Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
Una de las herramientas más eficaces para aquellos católicos que tengan deseos de mejorar su vida espiritual es tener un plan de vida espiritual y llevarlo a la práctica. Para la mayoría de los cristianos esto puede parecer extraño. Muchas veces hemos escuchado hablar del kerygma –el gozoso anuncio de Jesucristo como Aquél que murió y resucitó por nuestra salvación–; en nuestras catequesis hemos escuchado diversos temas para profundizar nuestra fe; también conocemos medios importantísimos que nos da la Iglesia para crecer espiritualmente, tales como la escucha de la Palabra de Dios, la vida de oración, el recurso precioso de los sacramentos y las obras de caridad. Pero del plan de vida espiritual se habla muy poco, quizá por creer que es un recurso reservado para personas de vida consagrada. En realidad es uno de los métodos más eficaces para crecer en la vida cristiana, abierto a laicos, sacerdotes y religiosos. Muchos santos lo tuvieron.
Es frecuente que no logremos superar nuestros defectos y caídas en el pecado, probablemente por falta de seriedad en la vida interior y la ausencia de metas claras. Un plan de vida espiritual dará objetivos precisos y medios concretos para nuestro caminar hacia Dios. No creamos que con el esfuerzo personal podemos llegar al Cielo, como lo creían los antiguos pelagianos –Pelagio fue aquel monje herético del siglo V que afirmaba que el hombre, con su solo esfuerzo, podía salvarse solo–. El plan de vida espiritual es un instrumento del Espíritu Santo, en el que actúa la gracia divina, para ayudar a nuestras pobres fuerzas a ir modelando a Cristo en nuestra vida interior.
El plan tiene dos partes. La primera consiste en hacer un listado de compromisos o devociones fijas que queremos hacer con Dios, y que deben ser diarias, semanales y mensuales, quizá también anuales. De esta manera el Espíritu acrecienta nuestro amor a Dios y nuestra devoción. La lista de actos de amor a Dios no es una receta dada para todos, sino que es variable según la personalidad y los gustos espirituales de cada persona. No es lo mismo la devoción de los principiantes en el seguimiento de Jesús, a la devoción de otros que van más adelantados.
Un principiante, por ejemplo, puede tomar el compromiso o la devoción de hacer tres minutos de oración al día, mientras que alguien con más experiencia puede tomar más tiempo. Las devociones pueden ser desde el ofrecimiento de obras del día, la lectura y meditación de la Palabra de Dios, el rezo del Rosario, la Coronilla de la Divina Misericordia, la visita al Santísimo, la Eucaristía, las tres Avemarías al final del día, la confesión mensual, el retiro espiritual, hasta cualquier otra devoción a Jesús, la Virgen o a los santos. Cada persona debe escoger sus devociones según sus posibilidades de realizarlas, pero lo importante es que, una vez fijadas y probadas, las cumplamos al pie de la letra.
La segunda parte del plan de vida espiritual consiste en trabajar interiormente para adquirir una virtud. Las virtudes son actos buenos que se repiten de tal manera que se van integrando paulatinamente en nuestra personalidad. Para ello es necesario conocer nuestra personalidad y detectar el defecto que más nos domina, o aquello que nos aparta con más frecuencia del amor a Dios y a nuestros hermanos. Lo más seguro es que tendremos veinte o más defectos o tipos de pecado que cometemos con frecuencia, pero hemos de elegir uno solo, el más recurrente, y sobre ese defecto o pecado haremos el trabajo de desterrarlo de la propia vida esforzándonos por adquirir la virtud contraria.
Si una persona perezosa decide trabajar sobre el vicio de su pereza, se esforzará por transformarla en laboriosidad; una persona iracunda habrá de empeñarse por ser una persona paciente y benévola con todos; una persona soberbia querrá adquirir la humildad. Suplicar a Dios todos los días la gracia de quitar ese defecto y obtener la virtud contraria, y poner los medios adecuados, como son la memorización de algunos versículos bíblicos y las lecturas de vidas de santos y la práctica del examen de conciencia cotidiano, hará que la gracia divina obre una verdadera transformación en nosotros.
Así como las parroquias y las diócesis no viven de ocurrencias diarias sino que elaboran planes pastorales, también el cristiano debe trazar un plan de vida espiritual para su alma. Aconsejo que quien decida dar el gran paso de hacer un plan de vida espiritual, busque el consejo de un sacerdote, religiosa o laico experimentado que pueda orientarlo. Aunque la meta de la santidad es alta y el camino es fatigoso –»sean perfectos como mi Padre Celestial es perfecto (Mt 5,48)–, y aunque nuestra pequeñez y nuestros apegos al pecado nos puedan desanimar, contamos con al aliado más poderoso que podemos tener, que es el Espíritu Santo. «Te basta mi gracia –le dijo el señor a san Pablo (2Cor 12,9)–, pues mi poder se perfecciona en la debilidad».