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Prescencia

Vida y misterio de Jesús de Nazaret: Tres Magos de Oriente

Julius Maximus Texto: Julius Maximus
10 enero, 2023
en Fe Católica
Reading Time: 12 mins read

José Luis Martín Descalzo/ Autor católico

Pocas páginas evangélicas tan batidas por la crítica como ésta de los reyes magos. Un buen número de exegetas —incluso entre los más conservadores— no ve en esta capítulo de Mateo sino una bella fábula con la que el evangelista no trata de hacer historia, sino de explicar que Jesús viene a salvar a todas las naciones y no sólo al pueblo judío. La imagen de unos misteriosos e innominados personajes orientales que vienen a adorar al niño sería, para el apóstol, una bella manera de exponer esta apertura universalista de la misión de Cristo. Con ello, los tres reyes magos, no sólo no serían tres, ni reyes, ni magos, sino que simplemente nunca habrían existido en la realidad.

Pero parece que no habrá que precipitarse a la hora de llamar fábula a una escena por el simple hecho de que esté narrada poéticamente. Un análisis minucioso muestra que hay en ella muchos datos típicamente históricos; que la cronología, la topografía, los apuntes psicológicos con que se nos describe a Herodes, las preocupaciones de la época que en ella se reflejan, son más bien indicadores de que estamos ante la narración de un episodio que el escritor considera fundamentalmente histórico, aunque luego lo elabore desde perspectivas teológicas de ideas preconcebidas.

Quiénes eran y de dónde venían

El episodio de los magos lo cuenta únicamente san Mateo. Es la narración directa lo que domina y está hecha con tal sencillez cronística que, aun al crítico más desconfiado, le haría pensar que el escritor quiere mucho más contar unos hechos que fabricar una moraleja. Comienza su narración diciendo simplemente que en los días del rey, Herodes llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos (Mt 2, t). ¿De dónde procedían exactamente? ¿Quiénes y cuántos eran? ¿Qué camino habían seguido? ¿Cuánto tardaron en él? ¿A qué venían exactamente? ¿Eran o no judíos? Todo son incógnitas.

¿Venían, pues, de Persia? Tampoco nos aclara esta duda el evangelista. Dice simplemente «de Oriente» y Oriente para los judíos de la época era todo cuanto quedaba más allá del Jordán.

Lo que evidentemente carece de toda base seria es la idea de que fueran reyes. Ni el evangelio les atribuye esta categoría, ni Herodes les trata como a tales. El que la tradición cristiana comenzara tan pronto a presentarles con atributos reales hay que verlo como una transposición de las palabras del salmo 71 los reyes de Tarsis y de las islas ofrecerán dones,- los reyes de Arabia y de Saba le traerán presentes y, aún más claramente, del conocido pasaje en que Isaías habla de que todos los de Saba vendrán trayendo oro e incienso (ls 60, 6).

¿Eran tres? Tampoco nos dice nada el evangelio sobre su número. Orígenes es el primero que habla de tres, basándose, sin duda, en que fueron tres los presentes ofrecidos al Niño. Pero la tradición primitiva fluctúa. Los textos sirios y armenios hablan de doce y san Juan Crisóstomo acepta esta cifra. En las primeras representaciones de las catacumbas encontramos dos (en las de san Pedro y Marcelino) y cuatro (en las de Domitila). Más tarde la tradición y la leyenda fijan para siempre el número de tres y buscan para esta cifra los más peregrinos apoyos (tres como la trinidad; tres como las edades de la vida: juventud, virilidad y vejez; tres como las razas humanas: semítica, camítica y jafática … ).

¿Cómo se llamaban? De nuevo el silencio del evangelista. Silencio que ningún escritor occidental rompe hasta el siglo VII en el que, como muestra un manuscrito que se conserva en la Biblioteca nacional de París, se les llama Bithisarea, Metchior y Gathaspa. En el siglo IX se les dan ya los nombres hoy usuales de Melchor, Gaspar y Baltasar y en el siglo XII san Beda recoge estos nombres y hasta nos da un retrato literario de los tres personajes: El primero fue Melchor, viejo, cano, de barba y cabellos largos y, grises. El segundo tenía por nombre Gaspar y, era joven, imberbe, rubio. El tercero negro, y totalmente barbado, se llamaba Baltasar. En esta visión imaginada se inspirarán durante siglos los pintores occidentales.

¿Por qué se pusieron en camino?

Mayor importancia tendría conocer con exactitud qué les puso en camino, qué esperanzas había en su corazón para emprender tamaña aventura.

También aquí el evangelio es parco. En boca de los magos pondrá la frase hemos visto su estrella y venimos a adorarle (Mt 2. 2) y luego nos contará que esa estrella se movía, caminaba ante ellos y señalaba el lugar concreto de la «casa» donde estaba el niño. ¿Estamos nuevamente ante una narración realista o simbólica? Durante siglos se han hecho cientos de cábalas sobre esa estrella. ¿Era un cometa como han escrito muchos, siguiendo la insinuación de Orígenes? ¿Era la conjunción de Júpiter y Saturno, que según señaló Kepler, debió producirse el año 747 de la fundación de Roma, fecha que pudo coincidir con el nacimiento de Cristo? ¿Pudo ser el cometa Halley, que apareció unos doce años antes de nuestra era? Seguimos en el camino de las hipótesis, dificultadas todas por ese clima milagroso que Mateo da a su narración con la estrella que aparece y desaparece. Más simple sería y ese mismo «clima milagroso» lo sugiere — ver en la estrella un adorno literario y simbólico, conectado, eso sí, con el clima astrológico tan difundido en la época.

Lo cierto es que el hecho de ponerse en camino para adorar a este recién nacido demuestra que sus almas estaban llenas de esperanza. Esto es —me parece— lo sustancial del problema. A la misma hora que en Belén y Jerusalén nadie se enteraba del Dios que ya habitaba en medio de ellos, unos hombres guiados por signos oscuros se lanzaban a la absurda empresa de buscarle. San Juan Crisóstomo lo ha dicho con una frase audaz pero exactísima: No se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino. Eran almas ya en camino, ya a la espera. Mientras el mundo dormía, el corazón de estos magos ya caminaba, ya avizoraba el mundo. Esperaban como Simeón, confiaban en que sus vidas no concluirían sin que algo sucediese. Simeón iba todas las tardes al templo porque esperaba, ellos consultaban al cielo, examinaban su corazón. Si la estrella se encendió o no en el cielo no lo sabemos con exactitud. Lo que sí sabernos es que se encendió en su corazón. Y que supieron verla.

Loca aventura

Nunca ningún humano emprendió aventura más loca que la de estos tres buscadores. Porque si en el cielo se encendió una estrella, fue, en todo caso, una estrella muda. ¿Cómo pudieron entender que hablaba de aquel niño esperado? ¿Cómo tuvieron el valor de abandonar sus casas, su comodidad, para lanzarse a la locura de buscar a ese niño que soñaban? La locura del Dios que se hace hombre empezaba a resultar contagiosa y los magos de Oriente fueron los primeros «apestados».

No sabemos si el camino fue corto o largo. Pero siempre es largo para todo el que avanza entre dudas y tinieblas. Quizá sólo el hecho de ser tres hizo la cosa soportable.

Caminaban.  Debieron de sentirse liberados, cuando, al fin, Jerusalén apareció en el horizonte.

Pero su corazón se debió de paralizar cuando les recibió una ciudad muerta y silenciosa. Algo gritó en su corazón que ahora los problemas iban a multiplicarse.

Buscando al «nuevo» rey en la corte del tirano

Los primeros transeúntes a quienes los magos se acercaron interrogantes debieron de escucharles con espanto y huyeron, seguramente. sin abrir la boca. Aquella pregunta en Jerusalén no tenía más respuesta que la muerte.

¿El «nuevo» rey? Los judíos tenían ya uno, y dispuesto a defender su trono con dientes y garras. Por aquellas fechas en realidad Herodes va no se dedicaba a reinar. sino a defender su trono, a olfatear posibles enemigos. dispuesto el puñal para degollar a quien se atreviera a disputárselo.

Herodes —escribirá Papini— era un monstruo. Había implantado el terror en Galilea cuando sólo tenía 15 años y toda su carrera se había inscrito bajo el doble signo de la adulación y la violencia.

Maquiavélico v sonriente de cara a Roma, en Palestina no tenía otro rostro que el de la fiera. Hizo ahogar a traición a su cuñado Aristóbulo. condenó a muerte a otro cuñado suyo, José. Mandó matar -comido por unos absurdos e injustificados celos – a Marianne, la única mujer que amó, entre las diez que tuvo. Asesinó después a Alejandra, la madre de Marianne y a cuantos de entre sus parientes podían disputarle el trono. El último gesto de su vida fue para mandar matar a su hijo Arquelao.

Enloquecido tras el asesinato de su esposa, como otro Otelo, había implantado el terror entre sus súbditos. Su principio era: «Que me odien, pero que me teman».

En estos últimos años de su vida, corroído ya por la enfermedad cancerosa que le llevaría a la tumba, vivía asediado por el miedo y la superstición. Flavio Josefo nos lo describe atormentado noche y día por la idea fija de la traición y en un estado claramente paranoico. Empeñado en seguir pareciendo joven —para estar «en condiciones de ser temido»— se teñía el cabello y vestía como un jovenzuelo.

No creía en el Mesías —ni en nada— pero su simple nombre le hacía temblar.

La turbación de Herodes

Este es el momento en que unos cándidos magos, llegados de Oriente, preguntan en Jerusalén dónde ha nacido el nuevo rey de los judíos.

Herodes debió de admirarse de lo que los visitantes contaban: su policía no había registrado ninguna novedad en el reino durante los últimos meses. Si un rey había nacido, muy humildemente tenía que haberlo hecho para que ni un rumor llegara a aquel palacio siempre avaro de noticias que pudieran encerrar una amenaza para el trono.

Pero de todos modos habría que obrar con cautela. Lo primero era no llamar demasiado la atención. Podía convocar el sanedrín, pero esto haría correrse la noticia. Reunió sólo a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas. Nada les dijo de lo que los viajeros apuntaban. Como quien propone una cuestión teórica interrogó: «Dónde ha de nacer el Mesías» (Mt 2, 4). Los príncipes de los sacerdotes debieron de sentir un sordo rencor al oír esta pregunta. Si Herodes hubiera sido un verdadero judío y no un advenedizo idumeo, habría sabido de sobra la respuesta. Pero callaron sus pensamientos y citaron las palabras de Miqueas: En Belén de Judá (Mt 2, 5).

¿Belén? La respuesta seguramente tranquilizó bastante al tirano. No era posible que allí, a sólo ocho kilómetros de su palacio, hubiera ocurrido algo importante, sin que él lo supiera. Se trataba, sin duda, de una locura de chalados dispuestos a correr cientos de kilómetros por haber tenido una visión.

Pero, en materia de aspirantes al trono, toda cautela era poca. Tendría que investigar hasta el fondo del problema. Llamó en secreto a los magos y se informó de todo.

El miedo del dictador

Las respuestas de los magos dejaron al monarca más confuso todavía. Por un lado, aquello no parecía tener base ninguna y era absurdo que el Mesías viniera en forma de niño recién nacido. Por otro, Herodes sabía que no hay enemigo pequeño y su corazón comenzó a temblar.

Los tiranos siempre han temido de manera muy especial a todo lo que se presenta bajo formas religiosas. A los otros enemigos los conocen, ven sus espadas, saben cómo defenderse de ellas. ¿Pero cómo atacar a quien valora más su alma que su cuerpo? ¿Cómo defenderse de quien enarbola sólo el arma de su espíritu?

Una vez que el miedo entró en el corazón de Herodes la sentencia ya estaba dictada: si aquel niño existía, conocería la muerte antes de que llegara a aprender a hablar.

Pero tendría que actuar con astucia. Y nada mejor que servirse de la ingenuidad de los mismos magos. Dejaría a los magos ir a realizar su absurdo deseo de adorar al recién nacido. Ellos al regreso —que tendría que ser forzosamente pasando por Jerusalén— le informarían y así podría ir también él a llevarle el único regalo que Herodes conocía: la muerte. Debió de sentirse satisfecho al ver que los tres ilustres ingenuos se marchaban admirados de la piedad del anciano monarca.

El asombro de los buscadores

¿Qué esperaban los magos encontrar en Belén? Algo muy diferente de lo que en realidad encontraron. Su fe de aventureros había sufrido ya un duro golpe al llegar a Jerusalén. Esperaban encontrarse la ciudad en fiestas por el nacimiento del libertador. Y allí no había más que ignorancia y miedo.

Pero su fe era demasiado fuerte para quebrarse por este primer desconcierto. Y siguieron. Ya no esperaban encontrarse a un rey triunfador —esto se habría sabido en Jerusalén—, pero sí estaban seguros de que algo grande señalaría aquel niño.

Y allí estaba aquel niño, fajado en pañales más humildes que cuantos conocían. Allí estaban sus padres, aldeanos incultos, mal vestidos y pobres. Allí aquella cueva (o aquella casa, si es que José había abandonado el pesebre) chorreando pobreza. Ellos, nobles y grandes. acostumbrados a mirar al cielo y a visitar las casas de los poderosos, quizá nunca habían conocido pobreza como aquella. Se habían incluso olvidado de la miseria humana, de tanto mirar a las estrellas. Pero ahora la tocaban con sus ojos, con sus manos. Y aquel bebé no hablaba. No había rayos de oro sobre su cabeza. no cantaban los ángeles, no fulgían sus ojos de luces trascendentes. Sólo un bebé lloriqueante.

El esperado… ¿podía ser… «aquello»? ¿Y… «éste» iba a ser el poderoso vencedor? Los reyes no son así. Los reyes no nacen así. ¿Y Dios? Habían imaginado al dios dorado de las grandes estatuas. Mal podían entenderlo camuflado de inocencia, de pequeñez y de pobreza.

La madre y el bebé sonreían, sí, y sus sonrisas eran encantadoras. Pero ¿qué vale en el mundo la sonrisa? No es moneda cotizable frente a las espadas. Si éste era Dios. si este era el esperado, era seguro que venía para ser derrotado. Nacido así, no podía tener otro final que una muerte horrible, lo presentían.

El verdadero Dios

Pero fue entonces cuando sus corazones se reblandecieron. Sin ninguna razón, sin ningún motivo. «Supieron» que aquel niño era Dios. «supieron» que habían estado equivocados. Todo de pronto les pareció clarísimo. No era Dios quien se equivocaba. sino ellos imaginándose a un Dios solemnísimo y pomposo. Si Dios existía, tenía que ser «aquello», aquel pequeño amor, tan débil como ellos en el fondo de sus almas. Se dieron cuenta de que en aquel momento comenzaban a vivir. E hicieron algo tan absurdo y tan absolutamente lógico como arrodillarse. Ahora entendían que el único verdadero valor era aquel niño llorando.

Sí, Dios no podía ser otra cosa que amor y el amor no podía llevar a otra cosa que a aquella caliente y hermosa humillación de ser uno de nosotros. El humilde es el verdadero. Se arrodillaron y en aquel mismo momento se dieron cuenta de dos cosas: de que eran felices, y de que hasta entonces no lo habían sido nunca. Ahora ellos reían, y reían la madre, y el padre, y el bebé.

Abrieron sus cofres. Con vergüenza. De pronto, el oro y el incienso y la mirra les parecían regalos ridículos. Pero entendían también que poner a los pies del niño aquellas tonterías que le habían traído era la única manera en que podían expresar su amor.

Cuando en la noche el ángel (o la voz interior de sus conciencias) les aclaró que Herodes buscaba al niño para matarlo, no dijo nada que ellos ya no supieran. Habían entendido muy bien que ante aquel niño sólo cabían dos posturas coherentes: o adorarle o intentar quitarlo de en medio. Y Herodes no era un hombre como para caer de rodillas.

Se levantaron, entonces, en la noche y se perdieron en las sombras de la historia.

Con las pocas líneas que el evangelista les dedica, habían realizado ya en plenitud su tarea: ser los primeros que vivieron la locura evangélica que acepta como lógico el ponerse en marcha tras una estrella muda (que dice todo porque no dice nada) y el arrodillarse ante un Dios que acepta un pesebre por trono.

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