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Ha vencido el León de la Tribu de Judá

Periodico Presencia Texto: Periodico Presencia
24 abril, 2025
en Fe Católica
Reading Time: 11 mins read

Reflexión sobre la Resurrección desde el capítulo quinto del Apocalipsis que se interpreta de manera profética y litúrgica…

 

Raniero Cantalamessa/ Predicador

Los cristianos tenemos un comentario auténtico al relato de la Pasión que escuchamos el pasado viernes, un comentario que salió de la pluma del propio evangelista Juan, o, en cualquier caso, de la pluma de uno de sus discípulos más cercanos, que vivió a su lado y se alimentó de su pensamiento. Se trata del capítulo quinto del Apocalipsis. Ambos textos se refieren al mismo acontecimiento del Calvario, que el cuarto evangelio narra de manera histórica y el Apocalipsis interpreta y celebra de manera profética y litúrgica.

Del Apocalipsis

En el capítulo quinto del Apocalipsis, el acontecimiento pascual aparece presentado en el marco de una liturgia celestial, pero inspirándose en el culto real y terrestre de la comunidad cristiana de aquel tiempo. Al leerlo, todos podían percibir en él los rasgos de lo que celebraban en sus asambleas litúrgicas. La liturgia pascual en que se inspira san Juan, tanto para el evangelio como para el Apocalipsis, es la cuartodecimana, que celebra la Pascua el mismo día en que la celebraban los judíos, el 14 de Nisán, o sea en el aniversario de la muerte de Cristo, en vez de en el aniversario de la Resurrección. Para entendemos, la liturgia que pone como centro de todo el Viernes de parasceve y que contempla incluso la resurrección a partir de él. Sabemos por la historia que las siete iglesias de Asia Menor a las que va dirigido el libro del Apocalipsis seguían todas ellas la praxis cuartodecimana. De una de ellas, de Esmirna, fue obispo un discípulo de Juan, san Policarpo, que hacia la mitad del siglo II viajó a Roma precisamente para discutir con el papa Aniceto la cuestión de la diferencia en la fecha de Pascua. De otra, de Sardes, fue obispo el famoso cuartodecimano Melitón.

El capítulo quinto del Apocalipsis contiene palabras de Dios, palabras inspiradas, dirigidas a nosotros aquí y ahora. Escuchémoslas.

«Y en la mano derecha —dice— del que estaba sentado en el trono vi un rollo escrito por dentro y por fuera y sellado con siete sellos» (Ap 5,1). Este libro escrito por dentro y por fuera indica la historia de la salvación, y en concreto las Escrituras del Antiguo Testamento que la contienen. Está escrito por fuera y por dentro —explicaban los Padres de la Iglesia— para decir que se puede leer según la letra y según el Espíritu, es decir en su sentido literal, que es particular y provisorio, o en su sentido espiritual, que es universal y definitivo. Pero para poderlo leer también «por dentro», hay que romper el sello del rollo, que ahora está sellado con siete sellos.

 

¡Ha vencido!

La visión de Juan prosigue: «Y vi a un ángel poderoso, que gritaba a grandes voces: ¿Quién es digno de abrir el rollo y soltar sus sellos? Y nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el rollo y ver su contenido. Yo lloraba mucho…» Juan -como es propio de la índole misma de la liturgia— nos traslada en espíritu al momento histórico en que ocurren las cosas o en que están a punto de ocurrir. El llanto del profeta evoca el llanto de los discípulos en la muerte de Jesús («Nosotros esperábamos que él fuera…»), el llanto de la Magdalena junto al sepulcro vacío, el llanto de todos los que «esperaban la redención de Israel».

«Pero uno de los ancianos —prosigue la visión— me dijo: No llores más. Sábete que ha vencido el león de la tribu de Judá, el vástago de David, y que puede abrir el rollo y sus siete sellos». ¡Enikesen! ¡Vicit! ¡Ha vencido! Este es el grito que el vidente está encargado de hacer resonar en la Iglesia y la Iglesia en el mundo a través de todos los siglos: ¡Ha vencido el león de la tribu de Judá! (el «león de la tribu de Judá» es el Mesías, así llamado por las palabras que pronunció Jacob, en el libro del Génesis, al bendecir a su hijo Judá). El acontecimiento que se esperaba desde siempre, y que lo explica todo, ha tenido lugar. Ya no habrá marcha atrás. Con un ingente esfuerzo, la historia ha desplazado su centro de gravedad de atrás hacia adelante y ha alcanzado su punto culminante.

 

Plenitud de los tiempos

Se ha instaurado la plenitud de los tiempos. «Está cumplido — Consummatum est», gritó Jesús antes de expirar (Jn 19,30).

Aquel simple verbo en pasado —enikesen: ha vencido— encierra en sí el principio que da fuerza y consistencia a la historia, el que confiere a un hecho acaecido en un punto del tiempo y del espacio un valor eterno y universal: «Es imposible que no haya ocurrido lo que ha ocurrido: Impossibile est factum non esse quod factum est«. Nadie conoce mejor que «el príncipe de este mundo» la fuerza tremenda de este principio que representa, para la historia, lo que representa para la metafísica el principio de la no-contradicción. Ya nunca se podrá retroceder a lo que había antes. Nada ni nadie en el mundo, por más que se esfuerce, podrá conseguir que no haya sucedido lo que ha sucedido, es decir que Jesucristo no haya muerto y resucitado, que los hombres no estén redimidos, la Iglesia fundada, los sacramentos instituidos, el reino de Dios instaurado. «Esta es la página que, al volverla, todo lo ilumina, como aquella gran hoja ilustrada del Misal, al comienzo del Canon. Ahí está, resplandeciente y pintada en rojo, la gran página que divide los dos Testamentos. Se abren a una todas las puertas, se disipan todas las oposiciones, se resuelven todas las contradicciones»(P. CLAUDEL, Le poéte et la Bible, París, Gallimard, 1998, p. 729).

Cordero en pie

También nosotros hemos escuchado, en esta liturgia, la lectura de Isaías 53 sobre el cordero llevado al matadero, pero no necesitamos preguntarnos, como tuvo que hacerlo el ministro de la reina Candaces, de quién habla el profeta. Nosotros ya sabemos de quién habla, porque el libro ha sido abierto.

¿Cómo y cuándo sucedió todo eso? La visión continúa: «Entonces vi delante del trono, rodeado por los seres vivientes y los ancianos, a un Cordero en pie; se notaba que lo habían degollado». Un Cordero degollado, es decir muerto, y que sin embargo está de pie, es decir ¡resucitado! Cristo, con su muerte y su resurrección, ha realizado, pues, todo eso. Ha explicado las Escrituras cumpliéndolas; o sea, no con palabras, sino con hechos. Juan está pensando abiertamente en la escena del Calvario, cuando Jesús, con su muerte victoriosa, «cumplió las Escrituras». «Yo vencí -dice el propio Resucitado en el Apocalipsis— y me senté en el trono de mi Padre» (Ap 3,21).

 

Una Victoria, nueva Creación

Un poeta se ha imaginado ese relato como si lo hubiera hecho el centurión que estaba presente aquel día en el Calvario:

 

«Nunca hubo una muerte como ésta, y yo ya he perdido la cuenta…

Su lucha no era con la muerte.

La muerte era su esclava, no su dueña. No era un hombre derrotado…

En la cruz, su lucha era contra algo mucho más serio

que las lenguas amargas de los fariseos.

No, la suya era otra lucha…

Al final lanzó un fuerte grito de victoria.

Todos se preguntaban qué era aquello, pero yo sé algo de combates y de combatientes.

Sé reconocer entre mil un grito de victoria» (Cf E TOPPING, An Impossible God).

 

La victoria fue precisamente aquella muerte aceptada en total obediencia al Padre y en amor a los hombres. Para el evangelista Juan, la resurrección lo único que ha hecho ha sido sacar a la luz la victoria escondida que tuvo lugar en la cruz. Jesús es «vencedor porque es víctima»:  (SAN AGUSTtN, Confesiones, X, 43).

Lo mismo que en el altar, después de la consagración, aparentemente nada ha cambiado en el pan y en el vino, mientras que nosotros sabemos que son ya otra cosa respecto a lo que eran antes, así, con la Pascua, aparentemente nada ha cambiado en el mundo, cuando en realidad todo ha cambiado y el mundo se ha convertido en una «nueva creación».

 

Nueva creación por la muerte de Cristo

Pero ¿por qué siente Juan la necesidad de recordar estas cosas a la Iglesia de su tiempo? Nos hacemos esta pregunta porque aquí, creo yo, está encerrado el mensaje que tiene para nosotros esta página del Nuevo Testamento. Aquí se nos desvela el sentido y la finalidad de la liturgia que estamos celebrando.

Un día Juan el Bautista envió a dos de sus discípulos a Jesús para que le preguntaran: «Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3). Por lo visto, el Precursor compartía en cierta medida con sus contemporáneos la espera de un Mesías glorioso y triunfante, y se había quedado decepcionado por la forma de obrar de Jesús, tan afable y sencillo, tan poco apasionado respecto a como él se lo había imaginado. En otras palabras, por lo visto también él tuvo su prueba de fe, su «escándalo» acerca de Jesús, como lo tuvieron, por la misma razón, Pedro y los demás apóstoles. Sabemos cuál fue la respuesta que Jesús hizo llegar al Bautista:

«¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» (Mt 11,6). Algo semejante se repitió hacia finales de la era apostólica, esta vez en el seno de la comunidad cristiana. La segunda carta de Pedro nos habla de una pregunta que se andaba deslizando acá y allá entre los cristianos: «¿En qué se ha quedado la promesa de su venida? Nuestros padres murieron, y desde entonces todo sigue como desde que empezó el mundo» (1 P 3,4).

 

Cristianos videntes

El Apocalipsis está escrito para una Iglesia que vive en esa situación y que debe afrontar esa terrible duda. ¿Es verdad que el que tenía que venir ha venido? ¿O no es verdad más bien todo lo contrario, o sea que todo sigue igual? A los discípulos de Cristo se les persigue, se les señala con el dedo, se les excluye de las ventajas que ofrece la sociedad. A la bestia «le permitieron guerrear contra los santos y vencerlos» (Ap 13,7). Y en ese suelo brota la división interna, la herejía, que tiende a desplazar el centro de atención desde la vida real y concreta hacia las especulaciones (la gnosis), con lo que se priva a la vida cristiana de su exigencia de radicalidad y se le permite pactar con las costumbres de los paganos.

A esta Iglesia tentada de desaliento y de «tibieza» y que necesita volver a encontrar su «fervor primero» para afrontar, si fuese necesario, incluso el martirio, precisamente a esta Iglesia le hace llegar el vidente, cual toque de trompeta, aquel potente grito pascual: «Enikesen» ¡Ha vencido!» Juan quiere transformar a todos los cristianos en «videntes» como él: en personas que tienen ojos para ver en qué se ha convertido el mundo por la muerte de Cristo.

 

Una imagen nueva

En la gama de colores hay una zona, situada por debajo del rojo, que no la percibe el ojo humano. Con sus rayos, llamados rayos infrarrojos, pueden percibirse aspectos de las cosas y de nuestro planeta que sin ellos no conoceríamos. La imagen que se obtiene con ellos es completamente distinta a la de la experiencia ordinaria. Pues una cosa así sucede también en el ámbito del espíritu. Hay un aspecto de la realidad -el que no pasa cuando pasa la apariencia de este mundo— que no se ve a simple vista, sino únicamente a la luz de la revelación divina. El hombre natural, por más erudito y sabio que sea, no puede ni siquiera sospechar su existencia. Es la imagen pascual del mundo que resulta de la muerte y resurrección de Cristo; es el mundo, visto como lo ve el mismo Dios. Una imagen que no nos hace ver tan sólo un aspecto más de la realidad, sino que nos hace verlo todo -incluso las cosas de la tierra- bajo una luz nueva. Juan ha recibido esta imagen, está totalmente empapado de ella, y ahora la transmite a la Iglesia con toda su fuerza profética. «Quien tenga oídos -no se cansa de repetir-, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias» (Ap 2,7ss).

 

 

Hasta la misma muerte ha sido redimida

La pregunta y la tentación que por un momento vinieron a la mente del Precursor («¿Eres tú el que ha de venir…?») y las que acecharon a los cristianos de la segunda generación («¿En qué se ha quedado la promesa de su venida?») están presentes y operantes más que nunca también en nuestros días. Todo parece seguir igual desde la creación del mundo. También hoy a la bestia «se le permite guerrear contra los santos y vencerlos». Los creyentes y, de forma distinta, todos los rectos de corazón y los hombres de buena voluntad, son con frecuencia perdedores en todos los frentes. En esta situación se deja adivinar el antiguo enemigo, que busca debilitar la resistencia precisamente de las almas más amantes de la verdad y de la justicia y más sensibles al dolor y al mal que hay en el mundo. Y mientras la Iglesia, el día de Viernes Santo, proclama ante el mundo que éste es el día de la gran redención, él les grita a esas almas, martirizándolas: «¡Éste es el día de la gran mentira, éste es el día de la gran mentira! Mirad a vuestro alrededor: ¿acaso se ha redimido algo en el mundo?»

 

También hoy el acusador cae precipitado «como un rayo» cada vez que hacemos nuestras, por la fe, las palabras del profeta y repetimos: «Vicit leo de tribu Iuda: ¡Ha vencido el león de la tribu de Judá» y ha abierto el libro! Todo está redimido, porque también el pecado y hasta la misma muerte han sido redimidos. Y cuanto más inmerso esté en la prueba el que repite esas palabras, cuanto más derrotado y más débil se encuentre, más puro se alzará su grito y con mayor fuerza hará que tiemble en sus cimientos el poder de las tinieblas, porque entonces su fe se está purificando como la plata en el crisol y sobre todo porque entonces se asemeja más de cerca al Cordero, que resultó vencedor al aceptar ser víctima. Ante el sepulcro de su hermano muerto, Jesús le dijo a Marta: «Te aseguro que, si crees, verás la gloria de Dios» (cf Jn 11,40). Y eso mismo nos repite a cada uno de nosotros cuando humanamente nos parece que nos encontramos en un callejón sin salida: «Te aseguro que, si crees, verás la gloria de Dios».

 

Fe en la victoria, Victoria en la fe

Aquí en la tierra, no sólo tenemos fe en la victoria, sino que tenemos ya también victoria en la fe. En la fe, somos ya vencedores, experimentamos ya algo de la vida eterna. El que cree está sentado ya «junto a Jesús en su trono» y «saborea el maná escondido» (cf Ap 3,21; 2,17). Juan nos lo recuerda con fuerza: «Y ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4).

Hubo un tiempo en que era más fácil proclamar esta victoria del Crucificado. «La cruz, que antes era un signo de ignominia, ahora brilla en la corona de los reyes», exclamaban algunos Padres de la Iglesia una vez terminada la era de las persecuciones (SAN AGUSTÍN, Exposición sobre los Salmos, 75, 10).

¿Acaso no oyó el propio Constantino, en su célebre visión de la cruz, cómo se le prometía: «Con esta señal vencerás: In hoc signo vinces»? Pero ahora ya no es así, y precisamente en los países de antigua tradición cristiana. Al Crucificado se lo va echando de todas partes. Pon eso, ahora más que nunca es la hora de proclamar que ha vencido el león de la tribu de Judá, como cuando le fue dirigida a Juan esa palabra mientras estaba «desterrado en la isla de Patmos por haber predicado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús» (cf Ap 1,9). «Dichoso el que no se escandalice de mí», sigue diciendo hoy Jesús.

Cuando nos sentimos abrumados por situaciones que superan nuestras fuerzas, o cuando los designios de Dios sobre nuestra vida, sobre nuestros seres queridos o sobre la Iglesia en su conjunto nos parecen un libro sellado con siete sellos y tenemos que cumplir esos designios sin entenderlos, o cuando vemos que hoy también el pobre se hunde sin que a nadie le importe un bledo, entonces es la hora de ponernos de rodillas y gritar con toda nuestra fe: «¡Ha vencido el león de la tribu de Judá y abrirá el libro y sus siete sellos!» En él se les ha dado a todos los vencidos y a las víctimas del mundo una esperanza de que también ellos saldrán vencedores.

 

* * *

A esta Iglesia, de corazón contrito y humillado, reunida en tomo al Cordero para seguir a su Pastor, a esta Iglesia se dirigen hoy aquellas palabras rebosantes de júbilo y de esperanza.

«¡No llores más! Enikesen, que ha vencido el león de la tribu de Judá, el Vástago de David. ¡Ha vencido!».

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