Pbro. Eduardo Alfonso Hayen Cuarón
Cuando pensábamos que los vergonzosos exabruptos del presidente López Obrador contra España habían quedado sepultados, escuchamos la declaración de Claudia Sheinbaum, presidenta electa de México, con la misma cantaleta. Ha reiterado que está de acuerdo en que España pida perdón por la conquista española que resultó en muchas masacres, y citó las de Cholula y del Templo Mayor.
Esta postura es absurda, por no decir perversa, por varios motivos. Si bien es cierto que la conquista de México no se hizo con los más finos modales ni entre pétalos de rosa, o diciendo «vengo a pedir permiso», es decir, lo que narra la «leyenda rosa», tampoco es verdadera la «leyenda negra» contra España, en la que todo fue masacre, destrucción, saqueo y violencia. En la historia de la Conquista de México encontramos luces y sombras, como todo proceso histórico, pero bien podemos decir que heredamos un país grandioso a través de este proceso de claroscuros, proceso que empezó su progresivo declive a partir de la independencia de España, en 1821.
Antes de la independencia, México era el cuarto país soberano más extenso del mundo. Tenía más de cuatro millones de kilómetros cuadrados de superficie. Lo peor vino después de 1821 con las pérdidas de más de la mitad del territorio, primero de Texas y después California, Nevada, Utah, Nuevo México, Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. De milagro no se perdieron Chihuahua y Sonora. Fuimos un país ocupado por potencias extranjeras –Estados Unidos y Francia– con una economía subordinada y hundido en guerras civiles. Hubo una persecución del gobierno a los católicos y masacres a los estudiantes en 1968.
Hay algunas preguntas para Claudia Sheinbaum: en vez de reclamar a España que pida perdón, ¿no habría que decir también al gobierno masónico de Estados Unidos que nos pidiera perdón por haberse quedado con más de la mitad de la tierra mexicana, y además exigirle que nos la devolviera? ¿No habría que reclamar al masónico gobierno francés que nos pidiera perdón por la invasión que hizo su país a México entre 1862 y 1867?
¿No habría de pedir perdón también el gobierno mexicano a la Iglesia Católica por la Ley Calles de 1926 que inició la persecución sangrienta a los creyentes en Cristo? En estos temas del perdón es más prudente el silencio y la búsqueda sabia de la verdad histórica. Remover las heces del pasado sólo obedece a motivos ideológicos -generalmente contra el catolicismo– y no a una búsqueda sincera de la verdad.
La gloria de los atletas
Si como seres humanos hemos de sentirnos orgullosos de Novak Djokovic, el tenista serbio que derrotó a Carlos Alcaraz y ganó la medalla de oro para su país, como cristianos nos sentimos doblemente gozosos por su triunfo. Djokovic sabía que los Juegos Olímpicos de París habían comenzado con un vómito blasfemo al Dios de los cristianos, y pese a que está prohibido por el Comité olímpico, mostró su fe ortodoxa en la cancha, persignándose, elevando su mirada al cielo o mostrando la cruz que lleva al pecho. «Antes de ser un atleta, soy un Cristiano Ortodoxo. Mi espalda siempre está custodiada por Dios y los ángeles», dijo en una entrevista.
Otros deportistas olímpicos mostraron con naturalidad su fe, como fue Katie Ledecky, ganadora del oro en nado libre de 1500 metros quien habló de la gran importancia que tiene para ella su catolicismo. También Tatjana Smith de Sudáfrica, el británico Adam Peaty y el surfista brasileño Gabriel Medina, entre otros.
Los verdaderos atletas son los que saben cultivar un alma de oro en un cuerpo de hierro. Para ellos las competencias no tienen únicamente un significado deportivo, sino moral y religioso. Su desempeño no está centrado en el esnobismo ni en el dinero, como ocurre hoy entre tantos jugadores. El deportista que vale un caudal es aquel que busca tener una estatura moral y espiritual acorde a su desempeño físico; aquel que, mientras entrena y domina su cuerpo en la tierra, su alma reposa en la beatitud de los Cielos.