Seguimos con la tradición del cuento de Navidad que nos comparte el escritor juarense Francisco Romo, quien en esta fecha nos hace reflexionar sobre la Navidad en la Guerra Cristera… y la libertad religiosa…
Francisco Romo Ontiveros/ Escritor
Caía la tarde. No había andado por largas horas para terminar derrotado entre tierra caliza y un viento helado que descendía desde la cumbre del cerro. A un costado, observaba el caserío enfilado sobre la ladera, extendido en el horizonte y que adquiría forma de puntos diminutos esparcidos sobre la pendiente, con el blanco de sus paredes fundido con la borrasca que entorpecía el paso y dificultaba la vista. Iba como bordeando el cerro, buscándole el lado amable para hacerlo accesible y penetrarlo, pero conforme continuaba el ascenso, el tramo peñascoso se le antojó como para otro tiempo, para cuando todavía se sentía fuerte y había decidido unirse, por primera vez tiempo atrás, a la movilización contra el gobierno en la llamada Guerra Cristera.
El presidente Calles promulgó una ley por medio de la cual impedía a la Iglesia celebrar libremente su fe. Hacia finales de 1926, el Ejército federal intensificó la persecución en contra de los feligreses, forzando a los católicos a desistir de la libertad de culto tras ver sus templos saqueados y clausurados, mientras que sus sacerdotes y obispos eran perseguidos a muerte. Ante tal opresión, miles de civiles, junto con algunos militares fieles a Cristo, se unieron para hacer frente al gobierno opresor. Este grupo, conocido como “los cristeros”, decidieron rebelarse bajo el grito de “Viva Cristo Rey”.
A Perfecto Castañón, coronel de carrera y cristiano comprometido, le había animado a unirse a la lucha el relato que escuchó por parte de un campesino, quien de viva voz contó cómo es que los militares profanaron la iglesia de una comunidad vecina; había comentado aquél hombre: “Se cerró el templo, el sagrario quedó vacío, ya no está Dios ahí, se fue a ser huésped de quien pudiera darle posada”.
Una gran locura
Dos años antes, cuando Castañón ascendió por primera vez ese mismo cerro, lo hizo junto a un centenar de jinetes bajo su mando. Ahora subía nada más él, pensando en lo malo que siempre distrae, donde el tiempo se pega y no avanza. Conforme se adentraba en la pendiente, no dejaba de reparar una y otra vez en el horizonte, como esforzándose por distinguir las formas del pueblo, ahora apenas perceptibles.
Era víspera de Navidad. No le avisó a su mujer cuando partió de madrugada. La vio acurrucada con su criatura de brazos dormida sobre la cama. No creyó necesario despedirse. Durante el día anterior habló con ella sobre la necesidad de ir y hacer frente a aquél asunto, mismo que ambos daban ya por olvidado, pues, tras el nacimiento de su hija, el coronel Castañón había decidido alejarse del conflicto armado. Ahora, al conocer la noticia de que su presencia era requerida a causa de la Guerra Cristera que persistía, su mujer buscó disuadirlo para que no fuera: Primero lo hizo con ruegos sutiles, para, más tarde, ahondar en una reprimenda que se prolongó por el resto de la tarde. La querella de la mujer fue cediendo con el crecer de la noche, hasta que se quedó tendida con la resignación del sueño sobre la almohada.
Él no durmió. Quizá por eso le pesaba ahora tanto el cerro con su subida; no obstante, para Castañón era preferible entregar su vida, de ser necesario, que negarle a su hija la oportunidad de profesar libremente la fe. Si ahora era llamado por lo sucedido tiempo atrás, debía responder. Le resultaba imposible acobardarse; no lograba concebir la idea de que, a tan solo unas horas de conmemorar una vez más la noche de Navidad, la Iglesia de Cristo debiera ocultarse para celebrar la Buena Nueva, al tiempo que se veía imposibilitada de continuar con la misión de propagar el Evangelio y administrar los sacramentos, signos visibles de la verdadera presencia de Jesús en el mundo; meditaba Castañón: –“¿Cómo es que hemos llegado a tan grave situación en la que nuestro Señor se encuentre ausente de sus templos, de sus altares, de los hogares católicos y no tenga esta noche un sitio digno en el cual renacer?” –. Él formaba parte de los que no vieron (o no quisieron ver) que el gobierno los rebasaba a gran escala en poderío económico y militar; de manera que el hecho de que un puñado de hombres y mujeres intentara resistir por la vía armada a la persecución religiosa era, a todas luces, una locura.
La toma del cerro
Fue necesario continuar el ascenso de modo ininterrumpido, pues desde allá arriba en el cuartel, podría ser advertido antes de lo previsto por quienes custodiaban la cumbre. Era improbable que nomás de verlo a la distancia lo reconocieran con aquél de entonces; que en la lejanía supieran que se trataba del mismo hombre que había liderado la revuelta memorable con la que los cristeros consiguieron desplazar a las fuerzas del Gobierno y hacerse con el dominio de tan importante enclave. Aquella vez, Castañón y sus hombres llegaron por sorpresa. Fueron echando los caballos entre los matorrales para abrirse camino y sorprender así al enemigo que, desde la cima, custodiaba la cañada que comunicaba de modo estratégico el territorio en cuestión con la capital. Ni siquiera el viento que estaba a favor de los soldados esa tarde, empujando la tierra desde la cumbre contra los cristianos, pudo detener su ascenso. A todo galope sobre la pendiente, metiendo duro la espuela para no aflojar el paso, los hombres de Castañón lograron someter finalmente al Ejército y arrebatarles el control de la zona. Ya cuando llegaron a la punta lo que vino después fue más fácil. Si la verdadera batalla la habían tenido contra el cerro, que, desconociéndolos, se sacudía con ese ventarrón como para quitárselos de encima.
El coronel consiguió llegar a un conjunto de muros que pronto reconoció de la batalla previa. Aquello debía ser parte de los primeros puestos desde donde los soldados les habían disparado en cuanto los vieron llegar. Él fue uno de los que se dieron vuelta, arrojándose desde la cabalgadura en movimiento para responder a la agresión agazapados sobre el suelo. Los que dispararon desde adentro eran superiores en número a ellos, puesto que les tomó demasiado tiempo a los cristeros reprimir el primer embate. Una vez concluida la refriega inicial, los hombres de Castañón no quisieron arriesgarse e incendiaron las tapias junto con todo el pastizal seco que revestía las laderas del cerro para evitar así que pudieran subir refuerzos de las líneas enemigas.
Los militares que custodiaban la cima del cerro los habían visto venir desde que se escucharon los primeros disparos. Vistos desde lo alto, parecían más de los que en realidad eran. A pesar de ser mayoría y contar con mejor armamento, los soldados federales no impidieron que los cristeros siguieran avanzando hasta que ya estaban ahí, rodeando el campamento y descargando sus fusiles de modo ininterrumpido contra el fuerte. Cayeron primero los que se encontraban apostados en el segundo piso y sobre las terrazas. Los de adentro cada vez respondían menos, asilenciados por los de afuera que continuaban atacando en medio del humo y el olor a pólvora. Cuando la cosa no dio para más, entraron en grupos para rendir a los que quedaban y asegurar la toma del cerro.
Llegada a la cumbre
Ahora, su esposa le había reprochado aquella idea de volver. Se cansó de rogarle que abandonara tal propósito, argumentando que “para qué quería responderle a la justicia por aquella batalla de hacía tanto, si ahora ya tenía familia y además nadie había venido para llevárselo entre hombres armados”.
Fue al pasar por la parte angosta del desfiladero que recordó que faltaba poco para llegar a la cumbre. Sacó el reloj que traía consigo y vio la hora. Eran las siete en punto cuando le caló el deseo de regresar. Ya próximo a la cima el vendaval arreciaba y venía como ensuciándole aún más las ideas. Aquel polvo blanco nublaba la vista, aunque él continuaba esforzándose por no perder la senda, mientras que de reojo seguía la ubicación del caserío que ya era apenas un trazo finísimo en la distancia. Allá, en una de esas casitas blancas era donde había pensado que terminarían sus días junto a su familia; si varias veces le había prometido a su mujer que no volvería a ser parte de aquello, pero pues las cosas sucedieron de otro modo y después de tanto tiempo alejado de la guerra resulta que no se habían olvidado de la toma del cerro años atrás, y ahora lo mandan llamar para que acuda por su propia cuenta a ese mismo sitio que no hizo sino acrecentarle los enemigos y la fama.
En cuanto llegó a la cumbre fue abordado por quienes custodiaban la entrada, que ya de rato lo venían siguiendo con la vista cautelosa, sin reconocerlo todavía. Después de intercambiar unas cuantas palabras, fue conducido por cinco hombres hacia el interior del cuartel. Conforme atravesaba el patio, era observado por una docena de tiradores dispuestos sobre la terraza que seguían su recorrido desde sus miras.
De vuelta en la cima
Sentado en el despacho principal, y a través de un ventanal que separaba el cuarto de la antesala, el oficial a cargo vio a Castañón caminar el último tramo, mientras este seguía escoltado. Uno de los guardias le indicó al forastero la pieza a la que debía ingresar, para luego, con otro gesto, señalarle la presencia de la autoridad ante la cual era presentado.
– Vengo ante usted para ponerme a disposición de la justicia – dijo Castañón con voz firme, mientras extendía a los costados sus brazos, por si querían cerciorarse, de nueva cuenta, de que no venía armado –.
El capitán a cargo del destacamento lo reconoció al instante, pues la imagen de Castañón había sido ampliamente difundida por el Gobierno federal, mientras lo responsabilizaba por la sublevación que entonces otorgara ventaja a los defensores de la fe cristiana. La recompensa ofrecida por su captura era considerable. Había sido mejor que todo sucediera así, que Castañón arribara por su propio pie, sin necesidad de hacerlo traer por otros medios.
El oficial retiró la silla del escritorio, se puso de pie y caminó con paso decidido hasta detenerse a escasos centímetros del recién llegado para encararlo como era debido. Con la mirada fija en Castañón, el capitán irguió la espalda, juntó estrepitosamente sus talones y levantó su palma derecha, rígida y enfilada, que detuvo a la altura de su sien, para acto seguido, replicar con voz potente:
– ¡Es un placer tenerlo de vuelta y entregarle el mando, mi coronel! ¡Viva Cristo Rey! –.