Paolo Ruffini/Periodista, prefecto del Dicasterio para la Comunicación
Hay una pregunta dirigida a todos, y no sólo a los llamados políticos profesionales, en el discurso del Papa Francisco ayer en Trieste.
¿Qué es para nosotros la política?
Y conectada a ella hay otra, de hecho hay dos: ¿qué es la democracia? Y ¿cuál es el papel de todos, y por tanto también de los cristianos, de los católicos, en la crisis de las democracias?
No son preguntas de escuela. Si acaso, todo lo contrario.
De hecho, nos piden que salgamos de ese exceso de abstracción en el que a menudo nos refugiamos cuando reducimos la política a un juego de poder, a una aritmética, o a una topografía, a ocupar puestos de mando; y cuando convertimos la democracia en un frío manual de las reglas que rigen ese juego que demasiados de nosotros -erróneamente- consideramos ajeno.
Lo cierto es que al pretender ser meros espectadores, en lugar de actores (posibles protagonistas del progreso hacia el bien común), quedándonos mirando desde el balcón, acabamos actuando como Poncio Pilatos; y nuestro lavarnos las manos acaba agravando tanto la crisis de la política como la de la democracia; y con ellas nuestro propio destino.
La respuesta del Papa Francisco es diferente, es concreta. Y en la hora de la crisis, no habla con esquemas abstractos; sino que nos desafía a un examen de conciencia, personal y colectivo. Como individuos y como pueblo.
¿A qué juego estamos jugando?
Si la política y la democracia no son sólo cosa de algunos (los otros: los que votan, los que gobiernan, los que se oponen, los que militan, los que salen a la calle); si nos afectan a cada uno de nosotros, a nuestras vidas, a nuestras elecciones, y no sólo cuando votamos, si todo está interconectado; ¿a qué juego estamos jugando?
Las preguntas del Papa se dirigen a nosotros; y nos hacen volver a la tierra. Son concretas. Como la caridad de la que la política -como repite Francisco citando a sus predecesores- es la forma más elevada. Hacen saltar por los aires los esquemas construidos de las polarizaciones. Adoptan un paradigma que sólo la miopía de nuestro tiempo no considera político. El paradigma del amor, que exige participación, que lo incluye todo, «que no se contenta con tratar los efectos, sino que busca abordar las causas». Y es una forma de caridad que permite a la política estar a la altura de sus responsabilidades y alejarse de la polarización».
¿Qué lugar ocupa la caridad, el amor al prójimo, en nuestro razonamiento político?
La caridad -como señala el Papa- es concreta. Es inclusiva.
Nos conoce nombre por nombre. Nos llama por nuestro nombre a asumir responsabilidades personales en el camino hacia un desarrollo más humano.
Nos implica en la construcción de una alternativa a la atrofia moral de la dinámica del descarte.
Es el único antídoto real contra el cáncer que corroe la política y las democracias, que se alimenta de odio e indiferencia.
Depende de cada uno de nosotros no reducir la política, que todos necesitamos, a una suma de números, de porcentajes. A una «caja vacía» que hay que ocupar.
Depende de cada uno de nosotros devolver la esperanza, la profecía de un futuro que construir juntos, todos juntos; la belleza de compartir proyectos e historias en el tejido del bien común.
La política -nos dijo el Papa- es «participación». Es «cuidar del conjunto». Es «pensar en uno mismo como pueblo y no como yo o mi clan, mi familia, mis amigos. No es populismo. No, es otra cosa».
La participación es responsable; el populismo, en cambio, anula la responsabilidad, que es individual, en la indistinción de la masa.
Pensar en grande, arremangarse para hacer grandes cosas, juntos. Esta es la tarea de los católicos en política.
Con los pies en la tierra, pero con grandes ideales.
Idealistas con un gran sentido de la realidad, y de los límites; conscientes de que pueden cambiar la realidad. Paso a paso. En un camino que siempre continúa. Sin confundir el camino -como decía el padre Primo Mazzolari- en un punto de llegada y de posesión.
«Una fe auténtica -escribe el Papa Francisco en Evangelii gaudium- implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor tras nuestro paso por la tierra».
Me vienen a la memoria las palabras de Aldo Moro cuando era un joven profesor universitario, como criterio para nuestro examen de conciencia: «Probablemente, a pesar de todo, la evolución histórica, de la que habremos sido determinantes, no satisfará nuestras exigencias ideales; la espléndida promesa, que parece contenida en la fuerza y belleza intrínsecas de esos ideales, no se cumplirá. Esto significa que los hombres tendrán que permanecer siempre ante la ley y el Estado en una posición de pesimismo más o menos agudo.
Y su dolor nunca será plenamente reconfortado. Pero esta insatisfacción, este dolor, es la propia insatisfacción del hombre con su vida, que con demasiada frecuencia es más estrecha y mezquina de lo que su belleza ideal parecería legítimamente hacer esperar. Es el dolor del hombre que continuamente encuentra todo más pequeño de lo que le gustaría, cuya vida es tan diferente del ideal impreciso en su sueño.
Es un dolor que no cede, salvo un poco, cuando se confiesa a las almas que saben comprender o que han cantado en el arte, o cuando la fuerza de una fe o la belleza de la naturaleza disuelven esa angustia y devuelven la paz. Tal vez el destino del hombre no sea realizar plenamente la justicia, sino tener perpetuamente hambre y sed de justicia. Pero siempre es un gran destino».