Vivimos en la Iglesia tiempos de gran confusión. Entre los católicos de Estados Unidos se ha creado una división –que ha afectado a los obispos– en torno al catolicismo que vive el presidente Joe Biden, quien es un recalcitrante partidario y promotor del aborto y de la ideología LGBT y que, domingo a domingo, participa devotamente en la Eucaristía acercándose a recibir la Sagrada Comunión. Según la moral católica, un bautizado que apoya el aborto comete pecado mortal y no debe acercarse a recibir la Comunión. El escándalo del presidente que comulga los domingos ha sido tan intenso que el tema de la recepción de la Comunión en la Eucaristía será abordado en la próxima reunión del episcopado norteamericano, pese a que hay prelados que se oponen a discutir este asunto.
Por otra parte continúa el catastrófico Sínodo de Alemania, que ha sido tomado –según analistas– por una especie de mafia de laicos, ex sacerdotes y ex religiosas resentidos. Estos han manifestado su abierta rebeldía a la autoridad del papa y al Magisterio, para llevar a la Iglesia de su país por un camino –en realidad un precipicio– diverso al de la doctrina católica en materias de ordenación sacerdotal de mujeres; en asuntos de moral de la sexualidad como la bendición a parejas homosexuales –considerada por muchos como una blasfemia–; y de admisión a la Comunión eucarística a divorciados vueltos a casar y a personas no católicas, lo cual es un acto sacrílego. Esto ha metido a los participantes del sínodo en un callejón en el que no se ve otra salida más que la ruptura con Roma para hacer, ellos, su propia Iglesia progresista y liberal. Imitando el estilo de Lutero, quieren una ruptura con la Iglesia.
Son síntomas alarmantes que nos hacen preguntarnos: ¿Por qué muchos hombres y mujeres que son católicos eligen a su propio gusto las verdades de fe? El cardenal Ratzinger había dicho en una conferencia en 1970 que «lo que antes era inconcebible, es hoy algo normal; personas que desde hace tiempo habían abandonado el credo de la Iglesia se consideraban de buena fe como auténticos cristianos progresistas. Según éstos, el único criterio para juzgar a la Iglesia es su eficiencia». Vivimos tiempos en que la religión se hace a la medida y al gusto personal de cada uno. «Es asunto de cada quien», se ha vuelto el lema de muchos católicos.
En mis años de sacerdocio he conversado con muchos que se confiesan católicos y que no participan en la Eucaristía ni en los sacramentos porque, según ellos, no es necesario. Otros me han dicho que rechazan la doctrina sobre el purgatorio. He conocido a sacerdotes que son pro aborto en ciertos casos, otros que no creen en la existencia de Satanás y de los demonios, ni en el infierno. He conversado con mujeres que reclaman las órdenes sagradas para ellas; otras que piden el aborto –al menos en ciertas ocasiones– y también con personas que practican la anticoncepción o el sexo fuera del matrimonio. Y así se acercan todos a comulgar, aunque realmente no están en comunión plena con la fe de la Iglesia. Vivimos en tiempos –decía el cardenal Ratzinger– en que «se hace cada vez más borroso el rostro de Dios. La muerte de Dios es un proceso totalmente real, que se instala hoy en el mismo corazón de la Iglesia».
El espíritu del mundo, como un río de lodo, amenaza con arrasarlo todo. No debemos permitir que la secularización nos apague la gran llama de la fe que durante dos mil años ha alumbrado el camino del cristiano. El cardenal Robert Sarah dice que «nuestra capacidad de recibir la enseñanza de la Iglesia con el espíritu del discípulo, dócil y humildemente, es la auténtica señal de nuestro espíritu de hijos de la Iglesia». Es preciso que tengamos la humildad para dejar a un lado el carrito del supermercado al que le ponemos sólo las verdades de nuestra fe que nos agradan, y comencemos a asentir a todas las verdades que la Iglesia nos enseña –que son como una gran luz– sabiendo que solamente en el Magisterio del papa y los obispos en comunión con él encontramos la garantía de la unidad de la fe.
En la Iglesia la verdad revelada debe de profundizarse y enriquecerse; es lo que significa progresar en la fe. Lo que debemos evitar es el «progresismo» que trata de modificar la fe. «Es característica del progreso el que una cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma –dice Sarah– es propio, en cambio, de la modificación, que una cosa se transforme en otra». El progreso es católico; el progresismo es diabólico. En estos tiempos de confusión oremos por nuestra santa Madre la Iglesia, y permanezcamos fieles sus enseñanzas. Estas son una herencia de siglos de contemplación que están a nuestra disposición para santificar nuestra vida.