Francisco Romo Ontiveros/ escritor
Con el presente número damos inicio a esta sección titulada: “La vida entre libros”, donde de manera quincenal compartiremos recomendacionesde lectura. Nuestro propósito es provocativo: ofrecer un primer acercamiento a distintas obras literarias que sirva para animar al lector a emprender por sí mismo el enriquecedor viaje de la imaginación. Los textos comentados incluirán novelas clásicas, relatos valiosos, libros de formación, piezas dramáticas, y en sí cualquier título notable que pueda aportar al crecimiento personal y camino de fe.
En esta primera ocasión hablaremos de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, publicado en 1943. Se trata del libro en francés con mayor número de traducciones desde su aparición (más de 250 lenguas). Sucede, quizá, con esta novela corta algo similar que con el gran texto cervantino: son cientos de miles las voces que claman conocer el Quijote, pero los que se han permitido la dicha del ensueño a través de sus páginas son, en proporción, pocos. Es probable, además, que la idea inicial con la que asociamos El principito sea que se trata de un libro infantil; razón que pudiera ser suficiente para postergar su lectura al no considerarlo un texto apto a nuestra condición.
Respuesta al ser humano
El principito, en realidad, es una respuesta profunda ante cuestiones que han inquietado al ser humano de todos los tiempos. La novela aborda la esencia de las relaciones humanas, la dificultad que los afanes cotidianos imprimen a nuestra existencia y, en suma, el conflicto que la propia experiencia vital supone para aquellos que se dejan arrastrar por la soberbia, el materialismo, la vanidad y el deseo de poder.
Desde el comienzo, la historia mantiene una constante tensión entre el razonamiento característico de los adultos y la visión genuina con la que los niños asimilan la vida. El narrador, un piloto cuyo avión sufre una avería y lo deja varado en el desierto del Sahara, inicia el relato recordando cómo, en su infancia, gustaba de hacer dibujos fantásticos; mas los mayores pronto le aconsejaron olvidarse de sus pretensiones de ser pintor y mejor dedicarse a disciplinas útiles, como la geografía, el cálculo y la gramática. El niño aprendió así a “estar a la altura” y a hablar de manera “razonable” conforme alcanzó la edad adulta.
Fue durante la primera noche tras el accidente, cuando a nuestro piloto lo despertó una vocecita que le decía: “Por favor… ¡dibújame un cordero!”. De esta manera, el personaje del principito surge en la novela para mantener un emocionante diálogo que durará varios días. Tras fallidos intentos por satisfacer la extraña petición sobre un trozo de papel –pues los corderos dibujados por el piloto resultaban insuficientes para el principito– son los trazos más inesperados los que consiguen iluminar el rostro del pequeño personaje; dice el aviador ya exasperado: “Esta es una caja. El cordero que tú quieres está adentro”. A lo que el principito se apresura a exclamar: “¡Exactamente lo que quería! ¿Crees que necesite mucho pasto este cordero?”.
Ópticas del Universo
Así, la lectura ofrece dos concepciones distintas del universo. Mientras el hombre se siente orgulloso al explicar que se dedica a volar, pero que en esta ocasión su avión ha sufrido una inesperada avería y caído del cielo; al principito el infortunado suceso le parece gracioso. El piloto se irrita, pues, como es natural a los adultos, piensa: “A mí me gusta que los demás tomen en serio mis desgracias”. Más tarde, mientras el hombre busca reparar la aeronave, el pequeño lo interrumpe con las preguntas más inusuales, como: “Si un cordero come arbustos, ¿come también flores?”; ante lo que el adulto pierde la paciencia y reclama: “¡No! ¡No! Yo no creo nada […]. ¡Me ocupo de cosas serias!”. La respuesta del principito no se hace esperar: “¡Hablas como las personas mayores!… ¡Confundes todo… mezclas todo!”.
La lectura nos lleva a descubrir la procedencia del principito: un pequeño planeta, con tres volcanes y una flor que creció hermosa, distinta a cualquier otra, la cual nuestro personaje cuidó con esmero hasta que este decidió emprender el viaje en busca de aventuras. Pero como los adultos requieren mayores explicaciones –apunta el piloto-narrador; quien de apoco va aprendiendo esa maravillosa capacidad de asombro propia del principito– es necesario detallar que este planeta en realidad se trata del asteroide B 612: “si les he confiado su número, se debe a las personas mayores. Las personas mayores adoran las cifras”.
En su travesía, el principito visitó otros planetas en busca de una ocupación. El primero estaba habitado por un rey, que al ver al pequeño pronto lo reconoció como un “súbdito”. Reflexiona el principito: “No sabía que, para los reyes, el mundo es muy simple, todos los hombres son súbditos”. Se trataba de un monarca absoluto a quien incluso –según él– “las mismas estrellas lo obedecen al instante”. El segundo planeta que visitó estaba habitado por un vanidoso, quien al ver al principito pronto lo reconoció como un “admirador”. “¿Qué significa admirar?” –le preguntó el pequeño al vanidoso–. “Admirar significa reconocer que soy el hombre más hermoso, el mejor vestido, el más rico y más inteligente”.
El tercer planeta estaba habitado por un bebedor ensimismado que se avergonzaba de su vicio, pero no hacía el mínimo esfuerzo por cambiar su situación. El siguiente planeta era el de un hombre de negocios que fue sorprendido por el principito mientras contaba los millones de “cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes”, según le explicó el adulto. “¿Y qué haces con las estrellas?”, preguntó el principito, a lo que la respuesta del hombre no se hizo esperar: “Las poseo. […] Me sirven para ser rico”. En el siguiente planeta el principito encontró a un señor que vivía esclavizado por su trabajo: era farolero y su consigna era encender un farol, sin tiempo nunca para otra cosa. Más tarde, en el sexto planeta, descubrió a un geógrafo, quien en realidad nunca había explorado la región, pues se consideraba a sí mismo “demasiado importante para deambular”. Por último, el principito visitó la Tierra. En el desierto esperaba encontrarse con alguna persona, mas se sorprendió de no ver a nadie. “Se está un poco solo en el desierto”, le dijo el principito a una serpiente que salió a su encuentro; a lo que esta le respondió: “También se está solo entre los hombres”. “¿Los hombres?”, interpuso luego una pequeña flor, “nunca se sabe dónde encontrarlos. El viento se los lleva. No tienen raíces. Eso les molesta mucho”.
Viaje a la infancia
Esta novela es un viaje a la esencia de nuestra infancia, un retorno a ese momento en que nos permitíamos maravillarnos con pequeñas cosas: una amistad genuina, las puestas de sol, la majestuosidad del cielo estrellado; siempre con esa actitud de constante curiosidad con la que hacíamos nuestro el universo, sin mayores explicaciones, y eso bastaba. Si nos tomamos el tiempo de redescubrir a las personas que amamos y revaloramos aquellas cosas con las que hemos sido favorecidos, podremos acceder al sencillo secreto que un zorro compartió con el principito hacia el final del libro: “sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. El principito es, pues, una obra de gran trascendencia. Una novela que abreva de un trasfondo filosófico y que vale la pena releer a lo largo de nuestra vida. Quizá, así, resulte más sencillo hacer frente a los desafíos cotidianos y expresar junto al pequeño habitante del asteroide: “Las personas mayores son muy, pero muy extrañas”.