Carlo Mejía Corona/ Predicador
Toma un gran tiempo asimilar lo que realmente somos. Vivimos en una sociedad que mide el éxito de las personas de acuerdo a las apariencias, la forma en la que tiende a desenvolverse cada individuo, por cuántos títulos o maestrías se tengan acumulados, por qué tanto se haya viajado por el mundo, haciendo caso omiso a las realidades con las que se conviven dentro del forraje corporal con el que cada persona le ha tocado lidiar las 24 horas del día. La verdad es que nuestra naturaleza humana es muy frágil, pero hay quienes sienten ser sujetos inquebrantables debido a la sabiduría, capacidades o talentos que Dios les haya obsequiado (Habremos de recordar que todo nos viene de lo Alto y nada de lo que dispongamos en nuestra materia, lo tenemos por nuestros propios méritos).
Hay personajes que, en su afán de creerse inmortales han recurrido a los medios que ofrece la ciencia, la tecnología o fílosofías que van totalmente en contra del plan de lo divino, de lo celestial.
Pero nacimos para conocer a Dios, amarlo y servirlo en esta vida; en este acumulamiento de distintos capítulos que nos regala el vivir, amar a Dios en el prójimo y alcanzar el cielo.
No hay peor engaño o testarudez que la de sentirse a la par o al nivel de Dios.
Muchos, en el esmero por llegar a la cima del éxito han llegado al punto del desquicio intelectual por querer retar a la muerte o a Dios queriendo ser eternos (tenemos el ejemplo claro del transhumanismo). De nada sirve al hombre tener asegurado un futuro aparente, si se pierde el alma o la razón de ser o de existir.
El hombre, en su necedad de sentirse poderoso, ha pretendido reemplazar a Dios por medio del intelectualismo usando como base al humanismo, es decir toda la confianza y la fe puesta en lo que es elaborado por el hombre como si fuera omnipotente o el todopoderoso…(pero) constantemente tenemos que recordar lo que somos: seres con muchas carencias y con capacidades limitadas.
A este mundo, a decir verdad, no venimos a tener éxito, venimos a ser leales a Cristo, pero nos enamoramos de las cosas terrenales, como si fueran a ser nuestra salvación o nuestra plena realización y como si mediante de ellas se fuera a cubrir nuestra aseguranza de vida, cuando en realidad lo único asegurado en este mundo es la muerte.
Las pruebas, las tristezas son flagelos, pequeñas torturas para nuestra carne; son un recordatorio de que somos frágiles en nuestra humanidad, pero sobretodo somos polvo; somos barro. Venimos de la arcilla. Somos como el capullo y tarde que temprano nuestra alma irá evolucionando para después salir renovada en forma de mariposa.
Tenemos que abrazar la gran responsabilidad de ser llamados hijos de Dios y no hijos del mundo; no somos productos de la humanidad que cada vez va más en decadencia. No podemos depender de las opiniones que se están quedando sin alma por el distanciamiento hacia las cosas de arriba. Nuestra obligación es llevar la esperanza a todos nuestros semejantes haciéndoles recordar que esta vida material no es la definitiva.
Cada día, cada mes, cada año que pasan por encima de nuestro cuerpo, son una carga que se va acumulando a nuestra delicada o frágil vida, siendo parte de lo que somos, del polvo, nos vamos desgastando. El mundo, las enfermedades, las mortificaciones, el cansancio, los problemas y todo lo que reina en nuestro ambiente, nos van deteriorando. Sin embargo, si optamos por refugiarnos en las cosas de arriba, el Espíritu de Dios nos conforta y aligera significativamente nuestro equipaje hacia la vida eterna. Y, la verdad es que podemos ir envejeciendo con alegría o bien con amargura. De nosotros depende cuál camino queremos recorrer. El camino de la verdad que es el de Cristo, el de tomar la cruz y el de seguirle, nos hace ser personas sensibles al sufrimiento y a las necesidades de nuestro prójimo.
La muerte
Es de sabios admitir que uno de los mejores acontecimientos o hechos de la vida, es el deceso o la muerte, que aunque no estaba dentro del plan de Dios, entró a raíz del pecado de Adán y Eva, nos ha auxiliado a entender realmente el significado por lo cuál fuimos creados: vivir eternamente.
La muerte es la puerta hacia la vida infinita; es una realidad con la que constantemente convivimos sin importar cual sea nuestro estatus económico.
Es menester hacer mención que nuestro motivo de ser, existir y vivir, todos tienen que venir acompañados de saber amar a Dios sobre todas las cosas; por encima de todo lo establecido por el mundo, ya que toda la creación existe para adorar a Dios.
Seamos hijos de la luz y no productos del mundo. No podemos permitir que sea el pecado el que nos consuma, sino que por lo contrario, habremos de vivir con los ojos bien abiertos dado a que estamos jugándonosla en cuanto a la salvación de nuestras almas.
En una ocasión platicaba con un personaje de la comunidad Menonita que comentaba lo siguiente:
En nuestras comunidades cada vez que arriba un nuevo miembro de la familia, nos ponemos a llorar exclamando lo siguiente: – ¡Este niño viene a luchar y sufrir al mundo! En cambio cuando alguien parte hacia la vida eterna, en nuestras comunidades se hace fiesta.
Con este mensaje es bueno señalar que todos algún día tendremos que morir, porque somos polvo y al polvo o la tierra volveremos.
En conclusión, habremos de no desperdiciar cada momento que Dios nos regala como si fuera el último día de nuestra vida, porque hoy estamos aquí, mañana no lo sabemos. Aprendamos a vivir con gozo y alegría a sabiendas de que no somos de este mundo, somos de allá, del cielo, nuestra patria celestial.
En el día final, todos resucitaremos. ¡Esa es la gran esperanza!