Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/Director de Presencia
Vivimos en un tiempo en el que las fuerzas políticas se polarizan en bloques ideológicos. México tiene a la nueva presidenta Claudia Sheinbaum Pardo con una ideología socialista liberal y con un poder de tal magnitud que, con las cámaras de diputados y senadores de su partido, y con cada vez menos organismos que le hagan contrapeso, puede hacer prácticamente lo que quiera.
En el otro lado del espectro político, en Estados Unidos se levanta imponente la figura de Donald J. Trump como una especie de César de talla internacional en el que millones de personas tienen puestas sus esperanzas. Sin embargo, los católicos hemos de tener cuidado en no poner todas nuestras expectativas de felicidad en los políticos, cualquiera que sea su ideología. Aprendamos de las circunstancias políticas que rodearon el nacimiento de Jesús, el Salvador del mundo y anhelemos lo verdaderamente importante.
El nacimiento de Jesús tuvo su marco histórico y político. San Lucas relata que en aquel tiempo apareció un decreto del emperador Augusto que ordenaba un censo en el imperio. Dicho censo ocurrió cuando Quirino era gobernador de Siria. Por ese motivo José y María emprendieron el viaje de Nazaret a Belén de Judá. Es asombroso que Dios, en su sabia Providencia, se haya sujetado a las órdenes de un emperador romano para que su Verbo eterno naciera como hombre en Belén, la ciudad de David, que era el lugar de la promesa del nacimiento del Mesías Rey.
Existe un texto antiguo en la ciudad griega de Pirene que describe los méritos del emperador Augusto y lo llama «salvador del mundo». En esa misma ciudad se hizo un calendario en honor a él que establecía el natalicio de Augusto como un «comienzo nuevo» en la historia de la humanidad. De hecho se utilizaba el concepto de «euangelion» –buena nueva– para indicar la era de paz que traía el nacimiento del emperador.
Augusto no era visto solamente como una figura política, sino como una deidad. Su mismo nombre «Augusto» significa «el adorable», un título que se atribuía a dioses griegos y que en el Antiguo Testamento estaba reservado sólo para Dios. Él era visto como quien introducía un nuevo tiempo para el mundo.
Fue el emperador Augusto quien dio estabilidad, paz y máximo desarrollo económico al Imperio romano. A partir de su gobierno los romanos gozaron de calma dentro del imperio y de seguridad exterior. Por primera vez el gobierno abarcaba el orbe y los bienes de todos se ponían al servicio del bien común. Se desarrolló una gran comunidad cultural que les permitía a los ciudadanos del imperio entenderse y compartir valores comunes.
Aquellos 200 años de máxima paz y de crecimiento social, económico y cultural fueron conocidos como la «plenitud de los tiempos», cuando el imperio estaba en su cenit. Los cristianos sabemos que, en realidad, la verdadera plenitud de los tiempos aconteció justamente en esa época, pero no por Augusto sino por un motivo radicalmente superior: el nacimiento del Hijo de Dios –el único verdaderamente adorable– en un oscuro rincón del imperio. Y también sabemos que el verdadero «euangelion» no era la paz romana sino la maravillosa noticia de la Encarnación del Verbo eterno de Dios.
Es asombroso que Dios se vale de las decisiones de los gobernantes para llevar adelante su plan de salvación. Y aunque hoy el mundo está dividido en ideologías políticas que chocan, nada ni nadie puede impedir el avance del Reino de Dios. Ni siquiera aquellos dictadores que a semejanza de Herodes persiguen a la Iglesia –como Daniel Ortega en Nicaragua– pueden poner fin a que Jesús siga naciendo en los corazones y su reinado de amor se multiplique en esas tierras.
Los imperios y los regímenes políticos cambian con el tiempo y desaparecen, como desapareció Augusto y el Imperio romano. Así pasará la grandeza de las potencias mundiales de la actualidad con sus hombres de la vida pública.
La cultura occidental es grandiosa gracias a la herencia del derecho romano, al pensamiento griego y, sobre todo, al nacimiento, vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Cristo es el alma de nuestra cultura. Sin Él el Occidente navega a la deriva del ateísmo y se prepara para el naufragio. Que Jesús siga naciendo en más corazones y familias, y que tengamos una fe grande para únicamente Él se siente en el trono de nuestras vidas. ¡Feliz Navidad!