Este 2021 se celebra el jubileo de los 500 años de evangelización en México, una gran fiesta de la fe católica en el Continente. Continuamos con la serie sobre algunos aspectos de los inicios del cristianismo en el territorio hoy conocido como México.
Robert Ricard/Autor
Las mismas razones de apostolado litúrgico que movieron a los religiosos a construir bellas y amplias iglesias, a ajuarearlas con lujo y ostentación, los llevaron también a rodear de la más solemne pompa la celebración de la misa y los más divinos oficios.
Dos frutos esperaban de ello: atraer el alma de los indios, tan sensibles a los espectáculos exteriores, y acrecentar en ellos el respeto y la devoción hacia las sagradas ceremonias.
Para la celebración de la misa del domingo y días de fiesta, la iglesia y en particular el altar mayor eran iluminados con profusión: “adornan sus iglesias muy pulidamente con los paramentos que pueden haber, y lo que les falta de tapicería suplen con muchos ramos, flores, espadañas, juncia que echan por el suelo, yerbabuena”.
“La noche de Navidad ponen muchas lumbres en los patios de las iglesias y en los terrados de sus casas”. “En el Domingo de Ramos enraman todas las iglesias y más a donde se han de bendecir los ramos”.
Música y canto en celebraciones
Las ceremonias del culto eran casi siempre acompañadas de música y canto. Los indios entonaban generalmente canto llano, ya con acompañamiento de órgano, ya con el de diversos instrumentos, y sus coros, dicen los cronistas, hubieran podido competir ventajosamente con los de las iglesias de España. La orquesta debía ser muy rica, pues nos pasma la extrema variedad de instrumentos que se mencionan: flautas, clarines, cornetines, trompetas real y bastarda, pífanos, trombones; la jabela o flauta morisca, la chirimía.
El indio mexicano es amantísimo de la música y de muy lejos venían a aprenderla en los conventos los aficionados.
Cada convento tenía su órgano y para que nunca faltara el organista, se escogía de entre los cantores un indio con capacidad, y se le enviaba a estudiar a México, donde la comunidad hacía los gastos de sostenimiento y enseñanza.
Procesiones, parte de la vida
Complemento natural y necesario de los divinos oficios eran las procesiones. También en este punto se hallaron muy de acuerdo las tradiciones y gustos de los misioneros con los deseos de los indios. Hubo procesiones casi todos los domingos y fiestas. Suponían, desde luego, música y cantos y, si cabe aventurar aquí la expresión, todo un aparato teatral: flores y ramas olorosas sembraban el suelo, arcos de triunfo, hechos de flores también, se elevaban por el camino, se disponían posas brillantemente adornadas y llenas de luces: los indios llevaban en hombros los pasos.
Al parecer las procesiones más grandiosas eran las de duelo o penitencia. Adjunta a la iglesia de san Francisco de México, había una procesión cada viernes de Cuaresma y cada día de la Semana Santa: el lunes, la de las ánimas del Purgatorio. El martes, la de san Juan Bautista –por ser patrono del barrio-; el miércoles, la de san Diego de Alcalá -por tener una cofradía entre los indios-; el jueves y viernes, días de conmovedores recuerdos, había dos: la de la Santísima Trinidad y la del Santo Cristo, el jueves y el viernes, las de la Virgen de la Soledad y la del Santo Entierro. Todas ellas dispuestas a la usanza española, llevaban sus correspondientes pasos.
Cosa galana y suntuosa
Cada pueblo tenía la imagen en escultura de su santo patrono, con sus andas doradas, y cada barrio o congregación, tenía también su correspondiente imagen del patrono.
Pues bien, el día de procesión general los habitantes en conjunto se reunían en el sitio donde había de hacerse, con sus estandartes, sus pasos y su orquesta. Todos estos estandartes, todos estos pasos y todas estas orquestas y aquel mar encendido de cirios hacían de las procesiones “la cosa más galana y suntuosa” que pueda imaginarse.
Las procesiones vinieron a ser parte de la vida, y por su medio iba penetrando el cristianismo más y más en aquella sociedad.
La Morenita, patrona especial de los indios cristianos
México tiene santuarios en abundancia, muy especialmente consagrados a la Madre de Dios, que son objeto de peregrinaciones y cuyo origen se remonta al siglo XVI. Dos de ellos, sin embargo, se sobreponen a la ciudad de México: el de Nuestra Señora de los Remedios y el de Nuestra Señora de Guadalupe.
La Virgen Morena, cuya imagen estaba pintada en el estandarte de Hidalgo, es vista como patrona muy especial de los indios cristianos.
En realidad, el culto de nuestra Señora de Guadalupe antes de 1572 aparece como algo propio del clero secular y del episcopado: los dos arzobispos de México, Zumárraga y Montúfar lo fomentaron y favorecieron. De acuerdo con la tradición, bajo el pontificado del primero fueron las apariciones, a él envió la Virgen a Juan Diego, ante él se descubrió la imagen maravillosa y fue el quien la guardó como en depósito, hasta que en 1533 la hizo transportar de la Catedral, en que primero la había colocado, una pequeña ermita que le edificó, y él fue también quien, en unión de Cortés, organizó una colecta para la construcción de un decente santuario.
Así pues, la devoción a la Virgen de Guadalupe y la peregrinación al santuario del Tepeyac parecen haber nacido, crecido y triunfado al impulso del episcopado.