Felipe de Jesús Monroy/ Periodista católico
Hay que ser claros, el terrorismo es sustancialmente propaganda. Una propaganda constituida por crimen, violencia y muerte. Todo acto de terrorismo guarda un mensaje en cada bala y explosión; es un discurso de fuego y caos escrito con pólvora y odio. Su objetivo no sólo son los destrozos sino sus ecos: el miedo, la desazón y esa la terrible inquietud de que, en cualquier momento, pueda nuevamente ocurrir una desgracia. El terrorismo no siempre tiene un sustrato político o ideológico perfectamente construido; de hecho, es altamente probable que la razón de su ira esté sustentada particularmente en su radical ignorancia, en la intolerancia criminal que sólo puede provenir del desconocimiento y en la supina confianza de sus armas y medios. Además, los actos violentos no alcanzan categoría de terrorismo únicamente por su magnitud o por su estela de muerte sino por su intención disruptiva, por buscar constituirse claramente como un ‘espectáculo’ que quiere afectar a una audiencia mucho más extensa que a las víctimas del acto en sí; también cuando el propósito es devastar o alienar todos los niveles de relación social en el espacio público físico o simbólico donde se perpetran los crímenes. Por ello, aunque en efecto aún hay distancia entre los disturbios y las acciones violentas desatados en los últimos días en varios estados de la República respecto a categóricos y formales actos terroristas, no es buena idea minimizar dichos fenómenos clasificándolos como ‘propaganda criminal’. En primer lugar, resulta evidente y casi natural que opciones y movimientos políticos opositores al régimen gobernante utilicen el concepto ‘terrorismo en México’ para crear una narrativa de descrédito a las autoridades, no sólo para evidenciar las carencias, torpezas y errores de la estrategia de seguridad vigente sino también para convencer y reorientar las conciencias de no pocos sectores ciudadanos. Es decir, no hay que perder de vista que en la peligrosa narrativa del ‘terrorismo en México’ también hay intenciones de alarmismo político utilitario -no siempre soportado por la realidad- que, por otra parte, es absolutamente legítimo en una disputa por el poder. Es algo a lo que estamos acostumbrados. Si la ciudadanía es suficientemente madura para ponderar el fenómeno en su justa dimensión, también sabrá exigir razones de su confianza y esperanza a los que hoy son agoreros de la insidia. Lo que sí causa preocupación es la respuesta (evidentemente sopesada) de las autoridades de seguridad en México que, ante los terribles acontecimientos vividos en las ciudades del norte y occidente de México, han asegurado que corresponden a ‘actos propagandísticos del crimen’. No importa si -como intentaron explicar militares y funcionarios- se trató de una reacción de criminales ‘al debilitamiento’ de sus organizaciones y negocios (no nos imaginamos lo que harían sintiéndose sanos y fuertes), al afirmar que estos grupos tienen intenciones de prédica o propaganda de su potencial disruptivo o de sus márgenes de poder a través de actos violentos, es motivo suficiente para preocuparse; porque la propaganda es uno de los más complejos actos de racionalidad estratégica que una asociación puede tener ante intereses más grandes, idealizados y trascendentes. Por ello es importante atender con claridad la definición del terrorismo asociada no sólo a la intimidación por medio de actos espectacularmente violentos; sino a la afectación del ‘espacio físico y simbólico’ donde se perpetran estos actos. Si se destruye enteramente el espacio donde personas, instituciones o autoridades se relacionan en dinámicas vivas, entonces es terrorismo; si esos espacios dejan de significar lo que son para la sociedad y la cultura que allí vivía, es terrorismo. El terrorismo tiene un componente importante respecto a la manera en cómo las personas y la sociedad afectada la asumen. Por supuesto, no es tan sencillo, pero ya lo advertía Noam Chomsky, “existe una forma verdaderamente sencilla de parar el terrorismo: dejar de participar en él”.