Catequesis 2 del Papa Francisco sobre el tema ‘Vicios y virtudes”.
Queridos hermanos y hermanas:
La semana pasada entramos en el tema de los vicios y las virtudes. Este nos llama a la lucha espiritual del cristiano. De hecho, la vida espiritual del cristiano no es pacifica, lineal y sin desafíos, al contrario, la vida cristiana exige un continuo combate: el combate cristiano para conservar la fe, para enriquecer los dones de la fe en nosotros. No es casualidad que la primera unción que cada cristiano recibe en el sacramento del Bautismo – la unción catecumenal – sea sin perfume y anuncie simbólicamente que la vida es una lucha. De hecho, en la antigüedad, los luchadores se ungían completamente antes de la competición, tanto para tonificar sus músculos, como para hacer sus cuerpos escurridizos a las garras del adversario. La unción de los catecúmenos pone inmediatamente en claro que al cristiano no se salva de la lucha, que un cristiano debe luchar: su existencia, como la de todos los demás, tendrá también que bajar a la arena, porque la vida es una sucesión de pruebas y tentaciones.
Un famoso dicho atribuido a Abba Antonio, el primer gran padre del monacato, dice así: «Quita la tentación y nadie se salvará». Los santos no son hombres que se han librado de la tentación, sino personas bien conscientes de que en la vida aparecen repetidamente las seducciones del mal, que hay que desenmascarar y rechazar.
Todos somos pecadores, todos. Y un poco de examen de conciencia, una pequeña introspección nos hará bien. De lo contrario, corremos el riesgo de vivir en tinieblas, porque ya nos hemos acostumbrados a la oscuridad, y ya no sabemos distinguir el bien del mal.
Isaac de Nínive decía que, en la Iglesia, el que conoce sus pecados y los llora es más grande que el que resucita a un muerto. Todos debemos pedir a Dios la gracia de reconocernos pobres pecadores, necesitados de conversión, conservando en el corazón la confianza de que ningún pecado es demasiado grande para la infinita misericordia de Dios Padre. Esta es la lección inaugural que nos da Jesús.
Jesús es un Mesías muy distinto de como Juan lo había presentado y la gente se lo imaginaba: no encarna al Dios airado, y no convoca para el juicio, sino que, al contrario, se pone en fila con los pecadores. ¿Cómo es eso? Sí, Jesús nos acompaña, a todos nosotros, pecadores. Él no es un pecador, pero está entre nosotros.
Esto da consolación. No debemos perder esta certeza: Jesús está a nuestro lado para ayudarnos, para protegernos, incluso para levantarnos después del pecado. Él nunca se olvida de perdonar: somos nosotros, tantas veces, los que perdemos la capacidad de pedir perdón.
Retomemos esta capacidad de pedir perdón. Cada uno de nosotros tiene muchas cosas por las que pedir perdón: cada uno lo piense en su interior, y hoy hable con Jesús de ello. Cuéntale esto a Jesús. Esta sería hoy una hermosa oración a Jesús: «Señor, no te alejes de mí».
Inmediatamente después del episodio del Bautismo, los Evangelios relatan que Jesús se retira al desierto, donde fue tentado por Satanás. También en este caso surge la pregunta: ¿por qué razón el Hijo de Dios debe conocer la tentación? También aquí Jesús se muestra solidario con nuestra frágil naturaleza humana y se convierte en nuestro gran exemplum: las tentaciones que atraviesa y que supera en medio de las áridas piedras del desierto son la primera enseñanza que imparte a nuestra vida de discípulos. Él experimentó lo que nosotros también debemos prepararnos siempre para afrontar: la vida está hecha de desafíos, pruebas, encrucijadas, visiones opuestas, seducciones ocultas, voces contradictorias.
Recordemos que siempre estamos divididos y luchamos entre extremos opuestos: el orgullo desafía a la humildad; el odio se opone a la caridad; la tristeza impide la verdadera alegría del Espíritu; el endurecimiento del corazón rechaza la misericordia. Los cristianos caminamos constantemente sobre estas crestas. Por eso es importante reflexionar sobre los vicios y las virtudes: nos ayuda a superar la cultura nihilista en la que los contornos entre el bien y el mal permanecen borrosos y, al mismo tiempo, nos recuerda que el ser humano, a diferencia de cualquier otra criatura, siempre puede trascenderse a sí mismo, abriéndose a Dios y caminando hacia la santidad.
El combate espiritual, entonces, nos conduce a mirar desde cerca aquellos vicios que nos encadenan y a caminar, con la gracia de Dios, hacia aquellas virtudes que pueden florecer en nosotros, llevando la primavera del Espíritu a nuestra vida.