Card. Raniero Cantalamessa, OFM/ Predicador de la Casa Pontificia
El día más santo del año el Yom Kippur [para el pueblo judío – el Yo, Kippur, o dia de la “Gran expiación”-, el sumo sacerdote, llevando la sangre de las víctimas, pasaba al otro lado del velo del templo, el Sumo Sacerdote entraba al “Santo de los santos” y allí, solo en presencia del Altísimo, pronunciaba el Nombre de Dios. Era el Nombre que se le había revelado a Moisés desde la zarza ardiendo, compuesto de cuatro letras, que quiere decir Señor.
Ese Nombre- que tampoco yo quiero pronunciar por respeto al deseo del pueblo judío, por el que la Iglesia reza el día del Viernes Santo-, proclamado en aquellas circunstancias, establecía una comunicación entre el cielo y la tierra, hacia presente a la misma persona de Dios y expiaba, aunque solo fuese en figura, los pecados de la nación.
Liturgia de Viernes Santo
En los primeros siglos de la Iglesia, en la semana siguiente al bautismo, que era la semana de Pascua, tenía lugar la revelación y la entrega a los neófitos de las realidades cristianas más sagradas, que hasta ese momento se les habían mantenido ocultas o de las que solo se hablaba por alusión, de acuerdo a la “disciplina de lo arcano”, entonces en vigor. Se les introducía, un día tras otro, en el conocimiento de los “misterios” –es decir, del bautismo, de la Eucaristía, del Padre nuestro- y de su simbolismo, y por eso se lo llamaba catequesis ‘mistagógica”. Era una experiencia única, que dejaba una impresión imborrable para toda la vida, no tanto por la forma en que ocurría, cuanto por la grandeza de las realidades espirituales que se desplegaban ante sus ojos. Tertuliano dice que los convertidos “se sobrecogían de asombro ante la luz de la verdad”.
Actualmente todo esto ya no existe; con el paso del tiempo, las cosas han ido cambiando. Pero podemos recrear momentos como aquellos. La liturgia aun nos ofrece ocasiones para hacerlo. Y una de ellas es esta solemne liturgia del Viernes Santo nos entrega al señorío de Cristo. Esta tarde la Iglesia si nos encuentra atentos, tiene algo para “revelarnos” y para “entregarnos”, como si fuéramos neófitos. Tiene para entregarnos al señorío de Cristo; tiene para revelarnos este secreto que está escondido para el mundo: que “Jesús es el Señor” y que ante él debe doblarse toda rodilla.
Título por creación y redención
“Señor” es el nombre divino que nos afecta más directamente a nosotros. Dios era “Dios” y “Padre” antes que existiesen el mundo, los ángeles y los hombres, pero aun no era “Señor”. Se hace “Señor, Dominus, a partir del momento en que existen creaturas sobre las que ejercer su “dominio” y que aceptan libremente ese dominio, lo es cuando las creaturas aceptan su señorío. En la Trinidad no hay “señores” porque no hay servidores, sino que todos son iguales. Somos nosotros, en cierto sentido, los que hacemos que Dios sea el “Señor”. Ese dominio de Dios, que fue rechazado por el pecado, ha sido restablecido por la obediencia de Cristo, el nuevo Adán. Por Cristo, Dios ha vuelto a ser Señor por un título más fuerte: por creación y por redención. ¡Dios ha vuelto a reinar desde la Cruz!-Regnatvit a ligno Deus, “Para esto murió y resucito Cristo: para ser Señor de vivos y muertos” (Rm 14,9).
La fuerza objetiva de la frase “Jesús es el Señor” reside en el hecho de que hace presente la historia. Esa frase es la consecuencia de dos acontecimientos fundamentales: Jesús murió por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificacion; por eso, Jesús es el Señor. Los acontecimientos que la prepararon se han condensado después, por así decirlo en esa consecuencia y ahora se hacen presentes y operantes en ella, cuando la proclamamos con fe: “Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10,9)
Camino del Kerigma
Básicamente hay dos modos de entrar en los hechos de la salvación: Uno es el sacramento, otro es la Palabra. Esta manera de la que estamos hablando es la de la palabra y de la palabra por excelencia que es el kerigma.
La espiritualidad occidental insiste en la experiencia de Dios mediante la contemplación, en la que el hombre se recoge en su interior y se eleva, con la mente, por encima de las cosas y de sí mismo… Y es que hay muchos “caminos de la mente hacia Dios”. Pero la palabra de Dios nos revela uno que ha servido para abrir el horizonte de Dios a las primeras generaciones cristianas, un camino que no es extraordinario y que no está reservado para unos pocos privilegiados, sino que está abierto a todos los hombres de recto corazón –a los que ya creen y a los que andan en busca de la fe-; un camino que no sube a través de los grados de la contemplación, sino que pasa por los acontecimientos divinos de la salvación que no nace del silencio, sino de la escucha. Y es el camino del kerigma: “¡Jesucristo ha muerto! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Jesucristo es el Señor!”.
Tal vez una experiencia de este tipo es la que tenían los primeros cristianos cuando, en el culto, exclamabam ¡Maranathah! Que quería decir dos cosas, dependiendo de la manera de pronunciarlo, a saber: “¡Ven Señor!”, o “El Señor está aquí”. Podía expresar un anhelo de la vuelta de Cristo, o bien una respuesta entusiasta a la epianía liturgica de Cristo, es decir, a su manifestación en medio de la asamblea reunida en oración.
Entendemos así porque afirma san Pablo que nadie puede decir “¡Jesús es el Señor! si no es por el Espíritu Santo” (1 Co 12,3). Como el pan, en el altar, se convierte en el cuerpo vivo de Cristo por el Espíritu Santo que desciende sobre Él, así, de manera semejante, esa palabra es “viva y eficaz” (Hb 4,12) por el Espíritu Santo que actúa en ella.
Se trata de un acontecimiento de gracia que podemos preparar, favorecer y desear, pero que no podemos provocar por nosotros mismos. Generalmente no nos damos cuenta de ello mientras está sucediendo, sino solo después de que ha ocurrido, a veces después de varios años.
¡Jesús es el Señor!
En la frase “¡Jesús es el Señor!” hay también un aspecto subjetivo, que depende de quien la pronuncia. Varias veces me he preguntado por qué los demonios nunca dicen “Jesús es el Señor”, en los evangelios, nunca pronuncian este título de Jesús. Llegan hasta a decirle a Jesús: “Tu eres el Hijo de Dios”, o también “Tu eres el Santo de Dios” (cf Mt 4,3; Mc 3,11; 5,7; Lc 4,41); pero nunca los oímos exclamar: ¡Tu eres el Señor!’ La respuesta más plausible me parece esta: Decir “Tu eres el Hijo de Dios” es reconocer un dato real que no depende de ellos y que ellos no pueden cambiar. Porque implica reconocerlo, someterse a Él. ¡Pero decir “Tu eres el Señor!” es algo muy distinto. Implica una decisión personal. Significa reconocerlo como tal, someterse a su dominio. Si lo hiciesen en ese mismo momento se convertirían en ángeles de luz.
Dos mundos
Esa expresion divide realmente dos mundos. Decir ¡Jesús es el Señor! Significa entrar libremente en el ámbito de su dominio. Es como decir: Jesucristo es “mi” Señor; él es la razón de mi vida; yo vivo “para” él y ya no “para mí”.
La suprema contradicción que el hombre experimenta desde siempre -la contradicción entre la vida y la muerte- ya ha sido superada. Ahora la contradicción más radical no se da entre el vivir y el morir, sino entre el vivir “para el Señor: y vivir “para sí mismos”. Vivir para sí mismos es el nuevo nombre de la muerte.
La proclamación ¡Jesús es el Señor! ocupa, después de la Pascua, el lugar que en la predicación de Jesús habia tenido el anuncio. “!Ha llegado a vosotros el reino de Dios!”Antes de que existiesen los evangelios y antes de que existiese el proyecto de escribirlos, existia ya esta noticia: Jesús ha resucitado. Él es el Mesías. ¡El es el Señor! Todo empezo con esto.
El kerigma, en nuestra conciencia actual, es una de las verdades de la fe, un punto, aun cuando sea importante, de la catequesis y de la predicacion. No es algo que esté aparte, en el origen de la fe.
Jesucristo nuestro Señor
Para una nueva evangelización hemos de sacar esa semilla: anunciar con pasión que Jesús es el Señor, para una nueva evangelización del mundo, necesitamos volver a sacar a la luz aquella semilla, en la que se encuentra condensada, aun intacta, toda la fuerza del mensaje evangélico. Necesitamos desenterrar “la espada del Espíritu”, que es el anuncio apasionado de Jesús como Señor.
Con la palabra del kerigma: ¡Jesús es el Señor!” Todo florece con esa predicación al centro. Todo languidece y carece de vigor donde ya no se pronuncia esa palabra o ya no se coloca en el centro, o ya no se pone “en el Espíritu”. Y todo se reanima y se vuelve a inflamar donde esa palabra se pone en toda su pureza, en la fe.
Aparentemente, nada nos es tan familiar como la palabra “Señor”. Es parte del nombre con que invocamos a Cristo al final de todas las oraciones liturgicas. Pero una cosa es decir “Nuestro Señor Jesucristo” y otra decir “¡Jesucristo es nuestro Señor!”
La Vulgata traducía “toda lengua proclame que el Señor Jesucristo está en la Gloria de Dios Padre” mientras que -como ahora sabemos- el sentido de esa frase no es que el Señor Jesucristo esta en la gloria de Dios Padre, sino que Jesús es el Señor ¡Y que lo es para gloria de Dios Padre!
…Y que toda rodilla se doble
Pero no basta con que la lengua proclame que Jesucristo es el Señor; es preciso además que “toda rodilla se doble”. No son dos cosas separadas, sino una sola cosa. Quien proclama a Jesús como Señor tiene que hacerlo doblando la rodilla, es decir, sométiendose con amor a esa realidad, doblando la propia inteligencia en obediencia a la fe. Se trata de renunciar a ese tipo de fuerza y de seguridad que proviene de la “sabiduría”, es decir, de la capacidad para afrontar al mundo incrédulo y soberbio con sus mismas armas, que son la dialéctica, la discusión, los razonamientos en fin, cosas que nos permiten “estar siempre buiscando sin nunca encontrar” (cf 2Tm 3,7), y por tanto sin sentirnos nunca obligados a tener que obedecer a la verdad una vez que la hemos encontrado. El kerigma no da explicaciones, sino que exige obedoiencia, por que en él actua la autoridad del mismo Dios. “Después” y “al lado” de Él hay un lugar para todas las razones y demostraciones, pero no “dentro” de él. La luz del sol brilla por sí misma y no puede ser esclarecida con otras luces, sino que es ella la que lo esclarece todo. Quien dice que no la ve, lo único que hace es proclamar que él mismo es ciego.
Es preciso aceptar la “debilidad” y la “necedad” del kerigma –lo cual significa también la propia debilidad, humillación y derrota-, para que la fuerza y la sabiduría de Dios puedan salir victoriosamente a la luz y seguir actuando. En otras palabras, es necesario estar en la cruz, porque la fuerza del señorío de Cristo brota toda ella de la cruz.
Necesario proclamar
Debemos estar atentos a no avergonzarnos del kerigma. La tentación de avergonzarnos de él es fuerte. También lo fue para el apóstol Pablo, que sintió la necesidad de gritarse a sí mismo: “¡Yo no me avergüenzo del Evangelio!” (Rm 1,16). Y lo sigue siendo aún más en nuestros días. ¿Qué sentido tiene-nos insinúa una parte de nosotros mismos- hablar de que Cristo ha resucitado y de que es el Señor, ante los problemas de la injusticia y la guerra, mientras a nuestro alrededor existen tantos problemas concretos que acosan al hombre: el hambre, la injusticia, la guerra…?
Al hombre le gusta que se hable de él –aunque se hable mal- bastante más que oír hablar de Dios. Es necesario proclamar que Jesús es el Señor. En él se fundan la justicia y la libertad. Nosotros predicamos a Cristo crucificado y resucitado (cf 1 Co 1,23) porque estamos convencidos de que en Él tienen su fundamento la verdadera justicia y la verdadera libertad.
Que sus ojos nos vean
Cuando en el Viernes Santo se eleve ante nuestros ojos el Crucifijo desnudo, mirémoslo bien. Es el Jesús a quien proclamamos como Señor y no otro. No un Jesús fácil, de agua de rosas. Para que nosotros pudiésemos tener el privilegio de saludarlo como Rey y Señor verdadero, Jesús aceptó ser saludado como rey de burlas, para que nosotros pudiésemos tener el provilegio de doblar humildemente la rodilla ante Él, aceptó que se arrodillaran ante él por burla y por escarnio.
Tenemos que estar muy compenetrados con lo que hacemos y poner en ello una gran adoración. Y una enorme gratitud, pues es muy grande el precio que Él ha pagado. Todas las “proclamaciones” que escuchó, estando vivo, fueron proclamaciones de odio; todas las “genuflexiones” que vio, fueron genuflexiones de ignominia. No debemos añadir nosotros otras más con nuestra frialdad y nuestra superficialidad. Mientras expiraba en la cruz, aún tenía en sus oídos el eco ensordecedor de aquellos gritos y la palabra “rey” colgaba escrita sobre su cabeza como una condena. Ahora que vive a la derecha del Padre y que está presente, por el Espíritu, en medio de nosotros, que sus ojos puedan ver que toda rodilla se dobla y que, con ello, se dobla la mente, el corazón, la voluntad y todo lo que sus oídos escuchen, sea el grito de alegría que brota del corazón de los redimidos: ¡Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre!