Pbro. Javier Gómez, párroco de NS de san Juan de los Lagos
Nuestra experiencia de Dios, se ve influenciada por los acontecimientos diarios que nos rodean.
A veces uno piensa que Dios, como es fuerte, sólo se dejará ver en los acontecimientos grandes e impresionantes; como es bueno, no nos dejará pasar por momentos de inseguridad.
Y sin embargo, la idea de Dios escapa a nuestras capacidades y no puede ser encerrado en un conocimiento, se hace presente en nuestras vidas de modos que no comprendemos.
La experiencia del profeta en la primera lectura es muestra de esto: No es el fuego ni el terremoto lo que muestra a Dios, en este caso; es una brisa suave. En la batalla contra sus enemigos Dios muestra su grandeza, pero con sus amigos lo que deja ver es su cercanía. Aquella brisa que refresca, que serena, que acaricia, es una señal del amor y de la palabra del Amigo.
En nuestro caminar muchas veces queremos que Dios corresponda a la idea que nos hemos hecho de El, de acuerdo a nuestra experiencia personal:
Ante mi dolor, compasivo…
Ante mi necesidad, caritativo…
Ante mi desesperación, comprensivo…
Ante mi enfermedad, médico, enfermero…
Ante mis carencias, supletorio…
Ante mi pecado, perdonador…
Su mano extendida
El evangelio de hoy nos muestra a Jesús después de la experiencia de la multiplicación de los panes y los pescados. Recordemos cómo provoca en los apóstoles la búsqueda de solución real ante las dificultades y cómo Él complementa nuestros esfuerzos de realizar el bien.
Luego los envía a otra orilla, mientras Él despide a la gente y se retira a orar…
En el trayecto la barca se ve afectada por vientos contrarios, entre las dificultades que esto representa, los apóstoles ven una figura humana caminado sobre las aguas, el pánico se apodera de ellos y Jesús les habla para calmarlos.
Pedro, con el arrojo que le caracteriza, le pide casi una prueba: “Señor si eres tú, hazme caminar hacia ti sobre las aguas”; y Jesús le dice “¡Ven!”. Pedro baja de la barca y pone a caminar sobre el agua, pero el viento fuerte azota y comienza a hundirse. Entonces grita: “¡Señor, sálvame!”, y Jesús le tiende la mano y lo levanta.
En nuestros clamores a Dios, cuando las cosas no van de acuerdo a nuestra idea personal, gritamos ‘¿Por qué así Señor?’, ‘Me salió peor el remedio…’, ‘Ya te olvidaste de mí’.
Estamos a veces tan encerrados en nuestro padecer, que no captamos el proceso de ayuda que se nos da, ni escuchamos a Jesús que nos dice como a Pedro: “ven”. Tampoco vemos su mano tendida para levantarnos.
Meditemos dos cosas:
Primero, que Pedro se hunde cuando mira más a las dificultades que a Jesús. Una vez que ha apartado su mirada del Señor, es tan vulnerable e indefenso como cualquiera puesto en medio del mar.
Segundo, aprendamos de Pedro a acudir al mismo Señor al que le hemos fallado. Su fe ha trastabillado pero la humildad le permite exclamar: «¡Señor, sálvame!»
La humildad, principio de arrepentimiento, de algún modo sana lo que la falta de fe había perdido. En la experiencia que vivimos, cómo nos referimos al Señor en nuestras dificultades,
llenos de confianza poniendo nuestra esperanza plenamente en Él o valorando si las cosas son como yo pienso que deben ser.
El miedo que los problemas despiertan en nosotros, debe ser superado por nuestra confianza en Dios que nos ama.
“Los apóstoles se postraron ante Él, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios”. Esta es una maravillosa profesión de fe.
Si nosotros tenemos fe en Jesús, no sólo caminaremos sobre las aguas, sino que seremos capaces de cosas aún mucho más importantes. ¡Con Jesús todo lo podemos!