Los que nacimos en los años 60 y posteriores no recordamos haber acudido a misas en latín –llamadas también misas tradicionalistas– celebradas con el antiguo rito. La misa que actualmente celebramos en nuestro propio idioma es con el rito ordinario que aprobó Pablo VI en 1962. Sin embargo existe en la Iglesia un pequeño grupo de católicos que añoraron la misa en latín con el antiguo ritual de san Pío V y que fue aprobado por san Juan XXIII. Son los llamados católicos tradicionalistas. Por su desobediencia a los papas anteriores y su rechazo al Concilio Vaticano II, algunos de ellos fueron excomulgados mientras que otros devotos del antiguo rito se reconciliaron con la Iglesia y pudieron celebrar la Misa con el permiso de san Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Esta semana el papa Francisco publicó un decreto llamado Traditiones Custodes (Custodios de la Tradición) que pone un enorme candado a la celebración de la Eucaristía según el rito antiguo en latín, llamado también «extraordinario». Quienes así han celebrado la Santa Misa, a partir del nuevo decreto –entre otros requisitos– tendrán que solicitar el permiso de su obispo para seguir haciéndolo, y éste deberá solicitarlo a Roma. Traditiones Custodes anula el decreto Summorum Pontificum de Benedicto XVI, en el que permitía que cualquier sacerdote celebrara la Misa con ese rito.
Contrario a su antecesor, el papa Francisco ha decretado que la única expresión de la oración de la Iglesia (lex orandi) es la forma ordinaria del rito, es decir, el que utilizamos la mayoría de los católicos de rito latino, en lengua vernácula y de cara al pueblo. De esta manera Francisco prácticamente casi suprime la llamada «Misa tradicional» o «Misa tridentina», suscitado preocupación y angustia entre aquellos que, durante muchos años, han nutrido con ella su vida espiritual. Hay que señalar que, en el conjunto de la Iglesia, las personas afectadas con el decreto son menos del 1 por ciento.
El papa tomó la decisión de restringir la Misa tridentina por una razón. Por medio de la Congregación para la Doctrina de la Fe se aplicó una encuesta entre los obispos para comprobar si la celebración de esta Misa, permitida por los papas anteriores, estaba logrando su objetivo de fomentar la unidad de la Iglesia. El resultado fue negativo. Francisco comprobó que se han endurecido las posturas que los grupos tradicionalistas tienen contra el Concilio Vaticano II, poniéndose así en riesgo la unidad de la Iglesia. Y como san Pablo, viendo que en la comunidad de Corintio había división cuando decían «Yo soy de Pablo yo soy de Apolo, yo soy de Cefas, yo soy de Cristo», el papa ha reaccionado con energía y ha tomado una drástica decisión para evitar la división eclesial.
Las críticas al papa en grupos tradicionalistas no se ha hecho esperar, y no sabemos lo que ocurrirá en los próximos meses. Por eso urge que oremos por el Santo Padre y por la unidad de la Iglesia. Sabemos que también hay gran disgusto por la aparente pasividad del pontífice ante el ala liberal de la Iglesia representada por católicos alemanes –obispos, sacerdotes, religiosos y laicos– que con desfachatez se han burlado de la doctrina y de la moral católica, han bendecido parejas homosexuales y han profanado la Eucaristía, dándola a personas divorciadas vueltas a casar, e incluso a no católicos. Nadie les corrige aún cuando la confusión que provocan es enorme. No son entonces los tradicionalistas los únicos que ponen en peligro la unidad de la Iglesia.
Nos gustarán o no algunas decisiones de los papas; otras no las entenderemos del todo. Como discípulos del Señor hemos de estar con el papa Francisco y, orando por él, hemos de asumir en santa obediencia sus disposiciones. Sobre la roca de san Pedro Cristo Jesús fundó su Iglesia y con la asistencia del Espíritu Santo nos pastorea por medio de sus sucesores, los papas. Si bien Jesucristo es la piedra angular del edificio de la Iglesia, el papa es el fundamento visible de la unidad de los cristianos. Toda la Iglesia hemos de apoyarnos en Pedro para permanecer firmes en la fe y en amor a Cristo, el Hijo de Dios. El camino de la rebeldía y la desobediencia sólo desgarra la unidad querida por Cristo.