Queridos hermanos y hermanas:
Hoy empezamos un recorrido de catequesis que busca inspiración en la Palabra de Dios sobre el sentido y el valor de la vejez. Hagamos una reflexión sobre la vejez. Desde hace algunos decenios, esta edad de la vida concierne a un auténtico “nuevo pueblo” que son los ancianos. Nunca hemos sido tan numerosos en la historia humana. Nunca tan numerosos como ahora, nunca el riesgo como ahora de ser descartados. Los ancianos son vistos a menudo como “un peso”. En la dramática primera fase de la pandemia fueron ellos los que pagaron el precio más alto. Ya eran la parte más débil y descuidada: no los mirábamos demasiado en vida, ni siquiera los vimos morir.
He encontrado también esta Carta de los derechos de los ancianos y los deberes de la comunidad: ha sido editada por los gobiernos, no está editada por la Iglesia, es algo laico: es buena, es interesante, para conocer que los ancianos tienen derechos. Hará bien leerla.
Junto a las migraciones, la vejez es una de las cuestiones más urgentes que la familia humana está llamada a afrontar en este tiempo. No se trata solo de un cambio cuantitativo; está en juego la unidad de las edades de la vida: es decir, el real punto de referencia para la compresión y el aprecio de la vida humana en su totalidad. Nos preguntamos: ¿hay amistad, hay alianza entre las diferentes edades de la vida o prevalecen la separación y el descarte?
Todos vivimos en un presente donde conviven niños, jóvenes, adultos y ancianos. Pero la proporción ha cambiado: la longevidad se ha masificado y, en amplias regiones del mundo, la infancia está distribuida en pequeñas dosis. También hemos hablado del invierno demográfico. Un desequilibrio que tiene muchas consecuencias. La cultura dominante tiene como modelo único el joven-adulto, es decir un individuo hecho a sí mismo que permanece siempre joven.
La exaltación de la juventud como única edad digna de encarnar el ideal humano, unida al desprecio de la vejez vista como fragilidad, como degradación o discapacidad, ha sido el ícono dominante de los totalitarismos del siglo XX. ¿Hemos olvidado esto?
La prolongación de la vida incide de forma estructural en la historia de los individuos, de las familias y de las sociedades. Pero debemos preguntarnos: ¿su calidad espiritual y su sentido comunitario son objeto de pensamiento y de amor coherentes con este hecho? ¿Quizá los ancianos deben pedir perdón por su obstinación a sobrevivir a costa de los demás? ¿O pueden ser honrados por los dones que llevan al sentido de la vida de todos?
De hecho, en la representación del sentido de la vida —y precisamente en las culturas llamadas “desarrolladas”— la vejez tiene poca incidencia. ¿Por qué? Porque es considerada una edad que no tiene contenidos especiales que ofrecer, ni significados propios que vivir. Además, hay una falta de estímulo por parte de la gente para buscarlos, y falta la educación de la comunidad para reconocerlos.
La juventud es hermosa, pero la eterna juventud es una alucinación muy peligrosa. Ser ancianos es tan importante —y hermoso— es tan importante como ser jóvenes. Recordemos esto. La alianza entre las generaciones, que devuelve al ser humano todas las edades de la vida, es nuestro don perdido y tenemos que recuperarlo. Ha de ser encontrado en esta cultura del descarte y en esta cultura de la productividad.
La Palabra de Dios nos ayudará a discernir el sentido y el valor de la vejez; que el Espíritu Santo nos conceda también a nosotros los sueños y las visiones que necesitamos. Los jóvenes deben hablar con los ancianos, y los ancianos con los jóvenes. Y este puente será la transmisión de la sabiduría en la humanidad. Deseo que estas reflexiones sean de utilidad para todos nosotros, para llevar adelante esta realidad que decía el profeta Joel, que, en el diálogo entre jóvenes y ancianos, los ancianos puedan ofrecer los sueños y los jóvenes puedan recibirlos para llevarlos adelante.
Todo lo hermoso que tiene una sociedad está en relación con las raíces de los ancianos. Por eso, en estas catequesis, yo quisiera que la figura del anciano se destaque, que se entienda bien que el anciano no es un material de descarte: es una bendición para la sociedad.