José Luis Martín Descalzo/ Autor católico
Todo empezó con un ángel y una muchacha. El ángel se llamaba Gabriel. La muchacha María. Ella tenía sólo catorce años. Él no tenía edad. Y los dos estaban desconcertados. Ella porque no acababa de entender lo que estaba ocurriendo. El, porque entendía muy bien que con sus palabras estaba empujando el quicio de la historia y que allí, entre ellos, estaba ocurriendo algo que él mismo apenas se atrevía a soñar.
La escena ocurría en Nazaret, ciento cincuenta kilómetros al norte de Jerusalén. Nazaret es hoy una hermosa ciudad de 30 mil habitantes.
El ángel se llamaba Gabriel
Lo más sorprendente de la venida del ángel es que María no se sorprendiera al verle. Se turbó de sus palabras, no de su presencia. Reconoció, incluso, que era un ángel, a pesar de su apariencia humana y aunque él no dio la menor explicación.
Su mundo no era el nuestro. El hombre de hoy tan inundado de televisores, de coches y frigoríficos mal puede entender la presencia de un ángel. Eso piensa— está bien para los libros de estampas de los niños, no para la realidad nuestra de cada día.
El universo religioso de María era distinto. Un ángel no era para ella una fábula, sino algo misterioso, sí, pero posible. A María pudo asombrarle el que se le apareciera a ella, no el que se apareciera.
Se llamaba Gabriel, dice el texto de Lucas. Y el ángel («ángel» significa «mensajero») cumplió su misión, realizándose en palabras: ¡Alégrate, llena de gracia! ¡El Señor está contigo! (Lc 1, 26).
Si la presencia luminosa del ángel había llenado la pequeña habitación, aquella bienvenida pareció llenarla mucho más. Nunca un ser humano había sido saludado con palabras tan altas. Parecidas sí, iguales no.
Por eso «se turbó» la muchacha. No se había estremecido al ver al ángel, pero sí al oírle decir aquellas cosas.
Luego el ángel siguió como un consuelo: No temas. Dijo estas palabras como quien pone la venda en una herida, pero sabiendo muy bien que la turbación de la niña era justificada. Por eso prosiguió con el mensaje terrible a la vez que jubiloso: Has hallado gracia delante de Dios. Mira, vas a concebir y dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le dará el trono de su padre David; reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin (Lc 1, 30-33).
No era un sueño
Cuando el ángel se fue, el seno de María parecía más grande. Y la habitación donde la doncella estaba se había hecho más pequeña. En la oscuridad, María quedó inmóvil. Su corazón, agitado, comenzó a serenarse y, durante una décima de segundo, la muchacha se preguntó a sí misma si no había estado soñando.
Mas la muchacha sabía bien que no había soñado. Tenía el alma en pie y cada uno de los centímetros de su piel —tensa— aseguraba que había estado despierta y bien despierta. Si aquello había sido un sueño nada de cuanto había vivido en sus catorce años era verdad. Sintió subir el gozo por el pecho y la garganta. El miedo, el vértigo que había sentido al saberse madre del «Varón de dolores» cedían para dar lugar sólo a la alegría. ¡Dios estaba en ella, física, verdadera mente! ¡Empezaba a ser carne de su carne y sangre de su sangre! Ya no temblaba.
A quién se lo diría
Ahora empezó a sentir la necesidad de correr y contárselo a alguien. No porque tuviera dudas y precisase consultar con alguna otra persona, sino porque parece que lo que nos ha ocurrido no es del todo verdad hasta que no se lo contamos a alguien. Pero ¿a quién decírselo que no la juzgara loca, a quién comunicarlo que no profanara aquel misterio con bromas y risas? Ella lo había visto, podía creerlo. Pero, aparte de ella, ¿quién no lo juzgaría un invento de chiquilla deseosa de llamar la atención?
Si aún vivían sus padres (los exegetas piensan que no, pero éste es uno de tantos detalles que desconocemos) ¿se atrevería a decírselo? ¿Y cómo explicarlo, con qué palabras? Nunca había pensado que pudiera sentirse un pudor tan sagrado como el que a ella le impedía hablar de «aquello» a lo que casi no se atrevía a dar nombre.
¿Cuánto tardó en salir de su cuarto? Tal vez mucho, temerosa de que todos leyeran en su rostro aquel gozo inocultable.
El porqué de una prisa
Pero el evangelista añade: En aquellos días se puso María en camino y, con presteza, fue a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39). ¿A dónde va María? Y, sobre todo ¿por qué esa prisa?
Los biógrafos de Cristo han buscado muchas explicaciones a ese viaje y esa prisa. San Ambrosio dará la clave que luego repetirán muchos: María va a ver a Isabel no porque no creyera en el oráculo del ángel o estuviera incierta del anuncio, sino alegre por la promesa, religiosa por su obligación, rápida por el gozo.
María es una muchacha de catorce años que ha vivido escondida y probablemente humillada. Y he aquí que, de repente, se ilumina su vida, se siente embarcada en una tarea en la que ella no sólo se dejará llevar sino que será parte activa. Tiene que empezar enseguida, inmediatamente. Hay algo muy grande en sus entrañas, algo que debe ser comunicado, transmitido. La obra de la redención tiene que empezar sin perder un solo día.
Y como es una muchacha viva y alegre, de prisa se va a compartir su gozo. Esta «necesidad» de compartir es la raíz del alma del apóstol. Y María será reina de los apóstoles. No puede perder tiempo. Y se va, como si ya intuyera que el pequeño Juan esperase que la obra de la redención empiece con él.
La primera procesión del Corpus
El viaje era largo y dificil —más de 150 kilómetros—. La región era agreste y peligrosa. Y aunque María conociera el camino —sin duda había estado ya alguna otra vez en casa de su parienta y, en todo caso, más de una vez habría viajado con sus padres a Jerusalén— no parece verosímil que viajera sola, casi adolescente como era, especialmente cuando sabemos que las caravanas que bajaban a Jerusalén no eran infrecuentes.
Pero, aunque fuera con alguien, María iba sola. Sola con el pequeño Huésped que ya germinaba en sus entrañas. Vestiría el traje típico de las galileas: túnica azul y manto encarnado, o túnica encarnada y manto azul, con un velo blanco que desde su cabeza caía hasta más abajo de la cintura, un velo que el viento de Palestina levantaría como una hermosa vela.
Viajaron, pues, por el sendero pedregoso que se retuerce por la falda del Djebel el-Qafse, desembocando en la ancha planicie de Esdrelón y dejando a la izquierda el Tabor. Se adelantaron hacia los vergeles de Engannin (la actual Djenin) donde puede que hicieran la primera noche; de aquí, por Qubatiye, Sanur, Djeba y pasando a poca distancia de la ciudad de Samaria, llegó a Siquem. Aquí, tomando otra vez la dirección sur y cruzando Lubban y quizá también la ciudad de Silo, llegó, al cabo de no menos ciertamente de cuatro días, a la casa de Isabel. Así lo describe el experto geógrafo que es el padre Andrés Fernández.
Ella no lo sabía, pero aquel viaje era, en realidad, la primera procesión del Corpus, oculto y verdadero en ella el Pequeño como en las especies sacramentales.
Y tras cuatro o cinco días de camino —dejada ya atrás Jerusalén avistaron Ain Karim, un vergel que, en la aridez de Judea, aparecía como una sonrisa en el rostro de una vieja. Y María sintió que su corazón se aceleraba al pensar en Isabel, vieja también y feliz. Feliz, cuando ya casi no lo esperaba.
Isabel, la prima estéril
También aquella casa de Ain Karim había sido tocada por el milagro. En ella vivía un sacerdote, por nombre Zacarías, del turno de Abías, y cuya mujer, de las hijas de Aaron, se llamaba Isabel. Los dos eran justos ante Dios, pues cumplían sin falta todos los mandamientos y preceptos del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos eran de avanzada edad (Le 1, 5-7). Las palabras del evangelista —abarrotadas de datos que no mejoraría el más puntual historiador— desvelan pudorosamente el drama de aquel matrimonio.
Zacarías e Isabel ya no hablaban nunca de hijos. Pero ese cáncer crecía en su corazón. No querían dudar de la justicia de Dios.
Llevaban, mientras tanto, humildemente esta cruz, más dolorosa por lo incomprensible que por lo pesada. Así habían envejecido. En la dulce monotonía de rezar y rezar, esperar y creer.
El ángel del santuario
Con esta fe amortiguada —como un brasero que tiene los carbones rojos ocultos por la ceniza— Zacarias entró aquel día en el santuario. Junto a él, los 50 sacerdotes de su «clase», la de Abías, la octava de las veinticuatro que había instituido David.
Sonaron las trompetas y Zacarías iba a inclinarse, cuando vio al ángel. Estaba al lado derecho del altar de los perjúmes (Lc 1, 11) dice puntualmente el evangelista. Zacarías entendió fácilmente que era una aparición: ningún ser humano, aparte de él, podía estar en aquel lugar. Y Zacarías no pudo evitar el sentir una gran turbación.
Fue entonces cuando el ángel le hizo el gran anuncio: tendría un hijo, ése por el que él rezaba, aunque ya estaba seguro de que pedía un imposible. Esta mezcla de fe e incredulidad iba a hacer que la respuesta de Dios fuese, a la vez, generosa y dura. Generosa concediéndole lo que pedía, dura castigándole por no haber creído posible lo que suplicaba.
Desde aquello, habían pasado seis meses sin que se difundiera la noticia de lo ocurrido a Isabel: ni sus parientes de Nazaret lo sabían. La anciana embarazada había vivido aquel tiempo en soledad. Tenía razones para ello.
El salto del pequeño anacoreta
También María estaba llena de preguntas cuando cruzó la puerta del jardincillo de su prima: ¿Cómo le explicaría a Isabel cuanto le había ocurrido?
Isabel estaba, seguramente, a la puerta. Y sus ojos se iluminaron al ver a María, como presintiendo que una nueva gran hora había llegado.
Así que Isabel oyó el saludo de María, exultó el niño en su seno e Isabel se llenó del Espíritu santo (Lc 1, 41). Saltó. No fue el simple movimiento natural del niño en el seno durante el sexto mes. Fue un «salto de alegría» dirá luego Isabel. Si tiene alegría es porque tiene conciencia, porque tiene alma, comentará el padre Bernard. Como si tuviera prisa de empezar a ser el precursor, el bebé de Isabel se convertirá en el primer pregonero del Mesías apenas concebido. El niño Juan grita como un heraldo que anuncia al rey, comentará un poeta.
Había sido un simple saludo, quizá un simple contacto. Tal vez al abrazarse, los dos senos floridos se acercaron. Y el no nacido Juan «despertó», se llenó de vida, empezó su tarea. Realizó la más bella acción apostólica que ha hecho jamás un ser humano: anunciar a Dios «pateando» en el seno materno.
E Isabel entendió aquel pataleo del bebé. El salto del niño fue para ella como para María las palabras del ángel: la pieza que hace que el rompecabezas se complete y se aclare. Ahora entendía la función de su hijo, ahora entendía por qué ella había esperado tantos años para convertirse en madre, ahora toda su vida se iluminaba como una vidriera.
Y su «salto de gozo» fueron unas palabras proféticas: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre (Lc 1, 42). Estaba asustada de tanto gozo. Ella misma se sorprendía de las palabras que estaba diciendo. Y no podía ni sospechar que millones de hombres repetirían esta exclamación suya a lo largo de los siglos y los siglos.
También el corazón de María saltó de alegría. No tendría que explicar nada a su prima: ya lo sabía todo. Dios se había anticipado a las difíciles explicaciones.
Un himno subversivo
Por eso ya no retuvo su entusiasmo. Y toda la oración de aquellos cinco días de viaje «estalló» en un canto.
Mi alma engrandece al Señor
y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador.
Porque ha mirado la humildad de su esclava.
Por eso desde ahora me llamarán bienaventurada
todas las generaciones.
Porque el Poderoso ha hecho en mí maravillas,
santo es su nombre.
Y su misericordia alcanza de generación en generación
a los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón,
derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos les colmó de bienes
y a los ricos les despidió vacíos.
Acogió a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
—como había anunciado a nuestros padres–
en favor de Abraham y su linaje por los siglos (Lc 1, 47-56).
Su canto es, a la vez, bello y sencillo. Sin alardes literarios, sin grandes imágenes poéticas, sin que en él se diga nada extraordinario ¡qué impresionantes resultan sus palabras!
Es como un poema con cinco estrofas: la primera manifiesta la alegría de su corazón y la causa de ese gozo; la segunda señala, con tono profético, que ella será llamada bienaventurada por las generaciones; la tercera —que es el centro del himno— santifica el nombre del Dios que la ha llenado; la cuarta parte es mesiánica y señala las diferencias entre el reino de Dios y el de los hombres: en la quinta María se presenta como la hija de Sión, como la representante de todo su pueblo, pues en ella se han cumplido las lejanas promesas que Dios hiciera a Abrahán.
Es, ante todo, un estallido de alegría. Las cosas de Dios parten del gozo y terminan en el entusiasmo.
La alegría de María no es de este mundo. No se alegra —escribe Max Thurian— de su maternidad humana, sino de ser la madre del Mesías, su Salvador. No de tener un hijo, sino de que ese hijo sea Dios.
Pablo VI lo explicó a la perfección en su encíclica Marialis cultus cuando presenta la imagen de María que ofrecen los evangelios: .
Se comprueba con grata sorpresa que María de Nazaret, a pesar de estar absolutamente entregada a la voluntad del Señor, lejos de ser una mujer pasivamente sumisa o de una religiosidad alienante, fue cierta mente una mujer que no dudó en afirmar que Dios es vengador de los humildes y los oprimidos y derriba de su trono a los poderosos de este mundo; se reconocerá en María que es «la primera entre los humildes y los pobres del Señor (como dice el texto conciliar), una mujer fuerte que conoció de cerca la pobreza y el sufrimiento, la huida y el destierro, situaciones éstas que no pueden escapar a la atención de los que quieran secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad…
Himno revolucionario
María, en el Magnificat, no separa lo que Dios ha unido a través de su Hijo: los problemas temporales de los celestiales. Su canto es, verdaderamente, un himno revolucionario, pero de una revolución integral: la que defiende la justicia en este mundo, sin olvidarse de la gran justicia: la de los hombres que han privado a Dios de un centro que es suyo. Por eso María puede predicar esa revolución sin amargura y con alegría.
Más bien sería, tal vez, necesario que nosotros —todos— cantásemos con ella, como ella, atreviéndonos a decir toda la verdad de esa «ancha» revolución que María anuncia. Esa revolución que hubiera hecho temblar a Herodes y Pilato, si la hubieran oído.
Pero los espías que Herodes tenía esparcidos por todo el país no se enteraron de la «subversión» que aquella muchacha anunciaba. Y, de haberlo sabido ¿se habrían preocupado por aquella «niña loca» que se atrevía a decir que todas las generaciones la llamarían bienaventurada? ¿No se habrían más bien reído de que una chiquilla de catorce años, desprovista de todo tipo de bienes de fortuna, humilde de familia, vecina de la más miserable de las aldehuelas, inculta, sin el menor influjo social, anunciara que, a lo largo de los siglos, todos hablarían de ella? Está loca, pensarían, ciertamente loca.
Sólo Isabel lo entiende, lo medio entiende. Sabe que estas dos mujeres y los dos bebés que crecen en sus senos van a cambiar el mundo. Por eso siente que el corazón le estalla. Y no sabe si es de entusiasmo o de miedo, de susto o de esperanza. Por eso no puede impedir que sus manos bajen hasta su vientre y que sus ojos se pongan a llorar. De alegría.