Una historia del escritor juarense Francisco Romo, para reflexionar sobre los valores presentes en este acontecimiento que cambió al mundo…
Francisco Romo Ontiveros/escritor
–¡Está más que claro! –dijo Fernando mientras dejaba caer su puño de ocho años sobre una de las bancas del patio, con lo que le dio mayor peso a su afirmación. Luego, el niño movió la cabeza, de manera lenta de un lado a otro, en clara negativa, para concluir con total firmeza–: ¡No tienes ninguna oportunidad!
Los demás alumnos correteaban y jugaban durante el recreo del último día de clases, antes de iniciar las vacaciones de Navidad. Jesly, aunque en el fondo estaba de acuerdo con la resolución del pequeño Fernando, se opuso y lo llamó «bobo»–:
¡Tú qué vas a saber, bobo, ni que fueras el gran sabelotodo!
Pero Jesly, bien que lo sabía. Pidió la opinión de Fernando solo para mantener vivo un rayito de esperanza, más a estas alturas, cuando las clases están por terminar y los comercios se visten de adornos coloridos, crecen pinos con luces muy brillantes en las plazas y sobre las calles del centro de la ciudad cuelgan esferas con flores iluminadas, alcanzar con buenas acciones revertir todo un año de mal comportamiento resulta, prácticamente, imposible. De manera que es oficial: Jesly forma parte del grupo selecto de quienes no recibirán regalo de Navidad a causa de su indisciplina. «Al cabo que ni me importa» pensó Jesly, y en ese momento sonó el timbre en el patio de la escuela para anunciar que el recreo terminaba; y en cuestión de horas, concluiría también la jornada escolar.
–Eso de recibir regalos por portarse bien es algo tonto– dijo más tarde Jesly a su abuela, ya de camino a casa.
–Nada de eso, Jesly –respondió su abuela–. A todos los niños que se han esforzado por obedecer a sus mayores, en cumplir con sus tareas, alimentarse bien, irse a dormir a sus horas, se ven recompensados de una u otra forma en Navidad.
–Yo no quiero recompensas –insistió Jesly, al tiempo que comenzó, desde su asiento en la parte posterior del auto, a patear el sillón que tenía delante, lo que casi provoca un accidente, pues su abuela casi pierde el control del volante tras la sorpresiva zangoloteada del respaldo.
Desobediencia absoluta
La realidad era que Jesly estaba apesadumbrada. Intentaba en su mente encontrar solución al dilema: «Ese Fernando es un bobo, él qué va a saber», pensaba para darse consuelo, pero durante los siguientes días recordó algunos de los incidentes que le habían ganado (si es que su amiguito tenía razón) un lugar especial en el grupo de las personas que se quedarán esta Navidad sin un bonito regalo. Jesly se acordó, por ejemplo, de aquella ocasión en la que, tras la continua insistencia de su madre por lograr que su hija se bañara, ésta, durante un paseo familiar, de manera inesperada aprovechó la fuente en la plaza de San Sebastián para meterse al agua, en un acto de desobediencia absoluta, pues, resulta claro que está prohibido a chicos y grandes zambullirse en las fuentes. Jesly nadó de un lugar a otro por tres cuartos de hora, ante la mirada estupefacta de la gente que se agrupó en torno a ella para observarla brincotear entre grandes chorros de agua.
–¡Si lo que quieren es que me bañe, pues aquí lo tienen! –gritaba Jesly mientras improvisaba diferentes nados–. ¡Quedaré limpia!
El suceso provocó la vergüenza de la madre de Jesly, quien con voz compungida le pedía a su hija que se comportara –: Jesly, mira que vas a hacer que venga la policía. Y efectivamente, fue necesaria la intervención de cuatro oficiales para sacarla del agua.
Un trozo de carbón
Pero si se tratara éste del único suceso desagradable en la historia de Jesly, entonces está claro que dos o tres buenas obras pudieran, en lo sucesivo, ser suficientes para revertir el veredicto del pequeño Fernando y conseguir algún obsequio navideño; sin embargo, el de la fuente era tan solo uno de los muy desafortunados eventos que se acumulaban en el inventario de mala conducta de Jesly.
Los días transcurrían y Navidad quedaba cada vez más cerca.
–Abuelo –preguntó Jesly cuando vio la ocasión–, ¿es verdad que a los niños que se portaron mal no reciben nada en Navidad?
–¡Qué va! –respondió su abuelo–. Sí que reciben algo: Un trozo de carbón.
–¡¿Un carbón?! –replicó admirada Jesly–. ¿De verdad? Pero ¿cómo va a ser eso posible?
–Así es, un humeante y caliente trozo de carbón es lo que los niños mal portados encuentran como obsequio en la mañana del día de Navidad.
De ser así, Jesly sí que tenía su carbón bien ganado, lo que era casi lo mismo que no recibir nada, pues en ese momento vino a su memoria la vez que sus padres la llevaron a conocer un lugar muy bello y antiguo, el palacio de Segovia, en el que habían vivido reyes y personas importantes de otro tiempo. El lugar se encontraba lleno de letreros con la instrucción de «No tocar». Pese a ser Jesly advertida por su madre, quien, cansada por las continuas travesuras de su hija, le dijo, en el característico tono compungido de madre atormentada–: ¡Ay, Jesly! Por favor pórtate bien y no toques nada. Mira que todo aquí es muy antiguo y delicado.
Restringidos de por vida
Más como el lector habrá de suponer, prohibirle algo a Jesly es incitarla a la acción. Pronto se dispuso a tocar tapetes, muebles, toda clase de adornos, indumentaria de época, aparatos astronómicos, instrumentos musicales y libros viejos. Pero fue al llegar a una escalinata que ascendía por la torre principal del alcázar, cuando Jesly provocó el mayor de los daños, pues golpeó con tal fuerza uno de los muros, con lo que consiguió que una de las piedras que servía de base se descolocara y parte de la estructura centenaria se viniera abajo. Fue un milagro que Jesly, sus padres, junto con el resto de los visitantes salieran ilesos tras el derrumbe. Después de las investigaciones, la autoridad competente solicitó se restringiera «de por vida» el acceso a Jesly y sus padres, no solo a museos y sitios históricos de aquella localidad, sino a la ciudad en su totalidad.
Sin amigos
El ánimo de Jesly va de mal en peor, aunque ella no lo diga. Pasan los días y la niña piensa que, quizá, si hubiera otros chicos de su edad a quienes consultar su situación, pudiera finalmente anticipar si era cierto aquello de que, como lo había sentenciado Fernando, los que se portaron mal durante todo el año no recibirán obsequio, o lo que era casi igual de malo, un carbón, como había dicho su abuelo.
Lo cierto es que Jesly no tiene suficientes amigos, salvo el pequeño Fernando, pues a consecuencia de su mal comportamiento, Jesly ha ahuyentado la amistad de sus demás compañeros. Baste recordar ahora, por dar un ejemplo más, la vez que desenchufó un brinca-brinca con cerca de veinte niños que jugaban dentro; o la ocasión que arruinó otra fiesta de cumpleaños cuando quebró ella sola la piñata y, sin ser vista, se comió todos los dulces.
Faltando ya tan solo un día para Navidad, Jesly desayunó una docena de donas con café. Todos sabemos que esa no es una alimentación adecuada, y aunque la madre insiste a Jesly que coma saludable, ésta desobedece y responde siempre de mala gana –: No me importa –repite una y otra vez con enfado–. A mí lo que me gusta es el azúcar, nada de frutas ni verduras.
En el selecto club
«Fernando ha de tener razón, después de todo» –medita Jesly– pues en su memoria se acumulan los recuerdos de sus malas acciones. Aunado al par de fiestas arruinadas, al derrumbe del castillo, el baño en la fuente y el atracón de donas y dulces, se suman innumerables incidentes más.
Rememoró, por dar otro ejemplo, cuando su padre tuvo que llevarla de imprevisto a la fábrica donde él trabaja. Pese a la instrucción de esperar quieta por el lapso de una hora sentada en la oficina, mientras su padre resolvía una cuestión importante, Jesly se las averiguó para salir al área productiva y ponerse a manipular los diferentes botones y comandos de una máquina, con lo que provocó desperfectos en el costoso equipo. El padre de Jesly recibió, como es de suponer, una fuerte reprimenda por parte de sus superiores y tuvo que pagar, de su propia bolsa, la reparación necesaria.
«El bobo de Fernando cree saberlo todo», reflexiona Jesly, quien cada vez está más convencida de formar parte del selecto club de los mal portados (y aquí pudiéramos incluir no solo a niños, sino también a adultos que son señalados, juzgados con dureza a consecuencia de sus malas acciones) y que, en esta Navidad, obtendrán una piedra negra, caliente y humeante, bajo las luces del pino navideño.
Echada su suerte
La espera está próxima a su fin, mientras la derrotada Jesly se esfuerza por guardar la compostura durante la celebración de Nochebuena. Sus padres, abuelos, tíos y primos vigilan con miradas incisivas cada uno de sus movimientos, no vaya a ser que sean víctimas de una más de sus travesuras. Terminada la cena (para sorpresa de todos, en esta ocasión la niña comió de manera ordenada la totalidad de lo que su madre sirvió en su plato, verduras incluidas), Jesly decide retirarse de la mesa (lo hace con toda propiedad, y aunque cueste creerlo, no ha quebrado ni un vaso, ni ha arrojado algún amenazante cubierto, ni tampoco ha provocado a su paso un desafortunado accidente).
Se siente exhausta, ha pensado toda la semana en su triste destino. Al llegar a la sala, Jesly toma asiento en el sillón más próximo al árbol de Navidad y contempla, con la mirada fija junto al pesebre y bajo el resplandor de las luces, el espacio vacío donde habrán de colocar su trozo de carbón ennegrecido y bien ganado. ¿A quién intenta engañar? Se lo confirmó, días atrás, su único amigo, Fernando: «¡No tienes ninguna oportunidad!», de manera que su suerte está echada, junto con la de muchos otros que, aunque ahora los acompañe un sincero arrepentimiento, el peso de sus malas obras parece no aligerarse.
Una de sus tías no deja de observarla desde la mesa, no sea que de pronto a Jesly se le ocurra organizar una batalla campal con las figuras del Nacimiento o trepar por el árbol hasta lo más alto.
Estrella de Navidad
Jesly se queda dormida y más pronto de lo que espera es ya la mañana de Navidad. Conforme a los pronósticos, Jesly recibió un trozo de roca, pero… esperen… éste es de una luz muy blanca y hermosa, ¡es una estrella! Brilla tanto como aquella que vieron lo pastores y los Reyes Magos sobre el portal de Belén. Esparce sus rayos de esperanza en todas direcciones, sobre buenos y malos, sin hacer distinción.
–¡El bobo de Fernando sí que no sabe nada! –dice en voz alta Jesly, mientras observa con creciente asombro el resplandor de su roca–: ¡Lo que pasa es que le gusta ir por ahí, haciéndose, según él, el muy sabelotodo…!