Consuelo Mendoza García
Apenas la semana pasada nos sentíamos conmocionados por el cruel homicidio de Ingrid y, a los pocos días, nos sacudió nuevamente el espeluznante secuestro y asesinato de la pequeña Fátima, de apenas 7 años.
En pocas ocasiones la sociedad une sus voces para manifestar fuertemente su indignación, exigiendo a las autoridades justicia para las familias afectadas, acciones asertivas y seguridad para todas las mujeres.
Hoy, todos somos Fátima. Pareciera que se ha convertido en un símbolo, en la gota que derramó el vaso, en la representante de cientos, miles de niñas y mujeres que durante años han desaparecido y han sido ultimadas tiñendo de rojo a nuestro México.
También son Fátima las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez, y todas las asesinadas en el Estado de México, Puebla, Tlaxcala, Nuevo León, Guerrero, Jalisco, Veracruz, Michoacán… y todas claman justicia.
Las estadísticas exhiben el escandaloso aumento en el número de víctimas, que se ha duplicado en los últimos años, y dejan al descubierto la poca efectividad de las estrategias de los tres niveles gobierno, que no han logrado frenar ni dar solución para esta problemática.
Y la sociedad ya no puede ni quiere esperar más…
Hoy fue Fátima, pero atrás de ella ha habido un sinfín de niñas y adolescentes que han sido asesinadas o presas de la trata de personas y la pornografía infantil. Y nada ha cambiado.
Pero ¿qué estamos haciendo los cristianos?
Por supuesto que sentimos la misma indignación de quienes gritan “¡ni una más!”, y también exigimos al gobierno una mayor sensibilidad y efectividad para cumplir con su deber de garantizar la seguridad de las mujeres, pero sin violencia, sin radicalizar, sin convertir esta exigencia en un enfrentamiento de géneros, ni aprovechar la tragedia para impulsar banderas tan deleznables como la legalización del aborto.
La violencia y la descomposición social inicia en las familias y, si queremos un remedio eficaz, es indispensable que volvamos los ojos a la Familia, célula de la sociedad, pues ahí es donde se desarrollan las víctimas, pero también los victimarios. En la Familia los hombres y mujeres se deben formar con la misma dignidad y las mismas oportunidades. Debemos poner especial interés en todas esas familias marginadas, cuyos niños y niñas crecen en ambientes hostiles, con poca esperanza y con muchos riesgos.
Hoy más que nunca necesitamos mujeres líderes sociales y políticas, no solo de palabras bonitas sino de acción constante y desinteresada que sirvan de modelo a todas las jóvenes y adolescentes que hoy temen por su futuro.
Cabe recordar que la Iglesia no ha sido indiferente a los abusos de los que cultural y socialmente ha sido víctima la mujer. En 1995 Su Santidad Juan Pablo II hizo una hermosa reflexión en su Carta a las Mujeres:
“Estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer. A su reconocimiento, no obstante, los múltiples condicionamientos históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de Dios inscrita en el corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra de Dios la que nos permite descubrir con claridad el radical fundamento antropológico de la dignidad de la mujer, indicándonoslo en el designio de Dios sobre la humanidad”.
Los tiempos actuales exigen que los laicos comprometidos salgamos más allá de los atrios de nuestros templos y caminemos a las periferias, al encuentro de las familias, de las mujeres vulnerables de todas las edades, para que nunca más lloremos por otra Fátima.
“Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”, Victor Frankl.
*La autora fue presidenta de la Unión Nacional de Padres de Familia. Actualmente preside la Alianza Iberoamericana de la Familia.