Pbro. Eduardo hayen Cuarón/ Director de Presencia
Raúl es un muchacho alto y rubio de 21 años que cumple una sentencia de cuatro años y medio en la cárcel. Su historia fue recogida por Saskia Niño de Rivera, criminóloga, y por Mercedes Castañeda, psicoterapeuta. «Ojalá que alguien me hubiera hecho entrar en razón… antes de que fuera demasiado tarde», confiesa Raúl. En su cara rodeada de tatuajes, distintivos del cártel al que perteneció, se pueden vislumbrar en veces, rasgos de un niño y, en otras, de un soldado.
Un día sus hermanos y él, al regresar a casa de la escuela, oyeron que tocaron a la puerta. Dos muchachos les ofrecieron trabajo con un sueldo de 35 mil pesos mensuales. Raúl, viendo su vida aburrida y su familia disfuncional por el divorcio de sus padres, imaginó todo lo que podía comprar para él y los suyos. Sin más, él y su hermano aceptaron. Con apenas tiempo para despedirse de su mamá, quien no estaba contenta, los del cártel pasaron por el barrio y los reclutaron. Les dieron un arma y los llevaron a la sierra para recibir entrenamiento.
En la sierra fueron entrenados por exmilitares y exmarinos, quienes les enseñaron todas las técnicas para matar. «La mente se va entrenando sola –dice Raúl–. No te enseñan nada de eso. Eso ya es de uno mismo y de cuando empiezas a matar, ahí empiezas a dejar de sentir. Había muchos amigos que al asesinar gente se ponían mal. Yo dejé de tener miedo después de un enfrentamiento en 2015… Se me hizo muy fácil meterme a la delincuencia organizada, y ya cuando vi esto entendí mucho y dejé de temer como las primeras veces porque pensé: ellos o yo, mueren ellos o muero yo».
Al poco tiempo Raúl comenzó a descuartizar víctimas del cártel y se hizo un sanguinario. «De pronto te das cuenta de que ya estás mochando cabezas, brazos y todo… y ya no sientes nada. Yo veía a algunos amigos débiles y pensaba: ¿por qué no siento nada y ellos sí?» Al principio se drogaba para hacer los homicidios. Le encantaba usar el cuerno de chivo y el G-3, que es un arma del ejército. Con las armas se sentía todopoderoso. «No me toques porque te mato», se decía. Sólo tenía 15 años.
Raúl confiesa que carga con 30 muertos, aunque dice que hay unos que lo han marcado más que otros, como cuando tuvieron que matar a varios, delante de niños y mamás que lo vieron todo. «Ahora, cuando pienso en ese día, siento bien feo. A mí no me gustaría que mis hijos vieran eso, pero andaba bien drogado y no asimilaba las cosas». En su tempestuosa vida conoció a Julieta, que hoy es la mamá de sus hijos. Con ella quiso formar una familia, aunque ella no quiso trabajar con el cártel.
Durante años Raúl pasó muchas noches sin dormir, trasladándose de monte en monte y de un estado mexicano a otro. Recibía órdenes para que lucharan a brazo partido para no dejar que nadie se metiera en su territorio. Entonces comenzó a pensar: «Me están dando órdenes de que nadie se meta, pero, ¿y mi vida? ¿Y mi familia? ¿Qué les voy a dejar? ¿Nomás el esqueleto y luego entiérrenme y ya? ¿Nada les voy a dejar? Una larga lista de sus amigos habían sido asesinados y él no quería ser el próximo. Fue cuando internamente se rebeló contra la organización criminal y fue pensando en cambiar de vida.
Cuando nació el primero de sus dos hijos, Raúl confiesa que fue el momento más bello de su vida: «ver su cara, sentir sus manitas y sus pies… siento cosas muy bonitas por ellos».
Un día, a él y a sus compañeros los detuvieron miembros de un cártel contrario y los rafaguearon. Raúl se tiró al piso y soltó su arma. Pensó que ahí moriría. Dos de sus amigos agonizaban. Se acercó a ellos, los vio lanzar el último suspiro y ponerse fríos. Hacía cinco minutos que conversaban tranquilamente y después, cinco de ellos estaban muertos. Sólo sobrevivieron él y otro compañero malherido.
Después a Raúl lo apresó la policía y lo llevaron a una cárcel desde donde siguió controlando las actividades del grupo delictivo fuera del penal. Sin embargo Raúl reconocía que tenía corazón. Le gustaba ser amable y amigable, y ponerse en los pies del otro. Vio cómo golpeaban a los presos que no tenían para pagar la droga, y pensaba: «No manches, si yo estuviera en su lugar y no tuviera para pagar pues cómo le haría».
Raúl recuerda a otros de sus familiares que también, como él, anduvieron mal. A todos los mataron. Su hermano supo salir del cártel justo cuando apenas empezaba. Hoy Raúl vive con dos o tres mil pesos a la semana, pero los disfruta con su familia, quitado de la pena, sin andar cuidándose las espaldas. Ya no pertenece a ningún grupo delictivo y no quiere regresar, aunque no tenga dinero para darle a su mamá y a su familia. Lo poco que tiene se lo agradece a Dios. Y piensa: «Si otra vez tuviera esa edad, me pondría a estudiar. No buscaría el poder que da un cártel, buscaría el poder del estudio».
La Iglesia Católica ora por la conversión de los narcotraficantes y los sicarios. Cuando las familias son débiles por la falta de valores religiosos y morales; cuando existe violencia intrafamiliar y ruptura entre los padres; cuando la figura paterna está ausente o es frágil; cuando el ambiente se vuelve permisivo porque muchos conocidos andan en malos pasos; cuando la cultura exalta el crimen con los narco-corridos; cuando se vive en un país con falta de voluntad política para combatir al crimen y donde la impunidad es mayor al 95 por ciento; es cuando el caldo de cultivo es perfecto para que los jóvenes, como Raúl, sean reclutados por las mafias. Aún así siempre queda entreabierto un reducto de humanidad y libertad en las almas de esos hermanos nuestros. Es ahí por donde puede colarse la gracia bendita de Jesucristo, implorada por nuestra oración, que resucita a los muertos.