A los hermanos católicos de Nicaragua
Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/Director de Presencia
La situación de persecución a nuestros hermanos católicos de Nicaragua es grave. El gobierno de Daniel Ortega y de su esposa Rosario Murillo, como el de Ajab y Jezabel en la historia de Israel, ha sido terrible contra el Pueblo de Dios en su país. Desde 2006 la permanencia en el poder de Ortega –con olor a fraude– ha sido cuestionada por los obispos, y la reacción del mandatario ha sido virulenta. Se ha ensañado, sobre todo, contra monseñor Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa, secuestrándolo en el obispado junto con algunos sacerdotes, seminaristas y laicos. Antes había expulsado del país a las Misioneras de la Caridad de santa Teresa de Calcuta. Gracias a Dios la OEA condenó, por inmensa mayoría de votos, la actitud de persecución del gobierno dictatorial nicaragüense hacia la Iglesia católica del país.
¿Quién les dijo a los nicaragüenses que la vida cristiana era un lecho de rosas? Ellos están viviendo el combate contra la soberbia del dictador como nota distintiva de su cristianismo. «Esfuércense por entrar por la puerta estrecha», dijo el Señor (Lc 13, 24). La fe católica, bien vivida, siempre encontrará resistencia de quienes rechazan el mensaje de la misericordia de Dios y prefieren apegarse a sus ídolos. En este caso se trata del mismo Ortega cuyo apego al poder hace perseguir a quienes lo cuestionan.
El cristianismo no causa problemas a nadie cuando se ora, cuando se celebran los sacramentos o se hacen peregrinaciones. Pero cuando se debe denunciar el pecado, cuando se habla de la santidad del matrimonio, de justicia social o de moral sexual, de aborto y eutanasia, sálvese quien pueda. Especialmente los obispos y sacerdotes se vuelven antipáticos y se hacen objeto de persecución. Sucede hoy en Nicaragua y sucederá, de alguna manera, en la vida de quien se considere verdadero discípulo de Jesús.
La Revelación bíblica inicia con un combate en el cielo en el mundo de los ángeles. Miguel y Luzbel combaten en una batalla mortal. El príncipe de los ejércitos del Señor, en su «¡Quién como Dios!» se esfuerza por entrar por la puerta estrecha; Luzbel en su «¡Non serviam!» defiende el camino ancho que lleva a la condenación eterna. La lid del mundo angélico tiene su prolongación en la tierra. Decía Pascal que «la guerra más cruel que Dios puede hacer a los hombres en esta vida, es dejarlos sin aquella guerra que vino a traer». Si por ser cristianos no encontramos ninguna oposición, es que estamos viviendo mal el seguimiento de Cristo, y lo más probable es que tengamos el alma paralizada o reseca hasta la muerte.
Me da mucha pena cuando veo católicos que sólo bautizan a sus hijos y no regresan a la Iglesia. Son cristianos de barniz que no cumplen ni con el deber mínimo que se tiene con Dios. Sólo aparecen en las parroquias cuando se trata de celebrar una quinceañera o un funeral. Son cristianos que se han vuelto fotocopias del mundo, respetuosos de sus adelantos, temerosos de verse marginados por él, dóciles a todo lo que se propone, títeres de la moda. Son ellos los peores enemigos de la Iglesia, con su fe descolorida y su conducta tibia que luego quieren reformar o azucarar la perenne doctrina de Jesucristo porque les parece demasiado exigente, como si la santidad de Dios y el premio de la vida eterna no lo mereciera.
Es vergonzosa la manera en que muchos padres están hoy educando a sus hijos. Dispuestos a cumplirles todas sus exigencias y fantasías, todo les ofertan y no se atreven a contradecirlos. Estos hijos son dignos de compasión. Sus padres no se percatan de que les están provocando una herida muy grave que les afectará durante toda su vida y, al mismo tiempo, estos progenitores sufrirán la consecuencia de haber formado hijos que, como Frankenstein, se volverán contra ellos. Sin ninguna exigencia de esfuerzo, sin enseñarles los mandamientos de la ley divina, sin configurarlos con la Cruz de Cristo, esos hijos se perderán en la Babel en la que todo está permitido.
Sin una formación en la Fe, la Esperanza y la Caridad, en el alma de adolescentes y jóvenes se crea un gran vacío, el cual es cubierto por una excesiva preocupación por sí mismo. Sin vida interior, sin ninguna piedad, el muchacho se pierde un actividades exteriores y dispersas. Sin metas espirituales, sólo se persiguen objetivos materiales. Así los jóvenes se disponen rápido para la vida floja, y se vuelven lentos para la exigencia y la disciplina. Por más que quieran cubrir su vida de jolgorio y gritería, en el fondo sus almas viven empañadas por cierta tristeza, que es fruto amargo de una vida sin metas altas ni exigencias.
El mundo nos invita a la mediocridad espiritual y Cristo llama a combatir por la santidad a todos los bautizados: «Esfuércense por entrar por la puerta estrecha». Su llamado es a ser audaces, iracundos y alegres. Audaces, es decir, capaces de acometer, de resistir y soportar, superando temores y obstáculos, movidos siempre por la búsqueda de victoria; orando y peleando en medio de las dificultades. Iracundos sin desdeñar la mansedumbre de Jesús, sino con esa energía constructiva para alcanzar un bien arduo; con la indignación y el enojo ante la corrupción, el caos y la deformación de la Verdad; y alegres porque la Esposa de Cristo no puede estar triste, ya que vive sintiendo cerca el Paraíso. Quienes combaten por entrar por la puerta estrecha viven alegres por saber que con ellos combate el Señor de las Ejércitos, el que dio su vida en la Cruz para abrirnos las puertas de la eternidad.
¡Ánimo católicos! A resistir con audacia, santa ira y profunda alegría.