Leonel Larios Medina/Rector de la Catedral de Parral
Desde el cielo una hermosa mañana… así inicia el canto tan conocido de la Guadalupana. En pleno adviento, se dieron estos acontecimientos hace casi 500 años. En el cerro del Tepeyac, se la apareció la Virgen María al indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin (el habla como águila). Nacido en Cuatitlán, una mañana iba al catecismo pues en 1524 había recibido el bautismo, aunque ya era reconocido entre sus hermanos por su nobleza y virtudes humanas. De camino a aprender sobre las cosas de Dios, tuvo este encuentro esa mañana del mes de diciembre de 1531.
Ayer, 9 de diciembre se concluyó el año jubilar por su Vigésimo año de canonizado por el Papa San Juan Pablo segundo en su última visita a nuestro país en julio del 2002. Recordamos a aquel que se dedicó en cuerpo y alma a seguir contando a todos lo que pasó en esos días. El acontecimiento guadalupano acaecido a solo diez años después de la conquista de los españoles, tuvo y sigue teniendo una relevancia enorme en el corazón de los mexicanos. Fue signo de paz, que evito un posible exterminio por las armas o las enfermedades. Vino a conciliar y a evangelizar en su propio idioma, a los recién conquistados. La ternura de la Virgen y su consuelo, fueron sus únicas armas para ganar corazones.
El deseo de la Virgen María, que se presentó como la madre del Dios por quien se vive, era tener una casita sagrada, donde mostrar su amor y consuelo a todo aquel que la buscara. Un manto, un regazo, donde hombres y mujeres de cualquier edad, raza, condición y generación, pudieran sentir un regazo a dónde acudir ante el dolor o la tristeza. Vemos en los relatos, transmitidos por el Nican Mopohua, que el mismo Juan Diego, sensible ante la enfermedad de su tío Juan Bernardino, trató de evadir la distracción de los encargos de la Señora del Cielo, pero ella reafirmó su cercanía con los enfermos y el poder de su intercesión.
No sólo consoló al tío enfermo, sino a su familiar, al indio Juan Diego, que preocupado iba en busca del sacerdote. Con esas palabras emblemáticas: “¿Acaso no estoy yo aquí que soy tu madre?”, se sella un pacto con la Virgen María y san Juan Diego que se prolongará toda su vida. La Virgen no se siguió apareciendo después de quedarse plasmada en el ayate, pero su mensaje sigue pasando de generación en generación. Juan Diego pidió al obispo que le permitiera vivir a un lado de la ermita, que a diario barría, como signo de reverencia y respeto a lo sagrado.
¿Qué enseñanzas nos deja Juan Diego? Una fe grande y una nobleza solidaria. Una fe, que recibió como novedad siendo ya un adulto, pero que le daría sentido a todo lo que ya sabía desde antes en su cultura chichimeca. Aceptó al único Dios verdadero, sabiendo que el politeísmo era una respuesta de hombres ante los fenómenos naturales, y que Dios era Padre amoroso. Además, la Virgen, como evangelizadora, sería su modelo a partir de entonces contando a todos lo que le había pasado. Su nobleza solidaria se mostraba en que muchos lo buscaban ahí en la ermita, pidiendo su oración en favor de sus campos. Juan Diego oraba por los suyos, no buscaba nada para sí mismo, sino que pedía para que los demás tuvieran. Millones de peregrinos siguen buscando a la Virgen en busca de su intercesión. Y todo empezó una mañana de 1531.