Continuamos con reflexiones de José Luis Martín Descalzo sobre los momentos de la vida de Jesús hacia su Muerte y Resurrección…Hoy analizamos las relaciones de Jesús con los grupos con los que tuvo enfrentamientos, que finalmente lo llevaron a la muerte…
José Luis Martín Descalzo
La muerte de Jesús no fue simplemente el desenlace de una historia y mucho menos un desenlace casual o circunstancial como hubiera podido ser un final por accidente. La muerte de Jesús fue una consecuencia, una expresión y resumen de la conflictividad de su vida. No murió por un error o por un malentendido (aunque hubiera malentendidos en su condena) sino como un verdadero fruto de su existencia. Jesús murió como murió porque había vivido como había vivido.
Es cierto: la vida de Jesús estuvo dominada por el horizonte de la muerte precisamente porque estuvo rodeada de amenazas, porque en torno a él fueron creciendo sus enemigos y no dejó de aumentar la hostilidad de éstos.
Pero ¿cuáles fueron esos enemigos, con qué grupos chocó Jesús hasta llegar al desenlace de su muerte, de su asesinato?
En lo histórico la solución no parecía más difícil. Decíamos: los judíos mataron a Jesús. Y aquí concluía el problema.
Hoy toda esta cuestión ha cambiado. Los cristianos de pronto hemos descubierto lo injusto de esta generalización, que, en definitiva, ha estado en el origen de otro crimen horrible: el antisemitismo. El Vaticano II cerraba tajantemente esa larga injusticia:
Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy.
La puntualización no puede ser más justa. Sería tan absurdo acusar directamente de esa muerte a los judíos de hoy y llamarles «pueblo deicida» como responsabilizar a los alemanes de nuestros días de los delitos de los nazis o llamar «pueblo suicida» al español por la historia de Numancia.
Y tampoco parece justo cargar esa muerte sobre todos los judíos contemporáneos de Jesús. Judíos eran María y los apóstoles, y judíos fueron todos los primeros seguidores de Jesús. No parece lógico englobarles en la responsabilidad de aquella muerte.
Habrá que preguntarse, pues, únicamente cuáles fueron las personas o los grupos sociales o religiosos de la época con los que Jesús chocó y que le condujeron a la cruz.
Los hechos
Comenzaremos por descubrir que los hechos fueron mucho más complejos de lo que desearían los juicios preconcebidos. La conflictividad en la vida de Jesús fue una constante, pero sus meandros fueron entretejiéndose con muchos altibajos y con un cruzarse de fuerzas que constituyen una auténtica madeja de hostilidades. Al final descubriremos que, efectivamente, «todos» pusieron en él sus manos; que todos le odiaron por diversas razones, pero que esos odios diversos se unieron para librarse de aquel que les molestaba.
Como escribe González Faus:
Esta conflictividad sorprende por su agudeza y por su totalidad, puesto que, al final, todos prácticamente parecen estar en contra de Jesús quien, como apunta uno de los evangelistas con cierta ironía, termina por unir de esta manera a los enemigos más irreconciliables: judíos y romanos, jefes y pueblo, Herodes y Pilato. Unos por irritación y otros por desengaño o por miedo, unos por estar contra sus fines y otros por estar contra sus medios, por la razón que sea, todos se encuentran unidos en una especie de «pacto de la Moncloa» cuya monstruosidad mayor radica en el hecho de que es absolutamente necesario: siempre es necesario matar al pobre y al débil y esa es la desautorización más radical del sistema en que vivimos.
Jesús fue, como todos los pobres e inocentes de la historia, víctima de ese conflicto de intereses, opiniones, odios y miedos que acaban siempre por aplastar a los más débiles.
Pero ¿podremos distribuir equitativamente las responsabilidades de cada grupo? No será sencillo, porque los propios evangelistas no lo hacen, impresionados tal vez por esa maraña bajo la que sucumbió Jesús.
Si leemos con atención a los sinópticos descubrimos que son nada menos que 95 las ocasiones en las que describen choques de Jesús con sus adversarios. Pero con frecuencia mezclan y confunden a los grupos en que estos enemigos se reunían. Así nos encontramos con que presentan como opuestos a Jesús:
41 veces a los «ancianos, príncipes de los sacerdotes y escribas»
11 veces a los escribas solos
12 a los escribas y fariseos
14 a los fariseos solos
3 a los «discípulos de Juan» y los fariseos
3 veces a los fariseos y los herodianos
1 vez a fariseos y saduceos
3 veces a los saduceos solos y
1 vez a los fariseos junto a los príncipes de los sacerdotes.
Nunca aparecen, en cambio, durante la vida de Jesús conflictos con los romanos, con los zelotas o con los esenios. Esto en los tres sinópticos. Juan resuelve más fácilmente el problema refiriéndose más genéricamente a «los judíos».
¿Cuál fue la realidad de estos choques de Jesús? ¿En qué se basaron estos enfrentamientos? ¿Y cómo se produjeron de hecho?
Intentaremos responder a estas preguntas analizando las relaciones de Jesús con cada uno de esos grupos y luego el proceso cronológico o dialéctico de esos choques crecientes.
Jesús y los fariseos
Para los evangelistas, los primeros en chocar con Jesús fueron los fariseos y para la tradición cristiana son éstos los enemigos más empedernidos del Maestro.
Era el fariseísmo la secta más religiosa del judaísmo. Era también la más extendida. Y no tanto por su número. Entre el pueblo eran temidos y respetados; y controlaban de hecho casi todos los grupos religiosamente influyentes: un gran número de los escribas, de los intérpretes oficiales de la ley pertenecían al grupo fariseo o compartían sus puntos de vista.
Parece importante señalar que el fariseísmo no era la suma de todos los males. Era en rigor mucho más religioso que el saduceísmo. No era un ateísmo, ni un paganismo, sino una deformación de lo religioso. Era el enemigo dentro de casa.
La clave ideológica del fariseísmo estaba en su reducción de la alianza a un simple pacto comercial entre Dios y los hombres. El fariseo niega prácticamente la gracia. Su Dios es un Dios comerciante que no ofrece nada gratuitamente. La libertad humana no es un regalo de Dios, sino un mérito propio. El hombre es, en rigor, independiente de Dios, autónomo. Ambos casi de igual a igual han hecho un pacto comercial según el cual el hombre da a Dios sus buenas obras y Dios a cambio ha de concederle la felicidad y la salvación. Esta relación entre Dios y el hombre ha sido señalada en la ley y por una ley, que se convierte, así, en algo superior al hombre y superior incluso a Dios, pues Dios mismo queda atado a ella.
Obras sin amor
No es difícil entender cómo, en esta mentalidad, lo decisivo son las obras, mientras que el amor no tiene sitio. Y unas obras entendidas cada vez más como puro cumplimiento externo de una deuda, como simple pago de una obligación que garantiza automáticamente la retribución por parte de Dios. Dios que queda convertido en un amo muy grande y poderoso, pero que, evidentemente, ni puede ser padre, ni podría tender a los hombres su mano misericordiosa. Tampoco tiene cabida en este campo la conciencia. El hombre no tiene que optar, sólo que cumplir. La ley y sus prescripciones tienden a matematizarse: todo debe estar medido, pesado, cuadriculado, regulado como en un sistema de perfectas contabilidades.
Tres puntos
Tres puntos eran de especial importancia dentro de los preceptos de la ley: la circuncisión, el cumplimiento del sábado y las prescripciones referentes a la pureza legal.
-La circuncisión, que teológicamente era una consagración a Dios, se convertirá para los fariseos en un simple inscribirse en la lista del pueblo judío, entrar en la familia de Abrahán y hacerse automáticamente participante de todas las rentas y beneficios que acarrean los enormes méritos del patriarca. «Incircunciso» equivale a pecador, profano, malvado.
-El sábado era la segunda gran obligación, que, lógicamente, cumplían también los ángeles y hasta el propio Dios.
-Las leyes sobre la pureza legal venían a consagrar todo ese espíritu separatista y sacral de la religiosidad farisea. Toda una sección de la misná, compuesta de doce tratados, está dedicada a este argumento.
- Nacionalismo, formalismo, suficiencia
El nacionalismo de los judíos era su dogma nacional primario, que se veía intensificado por una alta conciencia mesiánica, pero no de un mesianismo salvador de la comunidad humana, sino vengador de los enemigos de un pueblo concreto. Y este nacionalismo mesianista político estaba en tiempos de Jesús en su culmen de polémica expectación.
El formalismo era el segundo elemento constitutivo de la naturaleza del fariseísmo. Entendida la religión como un pacto comercial y divinizada la ley, era inevitable una visión de contaduría en lo religioso. Para el fariseo la intención no bastaba, el corazón no contaba. Lo mismo que en una deuda ha de pagarse todo, moneda a moneda, en lo religioso lo que contaba era la realización material, exacta, íntegra, de lo prescrito, aunque el corazón estuviera lejos. Todos los preceptos eran, además, iguales: trasgredir uno solo era trasgredir la ley entera. Y en estos preceptos eran muchas más las simples normas ceremoniales que los verdaderos preceptos morales. De ahí que con frecuencia se juzgara leve lo que era grave y grave lo que era leve.
La suficiencia es la tercera gran característica del fariseo, que desprecia a todos los que no son de su grupo; que, incluso, les odia. Y considera santo su odio, porque previamente ha identificado sus intereses con los de Dios y concluye que todo el que no está con él está contra Dios.
Este desprecio es visceral hacia los paganos de quienes muchos rabinos afirmaban que no eran hombres y a los que motejaban frecuentemente con nombres de animales.
Pero sentían lo mismo en el interior del pueblo de Israel. Ser fariseo era sinónimo de santidad; no pertenecer a su grupo, desconocer la ley, sinónimo de perdición. Este orgullo, que a nosotros llega a resultarnos ridículo, era en ellos natural y espontáneo.
Era una verdadera dictadura espiritual. Y, como todos los dictadores, despreciaban a los mismos que oprimían. Así sentenciaban, llenos de santo celo, que participar en una asamblea del pueblo de la tierra produce la muerte. Por eso prohibían todo tipo de caridad hacia ellos. No se les podía ofrecer pan, ni vender fruta, ni darles albergue.
Este desprecio era tanto más sarcástico cuanto que eran los fariseos los responsables de ese desconocimiento de la ley por parte del pueblo. No toleraban otras escuelas que las suyas, ni reconocían a otros doctores que los salidos de entre sus discípulos.
Pero esta dictadura era mansamente acatada por el pueblo, por una mezcla de temor y respeto. Sólo así se explica que la multitud, que sentía admiración por Jesús, termine, por temor a sus amos, gritando contra él en la plaza del pretorio (Mt 27, 20 ss).
Que Jesús chocara con este grupo de hombres era simplemente inevitable.
- Jesús, los saduceos y los príncipes de los sacerdotes
Muy diferente es el conflicto de Jesús con los saduceos. Estos apenas aparecen en las primeras páginas del evangelio y, efectivamente, poco tuvieron que ver con Jesús hasta que éste acercó su predicación a Jerusalén.
Los saduceos formaban más un grupo de intereses que de doctrina. Eran como todos los integristas: su estilo de piedad no obliga a pensar mucho. Y formaban más una tendencia de tipo práctico. Más que ideas, tenían una determinada actitud ante la vida y las cosas, aunque, de lejos, lo respaldasen con un montaje más o menos ideológico.
Con ello queda dicho que el saduceísmo es un oportunismo oscilante: en lo religioso vive un puritanismo teórico unido a una especie de ateísmo práctico. Acepta, por un lado, sólo la ley antigua y, por otro, niega la idea de resurrección y la vida de ultratumba e incluso la misma inmortalidad del alma. Esto le permite unir un puritanismo doctrinal con un laxismo práctico.
En la vida de Jesús aparecen tarde, pero son los realmente peligrosos. Mientras los fariseos se limitan a ponerle a Cristo trampas ideológicas que nunca les llevan a actuar, de modo que su encarnizamiento contra Jesús sea ante todo especulativo, los saduceos adoptan otra táctica. Cuando ellos se meten en el asunto, los acontecimientos se precipitan.
Serán, efectivamente, ellos los realmente eficaces a la hora de eliminar a un Jesús que molesta más que a sus ideas a sus intereses. Ese predicador puede romper el delicado equilibrio que ellos han construido con los romanos. A través de Anás y Caifás los veremos en acción.
- Jesús y los escribas v herodianos
Generalmente en la opinión popular escribas y herodianos suelen meterse en el mismo saco que los fariseos e, incluso, confundirse con ellos, debido tal vez a que el propio Marcos parece a veces identificarlos. No era así. Los herodianos no eran, en rigor, un grupo social o una categoría en la Palestina del tiempo de Jesús. Era el puñado de funcionarios que vivían a la sombra de Herodes y que, como él, no buscaban otra cosa que sobrevivir y hacerlo placenteramente. Son personajes que miran a Jesús con más curiosidad y desprecio que interés. Se unirán así en su inquina a los fariseos, pero sin ser especialmente determinantes en la muerte de Jesús.
Más influirán los escribas que son también funcionarios, pero centrados éstos en la administración del templo y de la ley religiosa. Pero éstos sí ven en Jesús un enemigo ya que ellos se sienten exclusivistas en la interpretación de la ley. Por ello Jesús les fustigará siempre al lado de los fariseos. Son los profesionales de la sabiduría (que para los judíos era una especie de profesionalidad de la virtud) pero lo único que ambicionan es el poder.
- Jesús, los zelotas y los esenios
Un poco asombrosamente el evangelio no nos cuenta ningún choque con otros dos grupos importantes en el tiempo de Jesús, los esenios y los zelotas, aun siendo tan diferentes como eran del Maestro.
Con los esenios, después de años en los que se acentuó una gran proximidad al pensamiento cristiano, sabemos hoy que los contactos de Jesús o no existieron o fueron mínimos. Al estar encerrados en monasterios como el que se ha descubierto de Qumram, podemos asegurar que no jugaron prácticamente ningún papel en la vida y la muerte de Jesús.
Más delicado es el tema de los zelotas. Hoy nadie duda que entre los apóstoles de Jesús había varios pertenecientes a este grupo. Y es claro que, al menos en un principio, los zelotas debieron ver a Jesús como uno de los suyos. En la escena en que a Jesús quieren hacerle rey (In 6, 15) podemos ver un intento de ofrecerle el papel de líder de su movimiento de liberación. Y es muy posible que Pilato terminara por ver a Jesús como un zelota más. Pero es claro que pronto vio este grupo revolucionario qué lejos estaba de ellos Jesús, tanto en sus fines, como en sus medios. No puede decirse, por ello, que los zelotas tuvieran nada que ver en la muerte de Jesús, si excluimos el caso de Judas: si éste fue un zelota desilusionado del pacifismo de Jesús no habría que excluir que esta decepción estuviera en el origen de su traición. Lo mismo que puede pensarse que en la preferencia de la multitud que eligió a Barrabás frente a Jesús estuviera también la apuesta por zelotismo violento frente a un Cristo al que la multitud encontraba débil e indeciso.
- Jesús y los romanos
Otro hecho llamativo en la vida de Jesús es su ausencia de conflictos visibles con los dominadores. Esto no es muy del agrado de las teologías revolucionarias, que preferirían un Jesús revoltoso frente al orden-desorden establecido, pero nadie ha encontrado ni en la historia ni en los evangelios rastro alguno de este enfrentamiento. Ni los romanos mueven un dedo contra Él en vida, ni Jesús tiene choque alguno con los soldados invasores. Al contrario, los pocos contactos que con ellos tiene, son amables y positivos. Sólo cuando Jesús se encuentra con Pilato comienzan estas hostilidades.
Esta es la realidad de Jesús en el juego de fuerzas de su tiempo. El, que no estuvo realmente contra nadie, se encontró con que todos, antes o después, por unas o por otras razones, se situaban contra él. Y la batalla no fue de un día. Es este un drama con muchos actos, con muchas escaramuzas.