Hilario Duarte/Comentarista católico
Los terribles acontecimientos de Orlando, Florida, han hecho que el tema de la homosexualidad tome mayor relevancia y otros matices.
El tema no es nuevo, de ninguna manera, porque la homosexualidad existe de antiguo. A través de la historia conocemos casos de homosexuales que incluso fueron personajes notables en sus sociedades y sin duda seguirán existiendo mientras haya seres humanos sobre la tierra.
Lo que sí ha cambiado es la forma de juzgarles, pues de verlos con indiferencia o rechazarles, hasta perseguirlos y matarlos como seres abominables -cosa que ahora vemos sobre todo en la mentalidad islámica más radical-, se les encuentra en cualquier profesión u ocupación sin que su preferencia sexual sea un obstáculo para su desempeño en la sociedad ni disminuya el respeto que todos les debemos.
La ciencia, en los más recientes estudios realizados en gemelos idénticos -uno homosexual y el otro no-, destaca que no existe un «gen homosexual» sino que son factores principalmente ambientales los que influyen para que una persona desarrolle atracción hacia su mismo sexo.
Cuando el Papa dijo que si una persona homosexual busca a Dios, «¿quién soy yo para juzgarlo?», se refería a ese respeto que toda persona humana merece y que debería ser la actitud con que todos veamos a cualquier otro ser humano; así es como debiera comportarse cualquier sociedad civilizada.
La Iglesia no juzga modos de ser ni conciencias individuales. Lo que sí juzga son acciones que son contrarias a la doctrina que recibió de su Fundador y que dañan a la sociedad, porque es su obligación por el mandato que recibió. No hay allí un afán de molestar a nadie.
Todos tenemos la libertad de comportarnos como individuos delante de nuestra conciencia y de Dios, pero cuando ese comportamiento daña a otros, allí la ley humana interviene para corregir ese comportamiento y la Iglesia tiene el derecho de orientar, señalar y proponer lo que es según su doctrina.
El mal llamado «matrimonio» homosexual contradice no sólo la historia del matrimonio en todos los pueblos, sino la naturaleza misma de la raza humana. Hasta ahora no se ha encontrado otra manera de perpetuar el género humano más que por la unión de una célula masculina y una femenina; y la forma natural de concebir, fuera de experimentos de laboratorio, es la relación conyugal de ese hombre y esa mujer, unidos para criar y educar al nuevo ser; así cada quien cumple con una función dada por la misma naturaleza. Esto para nadie es una novedad, y a eso se le ha llamado desde siempre matrimonio en todos los idiomas.
Por eso la Iglesia Católica y muchas otras Iglesias, así como gran parte de la sociedad pensamos que es inadecuado llamar matrimonio a una unión homosexual, porque es crear una confusión innecesaria y decir que es un derecho humano. Tal denominación es, por tanto, errónea; el Tribunal Internacional de la Unión Europea en Estrasburgo, Francia, lo ha reconocido así al afirmar que no es un derecho humano llamar matrimonios a las uniones homosexuales.
En varios estados existen las uniones de convivencia reconocidas oficialmente, por medio de las cuales dos personas del mismo sexo se unen, tienen la posibilidad de heredar, de inscribirse en el seguro social y convivir bajo el mismo techo. Hasta aquí, todo el mundo está de acuerdo en el derecho que tienen dos adultos de cualquier orientación sexual a vivir como quieran.
Pero la ulterior intención es lograr que se les conceda la adopción de niños, enarbolando la bandera de «SU» derecho humano, cuando la adopción es un derecho de los niños a vivir en un hogar lo más parecido al lugar en que debieron haber nacido, con un padre y una madre que les amen y cuiden hasta ser adultos. No se trata pues de satisfacer el deseo de dos adultos a tener algo que se parezca a un hogar normal.
Por supuesto que esta situación ha levantado la protesta de Iglesias y de muchos grupos sociales. Pensamos que ante situaciones como ésta que afectan gravemente a la sociedad, el Congreso de la Unión y los Congresos de los Estados deben hacer consultas públicas para legislar de acuerdo al parecer de sus representados antes de aceptar iniciativas como la presidencial, no obstante las presiones que hacen comunicadores e intelectuales que tachan a la Iglesia Católica de intolerante y homofóbica. No hay tal.
Dicen los Obispos, con razón, que habiendo tantos gravísimos problemas en este país, parece que el Presidente se enfoca en mandar iniciativas para complacer a un sector muy minoritario de la sociedad, menos del 2% según se calcula, pero que tiene un enorme poder económico venido de fuera.
Afrontemos el problema en su dimensión real, pero no nos dejemos llevar por el ruido que se hace en torno al tema, como por ejemplo cuando algún famoso se declara homosexual, dicen: «sale del clóset»; esto aparece en todos los noticieros y periódicos, como si fuera lo más normal y la generalidad.
Respetamos a las personas, sean quienes sean, pero debemos defender la familia de aquellas iniciativas que sin duda la dañan y, por ende, afectan a nuestra sociedad.