Recuerdo el 13 de marzo de 2013 cuando la fumarola blanca de la Sixtina anunciaba ‘Habemus papam’. La expectación se desbordaba en el mundo católico por saber quién era el sucesor de Benedicto XVI. Jorge Mario Bergoglio aparecía revestido con la sotana blanca –sin la muceta o esclavina– y se anunciaba que se llamaría Francisco. Era latinoamericano y jesuita.
En sus primeras palabras dijo que era un papa venido del fin del mundo; enfatizó que, más que el papa, era sobre todo el obispo de Roma. Antes de bendecir a la ciudad y al mundo pidió un momento para que el pueblo orara por él. Estos pequeños gestos nos tenían con la boca abierta. Eran señales de entrábamos a un pontificado muy particular en la historia.
En un principio no me fue fácil entender al papa Francisco. Estudié cinco años en Roma durante el pontificado de Juan Pablo II. El mismo escenario arquitectónico imponente del Vaticano me hacía sentir al papa como una figura muy alta, una especie de emperador inalcanzable. Por eso el día que tuve la oportunidad de saludarlo de mano me temblaban las piernas. Lo mismo sentí con Benedicto XVI.
A pesar de la lejanía, tanto Juan Pablo como Benedicto me hacían sentir cómodo. La solidez filosófica y teológica de ambos pontífices, los sermones impecables y fascinantes del papa alemán, la profundidad de su pensamiento, el cuidado de las formas, todo me daba la sensación de seguridad –y me la sigue dando– de estar en la Iglesia que custodia la Verdad revelada.
Francisco, en cambio, me incomodaba un poco. El gesto de no querer vivir en los apartamentos papales para hacerlo en Santa Marta; sentarse a comer y compartir con el pueblo sencillo; hablar de una Iglesia de los pobres y para los pobres; sus homilías simples y escuetas, llenas de frases lapidarias y, al mismo tiempo, un poco jocosas; su distancia de aquellas cosas que en la Iglesia no son esenciales y su cercanía hacia las periferias; todo ello me daba la impresión de que no era la conducta más propia de un papa, sino de un párroco de barrio.
Me pregunto, ¿cómo se comportaría Jesús de Nazaret si tuviera que predicar en el mundo contemporáneo? ¿Lo haría desde un pedestal, mirando de arriba abajo, o desde la cercanía a la gente, interesándose por sus alegrías y tristezas? Durante estos tres años de pontificado, y especialmente durante y después de la visita del papa Francisco a México, me doy cuenta de que Francisco representa al Cristo que Juan Pablo II y Benedicto XVI anunciaron con tanta solidez en su doctrina. Lejos de haber una ruptura entre los papas, hay una continuidad. Con gestos de caridad muy concretos, Francisco recuerda –incluso para los no creyentes– al Dios que se hizo hombre.
Hay quienes se sienten más confortables con una Iglesia de estilo monárquico, donde el papa se asemeja más a un emperador, y donde la Iglesia está en el mundo más para echarle en cara sus errores. Yo prefiero el espíritu del papa Francisco, quien sin renunciar en un ápice a la Verdad revelada y a la Tradición de la Iglesia, y sin casarse con las ideologías actuales, hace cercano al Dios del Evangelio, al Dios misericordioso. Su estilo no es ninguna novedad; es el fruto del Espíritu Santo que movió al Concilio Vaticano II para proponer en el mundo –más que imponer– la persona y el mensaje de Jesús.
La invitación del papa Francisco es regresar a las fuentes, a los orígenes de la Iglesia, cuando los primeros cristianos –obispos, sacerdotes y laicos– vivían en la simplicidad, en la humildad y en la amabilidad de unos con otros, y de esa manera el Evangelio resultaba creíble y sumamente atractivo en el mundo romano decadente.