Leonel Larios Medina/ Sacerdote católico
Hace días la noticia de un submarino turístico que visitaba los restos del Titanic fue noticia cubierta por todo el mundo. Cinco personas, multimillonarias que pagaron un boleto para viajar en el sumergible a cuatro mil metros de profundidad en las aguas del océano Atlántico para mirar los restos del gran coloso que no completó ni siquiera su primer viaje de South Hampton a Nueva York en abril de 1912.
Desde su hundimiento ha sido un tema de aventureros, de novelas, libros y películas. Las decisiones tomadas, signo de soberbia casi como la torre de Babel, cumplen el adagio que cae más rápido un hablador que un cojo. Estas semanas volvió a ser tema, pues el viaje de los millonarios se vio nuevamente interrumpido por un imprevisto. Ahora no era el iceberg, sino la falta de comunicación y empezó el cronómetro a contar las horas de oxígeno que quedaban a los tripulantes. Se movieron la Marina de Estados Unidos, de Canadá y todos los medios cubrían el acontecimiento. Cinco personas estaban a punto de morir por su espíritu aventurero a los pies del Titanic, cerca de Terranova.
Los resultados llegaron justo al terminarse ese tiempo, determinando una “implosión”, la presión del agua destruyó al submarino ocasionando la muerte instantánea de los tripulantes. No quito ni una lágrima al dolor de sus familiares al enterarse de la muerte de su ser querido, pero quiero comparar este suceso a lo que pasa todos los días en las costas del Mediterráneo con los millones de migrantes que se han quedado en el mar buscando salvar su vida de la miseria.
El primer viaje del papa Francisco fue a Lampedusa, donde rezó por todos los difuntos en esas aguas que se han convertido en cementerios. Desde las guerras entre griegos y troyanos, entre egipcios y romanos, millones han muerto en esas aguas. Lo que quiero subrayar es que la cobertura mediática de cinco hermanos movilizaron millones de dólares en recursos e instituciones para salvarlos. En cambio, para todos aquellos que reman en la superficie, aquellos que se caen de esas balsas oxidadas, parecen no ser noticia y todo recurso económico empleado en albergues o ayuda por salvarlos parece ser malgastado.
¿Cuántos pobres vale un rico? Con esta pregunta no quiero oponer grupos sociales, sino hacerles ver que el valor de la persona está en su ser, no en el tener. El pobre y el rico valen lo mismo, o mejor dicho, son invaluables. Es una vergüenza social tener este adjetivo a las personas. Que unos tengan mucho, al bordo del derroche y despilfarro, y otros tratados peor que una mascota de personas de clase media.
La desigualdad social me indigna, así como la injusticia y corrupción que la provocan. Que den migajas a pobres a cambio de votos, cuando poco les importa su educación y progreso. De las personas me importan sus nombres y sueños, no su INE. El día de su cumpleaños, no de ir a las urnas. Me importan 365 días al año, pidiendo a Dios que seamos más solidarios cada día. No se trata de repartir despensas, sino crear procesos de superación. Empleo digno, que les dé para comer, vestir, estudiar y tener vivienda digna.
Que la noticia no sea un millonario perdido, ni millones de pobres perdidos, sino una sociedad que se ayuda ante desastres naturales y sociales, que se mira a los ojos y descubre el valor de una persona y no de soberbios millones bajo el mar.