Seguimos aprendiendo sobre el cielo en esta cuarta entrega de la serie para reflexionar sobre la más importante oración del cristiano: el Padre Nuestro …
Pbro. Pablo Domínguez Prieto +
Vamos a seguir en el Cielo. ¡Es una buena noticia!
Sobre esta parte de la oración ‘que estás en el cielo’, veíamos primero cómo es para nosotros una llamada a vivir desde el hombre nuevo, desde el hombre celestial. Segundo, era una visión de la excelsitud de Dios; y tercero, era una señal de la cercanía de Dios, de qué modo está presente Dios.
Y ahora vamos a pasar a una segunda cuestión ¿A quién no le gusta hablar o pensar en el cielo? Y si alguno, en este momento, dice que el cielo le parece aburrido, eso es señal de que todavía estamos muy lejos de saborear, siquiera un poquito, la grandeza que va a significar para nosotros, Dios mediante, nuestro ser en el cielo eternamente.
Somos seres históricos
Quiero hacer antes una consideración un poco filosófica de dos cuestiones. En primer lugar, dice Aristóteles que el hombre es un ser histórico; esta es una cuestión clara, y se nota en que el hombre tiene memoria cognitiva para hacer presente el pasado y para hacer presente el futuro, es decir, que el hombre es capaz de vivir -en el presente- lo pasado y lo futuro, y de tal modo, insisto, que nuestro momento presente excede los límites del tiempo en el sentido de que la Historia conforma nuestra propia vida; por tanto, nosotros no dejamos de ser lo que hemos sido y, de alguna manera, somos ya lo que seremos, lo que deseamos; por eso, en nuestra vida es tan importante la memoria. Vamos a aplicarlo ahora a la vida espiritual.
La memoria. ¡Qué importante es tener presente lo que Dios ha hecho conmigo a lo largo de mi vida y hacer presente lo pasado, es decir, ¡Que no se pierda! Es importante porque eso forma parte de mi ser, como el haber sido creado, mi llamada al sacerdocio, por supuesto, mi Bautismo y cada momento de mi vida donde Dios se ha hecho palpablemente presente: todo esto forma parte de mi vida actual y es, por eso, tan importante hacer a veces memoria de la historia de la salvación de mi vida.
Y también -Igual que hemos hecho referencia al pasado- lo hacemos con el futuro, ya que es importante también anticiparse a él de alguna manera: traer al presente el futuro. ¿Y cuál es nuestro futuro más gozoso: ¡El cielo! Por eso conviene de vez en cuando hacer presente lo futuro, el cielo; a lo que estamos llamados para siempre y lo que Dios nos tiene reservado.
Tesoros en el cielo
Si pensamos lo que dura la vida, da igual lo que dure, uno, diez, cien o mil años (cada uno se sitúe en el margen que considere oportuno), es nada, comparado con la Eternidad, es decir, que si la vida de la tierra fuese la puntita de la mina de mi lápiz, la duración de la eternidad sería más o menos ir de aquí a Plutón, y viceversa, infinitas veces; por tanto, no hay proporción.
Por eso conviene hacer lo que nos dice nuestro Señor: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6,20)
Si nos preguntáramos: ¿Qué preferimos, atesorar tesoros que van a durar una micra de segundo o tesoros que van a durar una eternidad?” y alguien responde “el tesoro que dura una micra de segundo”, entonces diríamos “Está loco” ¿Y quién es ese loco? Nosotros.
Aunque parezca absurdo elegir la primera opción, nosotros solo deseamos lo que está aquí, lo que caduca aquí o lo que aquí se acaba. Por eso, pensar un poco en la eternidad sin el cielo viene tan bien; porque el futuro duradero es fundamental; no se trata de hacer presente lo que no va a venir, sino lo que por gracia de Dios vendrá; y no se trata de que nos agobiemos con lo que no existe, sino de lo que, por gracia de Dios, existirá.
Es curioso cómo, a veces, no nos preocupamos por algo que existe y nos agobiamos en cambio por cosas que no existen; pero no tenemos presente lo que sí existe: es que el cielo existe, es que ahí están los santos ya; por eso, es una maravilla poder pensar, meditar, reflexionar y de alguna manera, hacer presente el cielo.
Conocido y saboreado
La segunda inspiración filosófica es la reflexión sobre uno de los principios metafísicos o gnoseológicos más conocidos: “nada es querido que previamente no haya sido conocido”. Entonces, ¿Qué es lo que pasa? Pues que muchos de nosotros a veces no queremos o no deseamos (volitum) y nadie desea algo, en este caso el cielo, si no lo ha conocido. Alguien puede decir que es difícil conocerlo; pero, realmente un poquito sí lo conocemos, pues podemos ver lo que la Escritura dice de Él, y también veremos lo que Dios dice del cielo ¡que es buenísimo!
Por tanto, ‘Padre Nuestro que estás en el cielo’ es una llamada a decir también cada uno de nosotros: “Dios mío, yo quiero estar allí donde Tú estás”, por tanto, en el cielo. ¿Y qué podemos decir del cielo: En primer lugar, hemos de desearlo y tenemos que tener deseo ardiente de ir al cielo.
¿Qué es lo que nos pasa? Tal vez que no hemos saboreado un poquito el cielo; pero si lo saboreáramos, aunque fuera un poquito, no querríamos otra cosa. Lo que le vamos a pedir hoy al Señor es “Señor, que saboree y desee por encima de todo el cielo”. Hermanos míos, todos estamos llamados a vivir eternamente el cielo. Nuestras cuentas bancarias y todas las cosas que hayamos atesorado, todo eso será nada ¡nada! Nada! ¡Nada! Nos llevaremos al cielo solo lo que hayamos atesorado allí. Pero ¿Qué podríamos decir nosotros del cielo?
¿Qué es el cielo?
En primer lugar hemos de decir que el cielo es “Vivir con Dios, vivir en El, vivir junto a El eternamente”. El cielo es, de alguna manera, lo que todos anhelamos en la tierra, que es estar con Cristo” -dice San Ambrosio-; “La vida es estar con Cristo, Allí está la vida. Allí está el Reino y, para mí, la vida es Cristo”. Además, es una ganancia el morir.
Dice san Ignacio de Antioquía cuando le piden que renuncie al nombre de Cristo -que apostatase-: “Por favor, no queráis que muera -que significa no queráis que apostate- dejadme vivir -que significa, dejadme morir mártir-”, en su carta a los romanos. Este es el deseo y lo que los santos han atisbado.
¿Saben qué ocurre? Es que no conocemos lo suficiente a Cristo, es que, quizá no lo deseamos porque no lo conocemos: es la pena. Por eso, todo cristiano hemos de intimar con Cristo, hemos de conocerle profundamente y hemos de desearle por encima de todo.
¿Qué es el cielo? ¡Una vida perfecta con la Santísima Trinidad, la comunión de vida y amor con Ella! No habrá otra cosa que amor. El cielo, sigue diciendo el Catecismo, es “el fin último, aquello para lo cual algo existe: ¿Para qué existo yo? Para el cielo y para vivir eternamente junto a Cristo, junto a Dios en el seno de la Santísima Trinidad.
¿Cuál sería entonces nuestra meta? ¿Ser famosos; tener muchos bienes materiales; gozar? Estaríamos locos. ¡No! la vida es estar con Cristo.
Ni idea
Pero esa vida del cielo ¿Cómo es? Pues ni idea, y como dice san Pablo : “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana puede imaginar lo que Dios tiene preparado para los que lo amaban” (1 Cor 2, 9) Es imposible pensarlo o imaginarlo ya que es más de lo que podíamos imaginar.
Cuando estuve estudiando filosofía, tuve una asignatura que se llamaba Antropología Cultural, y pedían que hiciéramos un trabajo de campo. Yo aproveché para hacerlo sobre la muerte, ya que iba de vacaciones al pueblo de mi padre, en Galicia, y allí se vive intensamente la cuestión de la muerte. Empecé a preguntar a aldeanos, gente muy sencilla que solo cuida animales. Les preguntaba cómo se imaginan el cielo y me contestaba alguno: “Yo lo imagino con vacas, no me imagino el cielo sin vacas, vacas de primerísima clase, lleno de vacas, ¡Todas para mí!.
Esto pasa por que uno se imagina el cielo como un lugar donde está lo mejor que puede esperar, Pero ¿Qué es lo que ocurre? Que no tenemos ni idea. Es como cuando preguntas a un niño hasta cuánto sabe contar y te responde que muchísimo, hasta cien. Pero cuando tú deseas algo muy perfecto ¿No será que deseamos sólo vacas; o no será que la idea del cielo es paupérrima?
Es que es verdad. ¿Cuál es nuestra imagen del cielo? La vida perfecta con la Santísima Trinidad, el amor insuperable. ¡Amar y ser amados sin posibilidad de que quepa más! Hermanos, hay que pensar esto, hay que ilusionarse con esto, hay que decir que me lo juego todo por ello. Merece la pena.
Arriesgarlo todo por la plenitud
Me contaba el sacerdote que me bautizó que falleció hace un año -ya muy mayor-, que estaba en la parroquia cuando vino un señor mayor con un cheque bancario y se lo dio diciéndole: “Le traigo mi ahorros”; y le comentó que había estado en un retiro espiritual y se había dado cuenta, tarde, que se iba a morir y que todo el dinero que tenía no lo quería, porque no servía para nada. Decidió darlo a la Iglesia para ver si Dios tenía misericordia de sus pecados. Me contó que le dio un cheque por una cantidad muy grande y después se fue. A la media hora volvió y le pidió : ¿Me puede devolver el cheque? Delante de él lo rompió. El sacerdote no entendía nada. Pero el señor sacó otro cheque con una cantidad superior y le dijo que había dejado una pequeña cantidad, por si pasaba algo. Pero decidió que si lo daba, lo daría todo. Y le dio el nuevo cheque con la totalidad de lo que tenía.
Lo que ocurre es que nosotros, a veces, queremos jugar a dos bandas: queremos la riqueza del cielo, y a la vez, la riqueza de la tierra; deseamos vivir eternamente junto a Dios en el cielo, pero , además no sufrir nada aquí. Tenerlo todo es imposible. Debemos apostarlo todo por el cielo. Tenemos que invertirlo todo y arriesgarlo todo. porque si no lo hacemos, no merece la pena vivir.
Dice el Catecismo que este misterio sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura habla con imágenes, y dice, por ejemplo, vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del Reino, Jerusalén celeste, paraíso, etc. Son imágenes, cada uno pone su imagen; pero solo sabemos una cosa: que es la plenitud.
El cielo y los santos, según el Apocalipsis
Pero cómo podemos hacernos una imagen del cielo, saborear el cielo…¿De qué modo podemos anticiparnos a él? Yo les propongo hacer una meditación y les propongo, además, leer el capítulo séptimo del libro del Apocalipsis, es magnífico.
Saben ustedes que el lenguaje apocalíptico es simbólico; todo aquello que excede a la posibilidad que el hombre tiene de comprender se expresa de forma simbólica; y es muy vistoso e impactante y nos anticipa, de alguna manera, la grandiosidad de lo que significa el cielo, en donde estaremos antes de lo que pensamos.
El peor daño
El texto del Apocalipsis dice: “Después de esto, vi cuatro ángeles en pie en los cuatro ángulos de la tierra, que retenían los cuatro vientos de la tierra para que no soplase el viento ni sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre ningún árbol” (Ap 7, 1).
Así, los cuatro ángeles del cielo ya rodean todo lo creado y todo lo que existe; todo lo demás ya ha desaparecido. Es caduco. Todo es caduco. Estas cosas que están construyendo o esta casa tan bonita, todo esto es caduco. Los ángeles ya ocupan todo lo que existe: la nueva tierra.
“Después vi otro ángel, que subía, del oriente y llevaba el sello del Dios Vivo” (Ap 7,2); y es un símbolo como el de Moisés, es el sello que iba a poner en cada uno de los que han vivido unidos a Cristo, es decir, que va a sellar el cuerpo de Cristo, que somos nosotros, en tanto que estamos unidos a Él por la gracia.
“Y gritó con voz potente a los cuatro ángeles a los que se les había dado el poder de dañar la tierra y el mar: ‘No toquéis la tierra, ni el mar, ni los árboles, hasta que hayamos sellado en la frente a los servidores de nuestro Dios’ (Ap 7, 2-3).
¿Qué está diciendo? Pues que todo aquel que esté unido a Cristo, no sufrirá nunca daño porque, qué es el daño: ¿Qué es la muerte?: No estar junto a Cristo. Todos entendemos este lenguaje es un lenguaje que no significa que Dios va a causar daño a alguien, sino que el que está separado de Cristo ya se ha causado el daño -y es el peor daño que puede tener el hombre: no vivir junto a Él, porque no va a ser llevado a la Gloria-.
Solo Dios salva
“Y oí el número de los sellados de todas las tribus de Israel: ciento cuarenta y cuatro mil” (Ap 7,4) Nombra a las doce tribus. Tras hablar de las doce tribus dice: “Después de esto vi aparecer una gran muchedumbre, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua. Estaban en pie delante del trono de Dios y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos” (Ap 7,9). La “vestidura blanca” es la gracia, y las “palmas” son el martirio; “mártir” significa “testigo”; son los testigos de Cristo los que en su vida han transparentado a Cristo, los que en la vida han sido otro Cristo, los que en la vida han vivido la vida de Cristo y los que han sido cuerpo de Cristo.
Esos son los bienaventurados. Y gritan con fuerte voz ¡La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! Es decir, solo Dios salva, solo Dios es la vida, solo Él es la felicidad, eso gritan los bienaventurados.
Anticipación del cielo
Dice después: “uno de los ancianos tomó la palabra y me dijo: “Esos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿Quiénes son y de dónde han venido?”. Yo le respondí: ‘Señor mío, tú lo sabes”. Él me dijo: “esos son los supervivientes de la gran tribulación, y han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero’” (Ap 7,13-14).
Nombra “la gran tribulación”: ¡la cruz!, ¡la cruz! Nos ha dicho ya el Señor: “quien quiera venir detrás de mí que tome su cruz de cada día y me siga”. No podemos ser enemigos de la cruz porque hablar del cielo es inseparable de ver la cruz, la cruz glorificada, y así habremos sido lavados por la sangre de Cristo, porque si estamos unidos a la cruz, nos ha llegado el sufrimiento, pero también nos ha llegado la gracia, la sangre, la salvación, el amor. Por eso, están delante del trono de Dios dándole culto día y noche en su santuario.
La anticipación del cielo aquí es el culto a Dios, es la Eucaristía, es la adoración, es la anticipación más cercana del culto, por tanto, del cielo.
Continua diciendo: “Ya no tendrán más hambre ni sed; no sentirán más el fuego ardiente del sol; porque el ángel que está en medio del trono será su pastor y los conducirá a las fuentes de las aguas de la vida; y Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos” (Ap 7, 16-17) Es una visión preciosa la que ofrece el capítulo séptimo. Recomiendo leerlo de vez en cuando, porque a uno le entra el gusanillo para desear un poco el cielo, vivir de la presencia del cielo, anticipar a mi presente el cielo, al cual estamos llamados.
Esto es lo que les propongo: anticiparse el cielo, de alguna manera anticiparlo, revivirlo, desearlo y apostarlo todo y ¿por qué no? ¿por qué no escribimos un cheque y se lo damos a Dios? ¿Pero qué cantidad vamos a poner en el cheque?; ojalá lo demos todo por conseguir lo único importante.