José Luis Martín Descalzo/ Autor católico
Es difícil, casi imposible, escribir sobre Belén. Porque ante esta historia de un Dios que se hace niño en un portal los incrédulos dicen que es una bella fábula; y los creyentes lo viven como si lo fuera. Frente a este comienzo de la gran locura unos se defienden con su incredulidad, otros con toneladas de azúcar.
La idea de que, en su pasión, Jesús suba a la muerte llega a conmovernos, pero el que Dios se haga hombre nos produce, cuando más, una tonta ternura. Sin percibir —como Góngora intuyó en dos versos inmortales— que hay. distancia más inmensa de Dios a hombre, que de hombre a muerte.
De este «salto de Dios» vamos a hablar. Y a él sólo puede acercarse el hombre por la puerta de la sencillez. Hay en la basílica de Belén una puerta —la única que da acceso al templo— que se ha convertido en todo un símbolo: Durante los tiempos de las Cruzadas no era infrecuente que soldados musulmanes irrumpieran en el templo con sus caballos acometiendo a fieles y sacerdotes. Se tapió la gran puerta para impedirlo y se dejó como única entrada un portillo de poco más de un metro de altura. Aún hoy hay que entrar a la Iglesia por esa puerta, agachándose, aniñándose.
Así hay que acercarse a esta página evangélica: aniñándose.
Belén es un lugar no apto para mayores, una auténtica fiesta de locos. Sí, hay que estar un poco locos para entender lo que voy a contar.
El silencio tras el huracán
Cuando los ángeles se fueron, todo volvió a la rutina en la casa de José y María.
José y María daban vueltas en sus cabezas a aquellos mensajes. Se los repetían el uno a la otra. Y era claro lo que era claro: que aquella criatura que empezaba a patalear en el seno de María era nada menos que el Esperado de las naciones. Pero nada sabían de cómo vendría, de cómo sería, de por qué les habían elegido a ellos, de qué tendrían que hacer cuando viniese.
Sin embargo, algo esperaban: ¿No estaba profetizado que el Mesías vendría rodeado de majestad? Poca majestad traería, si llegaba a nacer en su casa. Tal vez un día vendrían los sacerdotes —celestemente iluminados— para llevar a María al templo… Tal vez los ángeles llenarían el país de luminosos anuncios… Tal vez…
Pero el tiempo pasaba y nada ocurría. El seno de María iba abombándose, sin que nada extraordinario sucediese.
Un rompecabezas para los historiadores
Y un día —según cuenta el evangelio de Lucas— algo ocurrió: de Roma llegó una orden según la cual el emperador ordenaba un censo que obligaría a José a desplazarse hasta Belén.
Pero aquí llega un nuevo rompecabezas para los historiadores. ¿Es realmente histórico lo que cuenta san Lucas? ¿O se trata de una pura fórmula literaria para hacer concordar la realidad con las profecías del Antiguo Testamento y mostrar más claramente que Jesús era hijo de David?
Tal vez no supo cómo explicar ese traslado de Nazaret a Belén por parte de la sagrada familia y «encontró» la causa en un censo cuya fecha trabucó.
(Pero) No hay, de hecho, inconveniente alguno en aceptar que las causas del viaje de José y María a Belén pudieran ser otras: simplemente la de buscar más trabajo para el carpintero —Belén era entonces algo mayor que Nazaret— ahora que la familia crecía.
Pero aún mucho más complejo es el problema de la fecha del acontecimiento natalicio. Y aquí sí que debe decirse, sin rodeos, que no es exacto —como suele— creerse que el niño Jesús naciera el año primero de la era cristiana (sino cinco o seis antes) y que muriera el año 33 de la misma. En realidad no sabemos con absoluta exactitud el año en que Cristo nació. Sabemos sí que su nacimiento ocurrió entre el año 5 y el año 8 antes de Cristo (aunque parezca una paradoja). Fue en el siglo VI de nuestra era cuando se implantó la cronología que hoy nos sitúa en el siglo XX. Sabemos efectivamente que Cristo nació antes de morir Herodes (la noticia de esta muerte la recibe la sagrada familia estando ya en Egipto). Y sabemos que Herodes murió en abril del año 750 de la fundación de Roma. Si Cristo tenía ya por entonces verosímilmente unos tres años, habría que situar su nacimiento en torno al 747 de la fundación de Roma, es decir unos siete años antes del que hoy llamamos año primero después de Cristo.
Un traslado difícil
Pero, fuese por motivo del censo o por cualquier otra razón, lo cierto es que en el evangelio nos encontramos a José y a María en viaje hacia Belén. Un traslado especialmente difícil en las circunstancias en que ella se encontraba. Un camino que era, prácticamente, el mismo que María había hecho, meses antes, bajando hacia Ain Karim.
¡Mas qué distinto era todo! Si entonces predominaba el júbilo, ahora el centro total era el misterio. Y un poco el desconcierto. Además, María llevaba ahora una preciosa carga, que no por precia da hacía menos pesado su andar. ¿Llevaban consigo un borriquito? En los evangelios no lo encontramos por ninguna parte, pero no es inverosímil que lo tuvieran. De todos modos el camino era largo: 150 kilómetros, y Palestina no tenía aún las buenas calzadas romanas que pocos años más tarde abrirían los romanos. Los caminos eran simples atajos de cabras y en no pocos tramos el suelo era rocoso y resbaladizo. Había que mirar bien dónde se ponía el pie. Y la embarazada necesitaba descansar de vez en cuando. Debieron de tardar no menos de cuatro días en llegar a Jerusalén.
Desde el monte de los Olivos contemplaron la Ciudad Santa que debió de parecerles más sagrada que nunca. Bajaron, sin duda, al templo, pues ningún israelita entraba en la ciudad sin acercarse, aunque fuera un momento, a orar.
Siguieron luego hacia el sur, dispuestos a cubrir los ocho kilómetros que separan Jerusalén de Belén.
Belén: patria de la infancia de todos
Y poco después avistaron Belén. Todos los que nos llamamos cristianos tenemos un rincón de nuestro corazón para esta ciudad.
El paisaje que José y María vieron era el de un pequeño poblado de no más de doscientas casas apiñadas sobre un cerro.
Pero, probablemente, José y María no tuvieron siquiera ojos para el paisaje. Lo que a José le preocupó es que, de pronto, su pueblo de origen le parecía mucho más pequeño de lo que decían sus sueños o sus recuerdos… aún le preocupó más a José el ver que eran muchos los que, como ellos, bajaban a la ciudad.
No había sitio en la posada
La tradición popular ha gustado imaginarse a José de puerta en puerta y de casa en casa, recibiendo negativa tras negativa de sus egoístas parientes. Nada dice de ello el evangelio y la alusión a la posada hace pensar que José no tenía parientes conocidos en Belén y que fue directamente, con su esposa, a la posada.
Nos engaña la imaginación, basada en una incorrecta interpretación del «no había sitio» del texto evangélico. En las posadas palestinas, en realidad, siempre había sitio y a esa frase hay que darle un sentido diverso. La posada –el Khan— oriental, de ayer y aun de hoy, es simplemente un patio cuadrado, rodeado de altos muros. En su centro suele haber una cisterna en torno a la cual se amontonan las bestias, burros, camellos, corderos. Pegados a los muros entre arcadas a veces hay unos cobertizos en los que viven y duermen los viajeros, sin otro techo que el cielo en muchos casos. A veces pequeños tabiques trazan una especie de compartimentos, pero nunca llegan a ser habitaciones cerradas.
A este patio se asomó José y comprendió enseguida que allí no «había sitio». Sitio material, sí. Lo que no había era sitio adecuado para una mujer que está a punto de dar a luz. A José no le molestaba la pobreza, ni siquiera el hedor, pero sí aquella horrible promiscuidad. Su pudor se negaba a meter a María en aquel lugar donde todo se hacía al aire libre, sin reserva alguna.
La cueva sin adornos de escayola
Fue simplemente una gruta natural como tantas que hay hoy en los alrededores de Belén. Un simple peñasco saliendo de las montañas como la proa de un barco y bajo el cual unas manos de pastores seguramente han oradado una cueva para guarecerse de la lluvia o del sol. Una gruta como la que se venera bajo la basílica de la Natividad en Belén —doce metros de larga, por tres y medio de ancha– y en la que los sacerdotes al celebrar hoy no pueden elevar mucho el cáliz porque pegaría en el techo.
Aquí llegaron. El rostro de María —cubierto del polvo blancuzco del camino— reflejaba cansancio. José —como avergonzado y pidiendo perdón de algo que no era culpa suya— preguntó a María con la mirada. Ella sonrió y dijo: «Sí».
Y estando allí, se cumplieron los días de su parto (Lc 2, 5). La frase del evangelista hace pensar que ocurrió varios días después de llegar a Belén y no la misma noche de la llegada, como suele imaginarse.
En el silencio de la noche
El evangelista, parco en datos, señala claramente la soledad de la madre en aquella hora. Fue casi seguramente de noche (el evangelista dice que los pastores estaban velando) y muy probablemente una noche de diciembre (así lo avala una antiquísima tradición, que precisa —casi desde el siglo primero— la fecha del día 25). Haría ese fresco nocturno de los países cálidos, que no llega a ser un verdadero frío, pero que exige hogueras a quienes han de pasar la noche a la intemperie.
José habría encendido uno de estos fuegos fuera de la gruta. En él calentaba agua y quizá algún caldo. Dentro de la gruta María estaba sola, tal vez contemplada por la mirada cándida de los animales que verosímilmente había en el establo.
Tal vez José pensaba que debía haber llamado a una comadrona, pero María se había opuesto con un simple agitar negativamente la cabeza. Todo era tan misterioso, que había obedecido sin rechistar. Debió de sentir muchas veces deseos de entrar en la gruta, pero la ley prohibía terminantemente que el padre estuviera en el cuarto de la parturienta a esa hora.
Parto virginal
Al fin, oyó la voz de su esposa, llamándole. Se precipitó hacia la cueva, con la jarra de agua caliente en la mano. Esperaba encontrarse a María tumbada en la paja. pero estaba sentada junto al pesebre, limpiándose tal vez el cabello. Sonreía y le hacía señas de que se aproximase. La cueva estaba casi a oscuras. Iluminada sólo por débiles candiles que no eran capaces de romper tanta sombra (53 lámparas iluminan hoy esa cueva en Belén, y sigue siendo oscura). Por eso tomó uno de los candiles y lo acercó al pesebre que María le señalaba. Vio una tierna carita rosada, blanda y húmeda aún, apretados los ojos y los puñitos, con bultos rojos en los hinchados pómulos. Al tomarlo en sus manos temió que pudiera deshacérsele —¡Tan blando era!— y, mientras lo colocaba en sus rodillas, en gesto de reconocimiento paternal, sintió que las lágrimas subían a sus ojos. «Este es —pensó— el que me anunció el ángel». Y su cabeza no podía creerlo.
¿Cómo fue este parto que la fe de la Iglesia siempre ha presentado como virginal? El evangelista nos lo cuenta con tanto pudor como precisión: Se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su hijo primogénito y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre (Lc 2, 6-7). No nos dice que María estuviera sola, pero sí nos pone a «ella» como único sujeto de los tres verbos de la frase: ella le dio a luz, ella le envolvió, ella le acostó. No hubiera hecho la parturienta estas últimas acciones de haber allí alguien más. Tampoco dice el evangelista cómo fue el parto, pero la estructura de la frase (tres verbos activos, unidos por esa conjunción «y» que les da rapidez) insinúa mejor que nada que todo fue simple y transparente. Ella pudo hacerlo todo —envolverle, acostarle— porque estaba fresca y entera, porque —como dice la famosa frase del catecismo— el hijo había salido de ella como el rayo de sol pasa por un cristal, sin romperlo ni mancharlo. San Jerónimo lo expresará con otra bella imagen: Jesús se desprendió de ella como el fruto maduro se separa de la rama que le ha comunicado su savia, sin esfuerzo, sin angustia, sin agotamiento.
Un bebé, sólo un bebé
Allí estaba. María y José le miraban y no entendían nada. ¿Era aquello —aquel muñeco de carne blanda— lo que había anunciado el ángel y el que durante siglos había esperado su pueblo?
Ellos no lo entendían. Lo adoraban, pero no lo entendían. ¿Aquel bebé era el enviado para salvar el mundo?
¿Cómo podían entenderlo? María le miraba y remiraba como si el secreto pudiera estar escondido debajo de la piel o detrás de los ojos. Pero tras la piel sólo había una carne más débil que la piel, y tras los ojos sólo había lágrimas, diminutas lágrimas de recién nacido. Su cabeza de muchacha se llenaba de preguntas para las que no encontraba respuestas: si Dios quería descender al mundo, ¿por qué venir por esta puerta trasera de la pobreza? Si venía a salvar a todos, ¿por qué nacía en esta inmensa soledad? Y sobre todo ¿por qué la habían elegido a ella, la más débil, la menos importante de las mujeres del país?
No entendía nada, pero creía, sí. ¿Cómo iba a saber ella más que Dios? ¿Quién era ella para juzgar sus misteriosos caminos? Además, el niño estaba allí, como un torrente de alegría, infinitamente más verdadero que cualquier otra respuesta.
El reinado de la locura
Los hombres, siempre aburridos y serios, se habían imaginado al Mesías anunciado de todos modos menos en forma de bebé. Si hubiera aparecido con las vestiduras de pavo real de los Sumos Sacerdotes, probablemente todos habrían creído en él. Si se hubiera mostrado sobre un carro de combate, vencedor fulgurante de todos sus enemigos, hubiera resultado «creíble» para sus compatriotas. Pero… ¿un bebé? Esto tenía más aspecto de broma que de otra cosa.
Y sin embargo aquel bebé, que iba a comenzar a llorar de un momento a otro, era Dios, era la plenitud de Dios. Y se había hecho enteramente hombre. El mundo que esperaba de sus labios la gran revelación recibió como primera palabra una sonrisa y el estallido de una pompa en sus labios rosados. ¡Esta era, en verdad, su gran palabra!
Su no saber hablar era la prueba definitiva de que se había hecho íntegramente hombre, de que había aceptado toda nuestra humanidad, tan pobre y débil como es. Su gran revelación no era una formulación teológica, ni un altísimo silogismo, sino la certeza de que Dios nos ama, de que el hombre no fue abandonado a la deriva tras el pecado.
Descubríamos al fin, visiblemente, que ¡no estamos solos! El cielo impenetrable se abría y nos mostraba que no era tan solemne como en nuestro aburrimiento le habíamos imaginado. Dios era amor. Siéndolo ¿cómo no entender que viniera en forma de bebé’? El reinado de la locura había comenzado.
Un bebé de puro Amor
El bebé del portal traía una nueva moneda para medir las cosas: el amor. Sabía bien que nadie terminaría de aceptar del todo esta nueva moneda (su nacimiento en una cueva era ya una demostración) pero no por eso sería menos verdadero que amar era el único verdadero valor.
Era Dios, era «nuestro» Dios, el único que como hombres podíamos aceptar. El único que no nos humillaba con su grandeza, sino que nos hacía grandes con su pequeñez (Ortega y Gasset lo formuló muy bien: Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más grande que se puede ser). Era, sobre todo, el único Dios a quien los hombres podíamos amar. Puede temerse al Dios de los truenos, puede reverenciarse al Dios de los ejércitos, pero ¿cómo amarles? Nadie puede amar una cosa a menos que pueda rodearla con sus brazos, ha escrito Fulton Sheen. Y he aquí que ahora se ponía a nuestra altura y podíamos rodearle como María lo está haciendo ahora con su abrazo. En verdad que —como intuyó Malague— lo difícil no es creer que Cristo sea Dios; lo difícil será creer en Dios si no fuera Cristo.
Lo era. María lo sabía aunque no lo entendiera. Por eso le miraba y remiraba, por eso le abrazaba con miedo de romperlo, por eso cantaba, por eso reía, por eso rezaba, por eso se le estaban llenando de lágrimas los ojos.
Noche hermosa
Belén siguió su vida rutinaria. Pocos debieron de enterarse de aquel nacimiento. Cuando Jesús comience su vida pública nadie aludirá a hechos extraordinarios ocurridos durante su nacimiento. Ni siquiera recordarán que nació en Belén. «El nazareno» le llamarán.
Sólo María «conservaba estas cosas en su corazón» (Le 2, 19) dice Lucas, como citando la fuente de sus informaciones. Sólo María entenderá esta noche, hermosa más que la alborada. Esta noche en la que el Sol eterno pareció eclipsarse en la carne de un bebé, para mostrarse más plenamente: como puro amor. Esta noche en la que el fulgurante Yahvé de la zarza ardiendo se identificó en el regazo de una Virgen. Pero el mundo estaba demasiado ocupado en pudrirse para descubrir tanta alegría.