Devolver al César lo del César, y a Dios lo de Dios no significa, de ninguna manera, que un creyente en Jesucristo no pueda expresarse con respecto a la vida pública.
Roberto O’Farrill Corona/ Periodista católico
Uno de los textos del Evangelio, que suele ser entendido equivocadamente y adaptado a las conveniencias personales de quienes lo quieren interpretar de errónea manera, es el relato en el que a Jesús le cuestionan, para levantarle calumnian, acerca del pago del tributo debido al César: “Y envían donde él algunos fariseos y herodianos, para cazarle en alguna palabra. Vienen y le dicen: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios: ¿Es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?» Mas él, dándose cuenta de su hipocresía, les dijo: «¿Por qué me tientan? Tráiganme un denario, que lo vea.» Se lo trajeron y les dice: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?» Ellos le dijeron: «Del César.» Jesús les dijo: «Lo del César, devuélvanselo al César, y lo de Dios, a Dios.» Y se maravillaban de él” (Mc 12,13-17).
Israel se encontraba bajo la ocupación romana, una invasión militar y política que resultaba onerosa de mantener, a menos que el Imperio recabara el impuesto suficiente para cubrir los elementales costos de la ocupación además de la obtención de una fructuosa renta. Los habitantes de las provincias conquistadas se resistían al pago del tributo al César, pero Roma contaba con un instrumento eficaz para recabar el impuesto, un artefacto de tortura mortal que conocieron durante su incursión a Persia y que lo hicieron propio por el efecto impactante que provocaba entre la población que presenciaba la muerte cruenta de un crucificado que había incumplido con el pago tributario. No obstante las muchas crucifixiones, que por millares ejercieron entre los israelitas, no les funcionaron a los romanos tan exitosamente como en otros pueblos que dominaron.
Dos razones principales prevalecieron entre los judíos para resistirse al pago del tributo: una, que las Escrituras sagradas consideraban como maldición divina morir colgado de un madero (Cfr Dt 21,23 y Ga 3,13), y la otra, que entregar ese dinero a paganos lo veían como una ofensa a Dios, una blasfemia que se les imponía en imitación del Korbán, la ofrenda que debía entregarse al templo. Ni los sacerdotes, ni los escribas, estaban dispuestos a dejar de recibir el Korbán que, viéndolo reducido por la obligatoriedad del pago del tributo, recomendaban al pueblo abstenerse de pagarlo. En consecuencia, el número de crucificados crecía; pero Roma, sensible al cumplimiento de su exigencia primordial había estipulado como grave delito contra el Imperio toda forma de rebeldía contra la dominación y la incitación a la desobediencia del pago tributario.
Las respuestas a las dos preguntas “¿es lícito pagar el tributo?” y “¿pagamos o dejamos de pagar?” que le plantearon a Jesús los fariseos y herodianos lo comprometerían seriamente, ya contra el propio pueblo, pues le acusarían de blasfemo; ya contra Roma, pues le denunciarían de sedición. Jesús resolvió el dilema con elocuente sabiduría, explicando con su dicho que en esa situación extraordinaria que vivía el pueblo sometido por Roma no había ofensa ni blasfemia alguna por cumplir con ese pago obligado, pero que tampoco habría de entenderse como una sustitución de la devoción debida a Dios, teniendo muy presente el primer mandamiento del decálogo mosaico: “Amarás al Señor, tu Dios, por sobre todas las cosas”. Listo, Jesús había resuelto la conflictiva paradoja.
Es erróneo entender el texto como una referencia a la separación del poder celestial del poder terrenal, o a la separación de la Iglesia en asuntos públicos. No es este el significado correcto. San Pablo explica que lo dicho por Jesús se refiere a la legitimidad de los poderes temporales y a la certeza de que lo que verdaderamente importa es la búsqueda del conocimiento divino, la conquista del reino del Cielo: “Den a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor. Con nadie tengan otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Rm 13,7-8).
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece, en su artículo 31, que son obligaciones de los mexicanos “contribuir para los gastos públicos”. Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica establece, en su numeral 2240 que “la corresponsabilidad en el bien común exige moralmente el pago de los impuestos”.
Devolver al César lo del César, y a Dios lo de Dios no significa, de ninguna manera, que un creyente en Jesucristo no pueda expresarse con respecto a la vida pública.