Catequesis 18 del papa sobre la Pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente.
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro camino de redescubrimiento de la pasión por el anuncio del Evangelio, por ver cómo este celo apostólico, cómo esta pasión por anunciar el Evangelio se ha desarrollado a lo largo de la historia de la Iglesia, en nuestro recorrido hoy dirigimos nuestra mirada hacia las Américas.
Guadalupe, fuente viva
Aquí, la evangelización tiene una fuente siempre viva: Guadalupe. Los mexicanos están contentos. Cierto, el Evangelio ya había llegado antes de esas apariciones, pero lamentablemente también había estado acompañado por intereses mundanos.
En lugar de seguir el camino de la inculturación, con demasiada frecuencia se había seguido la vía apresurada de trasplantar e imponer modelos preestablecidos, por ejemplo europeos, faltando al respeto a las poblaciones indígenas. Sin embargo, la Virgen de Guadalupe se presenta vestida con las ropas de los nativos, habla su lengua, acoge y ama la cultura del lugar: María es Madre y bajo su manto encuentra lugar cada hijo. En María, Dios se hizo carne y, a través de María, continúa encarnándose en la vida de los pueblos. La Virgen, de hecho, anuncia a Dios en el lenguaje más apropiado, el lenguaje materno.
También a nosotros, la Virgen nos habla en la lengua materna, la lengua para que la entendamos. Sí, el Evangelio se transmite en la lengua materna. Y quiero agradecer a todas las madres y abuelas que lo transmiten a sus hijos y nietos: la fe se transmite junto con la vida, por eso las madres y abuelas son las primeras en anunciar. ¡Un aplauso a las madres y las abuelas!
El Evangelio se comunica, como nos muestra María, con sencillez: la Virgen siempre elige a los sencillos, ya sea en la colina del Tepeyac en México o en Lourdes y Fátima. Al hablarles a ellos, le habla a cada uno con un lenguaje apropiado para todos, comprensible, como el de Jesús.
Testimonio de un humilde
Detengámonos entonces en el testimonio de San Juan Diego, que es el mensajero, el hombre, el indígena que recibió la revelación de la Virgen de Guadalupe. Era una persona humilde, un indígena del pueblo: sobre él se detiene la mirada de Dios, que ama realizar prodigios a través de los pequeños.
Juan Diego abrazó la fe siendo ya adulto y casado. En diciembre de 1531 tenía aproximadamente 55 años. Mientras estaba en camino, vio en una colina a la Madre de Dios, que tiernamente le llamó «mi querido hijo Juanito» (Nican Mopohua, 23). Luego lo envió al Obispo para pedirle que construyera un templo justo allí, donde ella había aparecido. Juan Diego, siendo simple y disponible, fue con la generosidad de su corazón puro, pero tuvo que esperar mucho tiempo. Finalmente habló con el Obispo, pero no le creyeron. ¡Cuántas veces los obispos! (mueve la cabeza).
Se encontró nuevamente con la Virgen, quien lo consoló y le pidió que lo intentara de nuevo. El indígena regresó al Obispo y, con gran esfuerzo, lo encontró, pero después de escucharlo, lo despidió y envió hombres para que lo siguieran. Aquí está el esfuerzo, la prueba del anuncio: a pesar del celo, surgen imprevistos, a veces incluso desde la propia Iglesia.
Para anunciar, en realidad, no basta con testimoniar lo bueno, es necesario saber soportar lo malo. El cristiano hace el bien, pero aguanta el mal, todo junto. La vida es así. Incluso hoy, en muchos lugares, se requieren constancia y paciencia para inculturar el Evangelio y evangelizar las culturas; no hay que temer los conflictos ni desanimarse.
Pienso en un país donde los cristianos son perseguidos porque son cristianos, y no pueden vivir su religión en paz. Juan Diego, desanimado, le pidió a la Virgen que lo dispensara y que encomendara a alguien más respetado y capaz que él, pero se le instó a perseverar.
Siempre existe el riesgo de una cierta renuncia en el anuncio: cuando algo no va bien, uno se retrae, se desanima y se refugia tal vez en sus propias certezas, en pequeños grupos y en algunas devociones intimistas. En cambio, la Virgen, mientras nos consuela, nos impulsa a seguir adelante y, de esta manera, nos hace crecer, como una buena madre que, mientras sigue los pasos de su hijo, lo lanza a los desafíos del mundo.
La sorpresa de Dios
Juan Diego, así animado, regresa al Obispo, quien le pide una señal. La Virgen se lo promete y lo consuela con estas palabras: «No se turbe tu rostro ni tu corazón: […] ¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?» (ibíd., 118-119). Es hermoso esto. La Virgen tantas veces cuando estamos en la desolación, en la tristeza, en la dificultad, nos lo dice también a nosotros, en el corazón. «No se turbe tu rostro ni tu corazón: […] ¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?». Siempre cercana, para consolarnos y darnos fuerzas para seguir adelante. Luego le pide que suba a la árida cima de la colina a recoger flores. A pesar de ser invierno, Juan Diego encuentra flores hermosas, las coloca en su manto y las ofrece a la Madre de Dios, quien le pide que las lleve al Obispo como prueba. Él va, espera pacientemente su turno y finalmente, ante el Obispo, abre su tilma, que es lo que usaban los indígenas para cubrirse, mostrando las flores y he aquí: en la tela del manto aparece la imagen de la Virgen, esa extraordinaria y viva que conocemos, en cuyos ojos todavía están impresos los protagonistas de aquel entonces.
Ahí está la sorpresa de Dios: cuando hay disposición y obediencia, Él puede hacer algo inesperado, en momentos y formas que no podemos prever. Y así se construye el santuario pedido por la Virgen y hoy se puede visitar.
Sobre los santuarios marianos
Juan Diego lo deja todo y, con el permiso del Obispo, dedica su vida al santuario. Él recibe a los peregrinos y los evangeliza. Eso es lo que ocurre en los santuarios marianos, destinos de peregrinación y lugares de anuncio, donde cada uno se siente en casa. Es la casa de la madre, es el hogar de la madre, y experimenta la nostalgia del hogar, la nostalgia del Cielo. Ahí, la fe se recibe de manera simple y genuina, popular, y la Virgen, como le dijo a Juan Diego, escucha nuestras lágrimas y alivia nuestras penas (cf. ibíd., 32). Aprendemos esto: cuando hay dificultades en la vida acudamos a la madre, cuando la vida es feliz, también acudamos a la madre para compartirlo. Necesitamos dirigirnos a estos oasis de consuelo y misericordia, donde la fe se expresa en la lengua materna; donde depositamos las fatigas de la vida en los brazos de la Virgen y volvemos a vivir con paz en el corazón. Quizás con la paz de los niños. ¡Gracias!