Ing. Julio Fernández/ Instituto Diocesano de teología
Cuando hablamos de fe y razón, suele haber extremos: uno, que se inclina por el lado fideísta, donde las razones no importan sino solo creer; y otro, por el lado de la razón, donde no se puede creer nada a lo que no hayamos llegado solo por la razón. Pero, para san Agustín, ninguno de los dos extremos es válido. La expresión “círculo hermenéutico” aplicada al método de Agustín significa que el acto de «creer para entender» supone, también, el primer acto de «pensar lo que se cree», pues no se puede creer en algo que no ha sido asumido primero por la inteligencia y la voluntad, de manera que el pensar precede al creer. Dice nuestro santo obispo de Hipona:
«¿Quién no ve que primero es pensar que creer? Nadie, en efecto, cree si antes no piensa que se debe creer (nullus quippe credit aliquid, nisi prius cogitauerit esse credendum). Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando (sed cogitat omnis qui credit, et credendo cogitat, et cogitando credit)» (cf. De praedestinatione sanctorum).
Esto es muy importante, pues nos ayuda a no caer en el fideísmo, “creer porque sí”, sin pensar en lo que se cree. Pero también, nos aleja de un racionalismo que trata de “razonar todo, sin creer en nada”. Agustín no se inclina por ninguno de estos dos extremos. Es un círculo muy bien estructurado, con el que intenta describir sus propios pensamientos a la luz de la fe, y su propia fe iluminada por el pensamiento.
En cuanto a la relación entre fe y razón, aunque pudiera parecer que Agustín intenta explicar su fe sirviéndose de la doctrina platónica (como generalmente hemos escuchado), lo cierto es que su fe se nutre, más bien, y de una manera especialísima, en la revelación de la Sagrada Escritura, la cual considera que es el alimento necesario de cada día que pedimos en la oración del Padre Nuestro. “Danos hoy nuestro pan de cada día”, es decir, “danos hoy, y cada día, tu Palabra divina”.
De hecho, su aproximación al estudio de las Escrituras no es solo racional, o “ciencia”, sino, sobre todo, sapiencial, “ciencia sagrada” (lo que en la edad media se conocerá propiamente como “teología”).
La reflexión de san Agustín está enraizada en su propia experiencia de vida, y comunica dicha experiencia, sobre todo, en sus homilías y comentarios a los libros sagrados. En dichos comentarios, nuestro querido obispo de Hipona no se inclina sólo por un tipo de interpretación, literal o alegórica, sino que va más allá: propone los cimientos necesarios para discernir cuándo un texto es literal y cuándo alegórico, o cuándo ambos a la vez. Pero, sobre todo, a Agustín lo que le interesa es la dimensión espiritual del texto sagrado: es precisamente ahí a donde nos quiere llevar con sus escritos.
Aunque, no por eso va a despreciar los demás aspectos, de hecho, es interesante la pasión con que defiende la autoría apostólica del Nuevo Testamento, algo que hoy hemos perdido desde el punto de vista crítico. Y no es este un tema propiamente espiritual, sino científico. ¿Quién escribió el Evangelio según Mateo? ¿Cómo podemos saberlo? Curiosamente, hoy la casi totalidad de los cristianos creen que pudo ser cualquiera menos el apóstol Mateo. Pues bien, es fascinante cómo Agustín se mantiene firme en dicha autoría, invitándonos a profundizar en sus razones, cuestionarnos a nosotros mismos, y aprender juntos, pues dice él mismo:
«Mas, ¿para qué volver a tiempos demasiado lejanos? Los mismos escritos que tenemos entre manos, si alguien negara, algún tiempo después de acabada nuestra vida, que aquél es de Fausto y éste mío, ¿cómo se le convencería? Sólo hay un argumento: quienes ahora lo saben, trasmiten su saber a quienes vendrán mucho después, mediante sucesiones ininterrumpidas» (cf. doc. chr. 2).
Esta firme convicción de Agustín de los “testigos dignos de credibilidad” es crucial para comprender la historia de la humanidad, pues prácticamente toda verdad que creemos, científica incluso, la creemos “por testigos dignos de fe”.
A mí personalmente, una de las cosas a las que más me ha motivado san Agustín, es al estudio de las Escrituras de manera más profunda, conociendo, en la medida de lo posible, las hermosas lenguas bíblicas. «De todo esto se desprende también una serie de exigencias para el exégeta: no solamente el conocimiento del griego y del hebreo, sino también de varias ciencias auxiliares como la historia, la zoología, la botánica, la medicina, la agricultura o la dialéctica» (cf. doc. chr. 11).
Por último, para Agustín, la clave de la hermenéutica es el amor. La Palabra de Dios es el mismo Cristo que se nos entrega por amor. Toda la Escritura se resume en el mandamiento del amor: “amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Más aún, todo el Nuevo Testamento es una expresión del amor de Dios, por encima del temor que parecía estar más presente en el Antiguo Testamento, pero que no era así, sino que también el Antiguo Testamento, es decir, “la ley y los profetas”, se resume en el amor.
Como dice san Agustín:
«el amor es el culmen de toda hermenéutica cristiana de las Escrituras»
(cf. doc. chr. 1, 39-40).
En resumen, pues, amar la Palabra de Dios, y contagiar el amor por ella, es a lo que nos invita a todos, en nuestra pastoral actual, este gran santo y obispo hiponense.