Como ya es tradición, presentamos un cuento de Navidad del escritor juarense Francisco Romo, que este año nos hace reflexionar sobre el gozo de la vida y de la fe, aún en medio de las dificultades…
Francisco Romo Ontiveros
Este no es un cuento de Navidad como cualquier otro, así como tampoco diciembre es igual a ninguno de los muchos en que Agatha ha celebrado, entusiasmada, las fiestas de fin de año. Desde pequeña se acostumbró a reuniones navideñas junto a familiares y amigos que, en torno a la mesa, recibían con júbilo el nacimiento del niño Dios. Agatha fue una niña alegre que conoció una vida de viajes y aventuras gracias al oficio de su padre, quien fue médico del ejército ruso, y que, por deberes de su profesión, debió mudarse con su esposa y tres hijos en no pocas ocasiones. Así, Agatha había vivido en diferentes países antes de cumplir los doce años, para emigrar finalmente a América, toda vez que su padre se retiró del servicio y se estableció en la ciudad de Nueva Orleans.
Ahora ya en su vejez, Agatha debió de habituarse durante los últimos tiempos al duelo, aunque sin perder el ánimo, tras el fallecimiento de sus dos hermanos; Iván, el mayor, quien había partido hacía cerca de una década tras sufrir complicaciones cardíacas, y Totó, como apodaban de cariño al menor de ellos, el cual perdió la batalla contra el cáncer en la ciudad de Los Ángeles, hacía apenas dos inviernos. Pese a las complicaciones naturales de la edad, Agatha luchaba por conservar el entusiasmo y se sabía privilegiada al ver su vida colmada de seis hijos y nietos; una copiosa descendencia para una mujer que se había esforzado por transmitir alegría y esperanza a sus seres queridos.
En Zacatecas
Para las celebraciones de Navidad, Agatha acostumbraba recibir en su casa a una docena de nietos que, ilusionados con la Navidad, llegaban cada diciembre acompañados de sus padres a casa de la abuela, en la ciudad de Zacatecas. Agatha se había instalado definitivamente en México, hacía cuarenta años, tras conocer a Martín, un marinero que llegó al puerto de Nueva Orleans en un barco procedente de Veracruz y que, tras pocos meses de noviazgo, el muchacho la pidió en matrimonio al coronel Demídov. De aquello hacía ya bastante tiempo, y los hijos de Agatha y Martín habían crecido y emprendido el camino tras sus propios sueños.
Martín tenía ya mes y medio enfermo y se encontraba hospitalizado a causa de la pandemia. Dadas las circunstancias y la amenaza que supone la enfermedad en extremo contagiosa, esta Navidad Agatha debe permanecer aislada en casa sin recibir visitas. No hubo siquiera tiempo de hacer el mínimo de compras necesarias para preparar una sencilla cena, por lo que esta Nochebuena habrá de transcurrir para Agatha en soledad, como cualquier otra de las últimas semanas.
¡Vaya ocurrencia!
Ella observa por la ventana de su comedor hacia la calle vacía, mientras sentada a la mesa limpia los cubiertos de plata que habrán, por esta ocasión, de pasar inadvertidos. Sin mucho por hacer, Agatha los ha colocado todos sobre la mesa y los frota con un secador, sin mayor afán. Recuerda ahora una antigua creencia popular rusa, que también existe en México, la cual cuenta que si un tenedor cae al suelo, significa que una mujer visitará la casa; mientras que si lo que cae es un cuchillo, será un hombre el que pronto habrá de llamar a la puerta; aunque, también se dice, que si el cubierto que choca contra el piso es una cuchara, entonces significa que un huésped vendrá a alojarse por unos días.
Agatha sonríe, mientras piensa que no estaría nada mal arrojar ahora todos los utensilios al suelo, de un manotazo, para así poder celebrar la Navidad todos en familia. –“¡Vaya ocurrencia!”– piensa Agatha, mientras continúa agrupando sobre la mesa cucharas, cuchillos y tenedores, dispuestos por tamaños y formas. Y no es que ella acostumbre hacer caso a supersticiones, más reconoce la importancia de la fecha y se encuentra angustiada por no poder celebrarla como siempre. En silencio, Agatha eleva una plegaria por la recuperación de su esposo que continúa delicado en el hospital, según el último informe del médico. Cae la noche y el fresco se cuela por la ventana entreabierta que recibe también el olor a invierno que llega con una corriente de viento que agita las cortinas. Empieza a llover.
Un hallazgo
Agatha deja los cubiertos sobre la mesa y se pone de pie. Camina por el pasillo que da a las habitaciones, pero al pasar junto a los libreros se detiene a repasar con la vista los diferentes objetos que se encuentran sobre las repisas. Al breve rato, y de manera inconsciente, fija su atención en un pequeño libro, de pastas gastadas y azules. Contempla el tomo que llamó, entre muchos otros, su atención hasta que su dedo índice jala por uno de los bordes del lomo hasta hacerlo salir. Termina por reconocer su antiguo “Manual para el rezo del Rosario”. Tenía mucho tiempo que no lo veía, pues, como buena devota de la Virgen Santísima, Agatha conoce de memoria el orden de las diferentes oraciones. Se trata de un libro ilustrado que, además de los rezos y meditaciones, acompaña con bellas imágenes cada uno de los temas de los diferentes Misterios. Agatha comienza por hojearlo y se adentra de a poco en la contemplación de aquellas hermosas figuras que le han parecido desde siempre fascinantes. Cada página muestra la ilustración de algún famoso fresco, escultura o pintura al óleo cuyos originales embellecen museos, iglesias y conventos de todo el mundo.
Así, Agatha emprende el viaje con su imaginación a las diferentes escenas relatadas por los Evangelios, ayudada por aquellas maravillosas creaciones artísticas que, incluso, había ella tenido oportunidad de conocer algunas de manera presencial; pues, por ejemplo, “El Cristo crucificado”, de Velázquez, la cautivó desde pequeña en el Prado, el día que su padre la llevó por primera vez a un museo, cuando vivían en Madrid; o qué decir de “La Transfiguración”, de Rafael; o “La asunción de la Virgen”, de Tiziano, obras que descubrió en persona cuando su padre realizaba una estancia académica en Italia.
De una a otra orilla
Mientras Agatha continuaba hojeando sin orden definido aquél libro, se detuvo de pronto a contemplar los Misterios Gozosos; esa serie de cinco temas que invitan a meditar la Encarnación de Nuestro Señor, la Visitación de María a Isabel, el Nacimiento de Cristo, la presentación del niño en el templo y el momento en que Jesús es encontrado por sus padres hablando con los doctores de la ley. Inmersa en aquella profunda reflexión, Agatha redescubrió aquello que parecía olvidado en su interior: –“¡Cómo era posible que le pasaran ahora inadvertidas las dificultades que la Sagrada Familia hubo de enfrentar desde el anuncio del ángel!” –pensó–. “Las complicaciones sociales del embarazo, pese a no haber conocido varón; el camino por la región montañosa que recorrió María, ya encinta, para auxiliar a su pariente Isabel, también embarazada; luego la necesidad de trasladarse desde Nazaret de Galilea a Belén de Judá, ¡más de 100 kilómetros a pie! hasta culminar con el alumbramiento en un humilde portal”.
La angustia de tener a Martín hospitalizado y la tristeza de no poder celebrar Navidad reunidos en familia, como cada diciembre, mantenían hasta entonces a Agatha sumergida en la tristeza; ¡a ella, que había conocido desde pequeña la importancia de disfrutar la aventura que representa la vida, con el tránsito por este mundo que nos conduce de una a otra orilla, a través del indómito océano de constantes complicaciones!
Agatha se identificó de lleno, ya no solo con el camino del calvario que supone la experiencia humana, sino que ahora también comprendía que las dificultades llegan incluso en los momentos que se piensa que debemos experimentar solo alegría; mientras que el solo misterio de nuestra existencia es motivo de gozo. Y así, al tiempo que la lluvia en el exterior arreciaba y la corriente de aire agitaba con mayor fuerza la cortina de la ventana en el comedor, Agatha se encontraba inmersa en esa tranquilidad que otorga el saber que, pese a los vientos intempestivos, siempre nos encontraremos a salvo si aceptamos con fe la voluntad de Dios.
Es Jesús quien, sin importar que Agatha se encuentre ahora sola, visitará su casa esta Nochebuena, como lo hará en muchos otros hogares donde la distancia y la enfermedad impiden de momento la cena. Agatha cierra los ojos y ya nada perturba su paz…
A lo lejos, se escucha el sonido de un cubierto que cae sobre el suelo.