; estimula la superación, entrena el espíritu de sacrificio, fomenta la lealtad en las relaciones interpersonales; invita a reconocer las propias limitaciones y el valor de los demás.
Los Juegos Olímpicos, si realmente siguen siendo «juegos», pueden ser por tanto un lugar excepcional de encuentro entre los pueblos, incluso los más hostiles.
Los cinco anillos entrelazados representan este espíritu de fraternidad que debe caracterizar el acontecimiento olímpico y la competición deportiva en general. Espero, por tanto, que los Juegos Olímpicos de París sean para todos los que acudan de todos los países del mundo una ocasión ineludible para descubrirse y apreciarse mutuamente, para derribar prejuicios, para crear estima donde hay desprecio y desconfianza, amistad donde hay odio.
Los Juegos Olímpicos son, por naturaleza, portadores de paz y no de guerra. Es en este espíritu que la Antigüedad había establecido, con sabiduría, una tregua durante los Juegos y que los tiempos modernos buscan regularmente reanudar esta feliz tradición.
En estos tiempos turbulentos, en los que la paz mundial está seriamente amenazada, deseo fervientemente que todos aprecien esta tregua con la esperanza de que se resuelvan los conflictos y se restablezca la concordia. ¡Que Dios se apiade de nosotros! Que ilumine las conciencias de los gobernantes sobre las graves responsabilidades que les incumben, que conceda a los pacificadores el éxito en sus esfuerzos y que los bendiga.
Al confiar a Santa Genoveva y a San Dionisio, patronos de París, y a Nuestra Señora de la Asunción, patrona de Francia, el feliz resultado de estos Juegos, le imparto de corazón mi bendición, así como a todos los que participarán en ellos.