Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/Director de Presencia
A través de la medicina, la herbolaria, la nutrición, el descanso y el ejercicio físico podemos tener una saludable relación con nuestro cuerpo. Sin embargo hoy vivimos tiempos en que se idolatra la carne, o se le desprecia. Hay un deseo razonable de hacer lucir el cuerpo con elegancia, realzar su belleza y disimular sus defectos; nada hay de malo en ello. Una sana autoestima depende, hasta cierto grado, del cuidado corporal que tenemos. San Pablo afirma que Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida (Ef 5,29).
Hoy observamos al menos tres actitudes extremas en relación con el cuerpo que no son saludables para un cristiano. Primero la obsesión por hacerlo lucir atractivo. Hay quienes se entregan al culto corporal por cierta obsesión para atraer las miradas ajenas, cámaras y circulación en redes sociales; se rebasa la cosmética hasta llegar a las cirugías para fines placenteros. Muchos varones trabajan para lucir monstruosas musculaturas y mujeres por lucir curvilíneas al máximo. Mucho del culto al cuerpo está motivado por el erotismo y la cultura porno.
Una segunda actitud extrema, que oscila entre el culto y el desprecio, es el autodiseño del propio cuerpo con tatuajes y piercings que lo invaden agresivamente. El cuerpo no se percibe como don divino que tiene una dignidad que se debe respetar, sino como algo de lo que se puede disponer para alterar su belleza natural. Nos parecen hermosos los osos polares blancos, las cebras blanquinegras y los tigres con sus rayas, pero nuestros cuerpos al natural, no. Respetamos la naturaleza vegetal y animal para preservar su belleza, pero invadimos con artificios nada estéticos la naturaleza de nuestros cuerpos. En el fondo hay un cierto maltrato a la obra maestra de Dios creador.
La tercera actitud es la del desprecio absoluto al cuerpo a través de la ideología de género. Bajo esta perspectiva se desprecia la propia masculinidad y feminidad. Se llega a afirmar que el cuerpo humano es algo que se debe de modelar según la identidad de género que cada persona dice tener. El cuerpo varonil puede ser transformado en uno aparentemente femenino, y viceversa. Si nuestra sexualidad es mera construcción social, entonces también se puede desconstruir y reconstruir según la autopercepción de la persona. Es una negación de la naturaleza biológica del cuerpo y un rechazo absoluto al Creador.
En tiempos pasados hubo otra actitud inadecuada hacia la corporeidad. Algunas sectas repudiaron el cuerpo, considerándolo, por ser material, como una realidad negativa y despreciable. El alma era una sustancia que debía ser libre e independiente, pero estaba capturada en el cuerpo. Hubo pensadores cristianos que vieron, por consiguiente, la sexualidad como algo malo, vehículo para generar en el mundo más materia mala. Por eso despreciaban el matrimonio y la procreación.
¿Cuál es la actitud propia de un católico ante el cuerpo? Los cristianos católicos tenemos conciencia de que Dios, siendo espíritu puro, es el creador del mundo físico. En su sabiduría decidió que el hombre no fuera solamente espíritu, sino también cuerpo. Nos hizo espíritus encarnados en una unidad física y espiritual, lo que es algo muy positivo: Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno (Gen 1,31). Una vida espiritual que no valore el mundo carnal desfigura el Evangelio.
El cristianismo tiene como centro el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). Somos religión encarnada, y hemos de tener cuidado de no desencarnarla. Recordemos que todo el que confiesa a Jesucristo manifestado en la carne, procede de Dios. (1Jn 4,2).
El diablo es una criatura espiritual que carece de carne. No teniéndola, su obra perversa consiste en hacer que los seres humanos distorsionemos nuestra relación con la carne, la cual Dios hizo buena. Por eso el demonio se empeña en que el hombre separe el alma de su cuerpo, lo cual significa la misma muerte. La obsesión por el cuerpo como erotismo pornográfico; el tratamiento que algunos dan a su cuerpo como «cosa» que se autodiseña; el desprecio y la negación de la propia identidad biológica son expresiones de esa separación alma-cuerpo que, si no se corrigen, pueden llevar a vivir una vida desintegrada.
San Juan Pablo II, en su Teología del Cuerpo, enseña que la obra de la Redención de Cristo tiene, como uno de sus efectos, hacernos recuperar una visión correcta del cuerpo humano. Jesucristo no rechaza al cuerpo sino que lo salva y redime. Cristo endereza nuestra visión del cuerpo y del sexo que hemos torcido por el pecado. Él puede curar la relación distorsionada que quizá, durante años, hemos tenido con nuestro cuerpo, y así podamos recuperar el valor, la gloria y el esplendor de nuestra carne. Jesús nos devuelve el dominio del espíritu sobre la carne en una armonía que va creciendo integrada.
Nuestra cultura paganizada hoy está saturada de sexo, y ello no permite descubrir el valor increíble que tiene el cuerpo humano y la sexualidad. Mientras que la cultura pornográfica, el paganismo y la ideología de género condenan al cuerpo a ser tratado como un contenedor vacío que se puede utilizar a libre antojo, el cristianismo no condena el cuerpo, sino que lo integra y lo subordina al espíritu. Cristo resucitado ha llevado al cuerpo humano a los picos más altos de la vida divina para participarle su gloria. El Catecismo lo enseña: Creemos en Dios que es el creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la creación y de la redención de la carne (n. 1015).