Continuamos con reflexiones de José Luis Martín Descalzo sobre los momentos de la vida de Jesús hacia su Muerte y Resurrección…Hoy analizamos la Última Cena, que marcaron su camino…rumbo a la muerte…
José Luis Martín Descalzo/Autor
Todo era ya posible en esta víspera de morir. Dos de los trece reunidos morirán antes de que pasen veinticuatro horas. Y uno de ellos lo sabe. Pero todos huelen que el aire está lleno de espadas.
La cena
Todo está construido en esta cena para evocar aquella huida: el cordero asado al fuego del modo más simple y hacedero; el pan, que había que comer sin levadura, como sin darle tiempo a fermentar. Las hierbas amargas, que evocaban las miserables verduras que los fugitivos arrancaban a un lado y otro del camino para engañar su hambre. La salsa rojiza, en que se moja el pan, como recuerdo de los ladrillos que sus antepasados esclavos se vieron forzados a fabricar para el faraón. Cada detalle está medido para desencadenar los recuerdos de los reunidos y para poner en pie sus almas de judíos y creyentes.
Jesús sigue con puntualidad los ritos de este ágape misterioso. Hace circular las copas, reparte las hierbas amargas. Pero hay en todos sus gestos un tono nuevo, el de quien los hace por primera o por última vez, el temblor que hay en la primera misa de un nuevo sacerdote y en la última comida de un condenado a muerte.
A los apóstoles, lo que les conmueve es ese sabor a despedida.
Bajo el signo de la sencillez
Y lo que ven es lo contrario a un gesto teatral, a un espectáculo, a una orquestación solemne. Ven que toma de la mesa uno de los panes, uno cualquiera, gemelo a los que antes han comido. Ahora le ven tomar la misma copa que ha usado durante la cena. La llena del mismo vino que han usado; la levanta dando gracias a Dios; se la pasa a su vecino de la derecha, repitiendo palabras parecidas a las que dijo cuando repartió el pan. Hay un silencio largo mientras la copa pasa de mano en mano. De nuevo quieren todos buscar un sabor especial en este vino, que como algo tan significativo se les entrega. Pero es el mismo que gustaron antes. Esperan que Jesús explique, que añada una de las largas exhortaciones que tanto le gustan. Pero calla. No hay en su boca exclamaciones, no las hay tampoco en las de los once que beben. No se producen éxtasis ni resplandores, no hay brillo de milagros. No hay incienso ni trompetas; no hay una tormenta exterior que acompañe a los gestos, ni cantos de ángeles que los sostengan. Sólo una tercera frase misteriosa —y también tan sencilla en la que se les ordena que repitan estos gestos en memoria suya. El único dramatismo es el de la sencillez. No se ha pronunciado una sola palabra rimbombante. Se ha hablado de pan y de vino, de carne y de sangre, de entrega y de pecado.
Mas los apóstoles saben que algo decisivo ha ocurrido. Lo «saben», no lo entienden. Pero aún tardarán mucho en entender qué «creación» es la que han presenciado.
El anuncio
Tendremos aún que retroceder para señalar que la enorme «novedad» del momento no lo era tanto para los apóstoles, porque muchos meses antes Jesús les había anunciado lo que ahora hacía.
Y aquí tendremos que evocar, aunque sea someramente, el llamado «discurso del pan vivo» que cubre buena parte del capítulo 6 del evangelio de san Juan.
Pan de vida
Yo soy, dice Jesús, el pan de vida. Un pan que no sólo alimenta por un momento, sino que da vida para siempre. Y no os hablo de la pequeña vida de aquí abajo, os hablo de la vida eterna. El que coma de este pan del que os hablo, recibirá una vida que ninguna muerte destruirá y que, en cambio, destruirá todas las muertes.
La cruda frase de Jesús fue entendida crudamente por los que le escuchaban. Se daban cuenta de que ahora no usaba metáforas. Hablaba verdaderamente de comer su carne y beber su sangre. Por eso se escandalizaron: lo que decía era absurdo.
Jesús percibió perfectamente cómo el escándalo sacudía a su auditorio. (Y) lejos de puntualizar o desdecirse, insiste en su lenguaje realista, como si quisiera expresamente cerrar el paso a toda interpretación simbólica:
En verdad, en verdad os digo, que, si no coméis la carne y bebéis la sangre del Hijo del hombre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él.
Incluso las palabras griegas del texto original son más realistas que las de la traducción: ese «comer y beber» habría, literalmente, que traducirlo por «masticar y deglutir».
Pero ni ante este escándalo rebajó Jesús sus palabras. Se extrañó, incluso, de que se escandalizasen y proclamó claramente que quien quisiera ser discípulo suyo debería estar preparado para estos asombros.
Este es el asombro que, ahora, meses más tarde, sienten los apóstoles, cuando este jueves santo, comienza a ser realidad aquello que en el lejano discurso anunciara.
Estos doce, que aquel día lejano, sintieron como los demás el escándalo de lo que no entendían y que siguieron con Jesús sólo porque creían en él, aun valorando como absurdo aquel anuncio, también ahora tuvieron que sacar fuerzas de su fe, para aceptar lo que ya no eran palabras, sino realidad.
Una realidad vertiginosa que nos toca ahora iluminar. ¿Qué fue lo que realmente hizo y quiso hacer Jesús con aquel repartir el pan y el vino?
Cuatro narraciones de la Ultima Cena
Son cuatro las narraciones bíblicas de la escena, cuatro páginas extrañamente coincidentes en todos los datos fundamentales y con sólo pequeñísimas variantes de detalle, que se explicarían con sólo pensar que Jesús habló aquella noche en arameo y que los cuatro textos bíblicos que hoy leemos nosotros son traducciones, con las normales diferencias que surgen entre diversos traductores. Los parecidos son aún mayores entre Marcos y Mateo, que parten probablemente de un texto común arameo anterior. La narración de Pablo concuerda con la de su discípulo Lucas, casi hasta en los menores detalles. Podemos, pues, reunir en dos grupos nuestros documentos: Marcos y Mateo, por un lado y Pablo y Lucas por otro.
Y no será inútil que para mayor claridad recojamos aquí, palabra por palabra, cómo nos es trasmitida la escena por estas cuatro fuentes:
La primera comprobación es que no sabemos con absoluta exactitud cuáles fueron las palabras literales usadas por Jesús. Los apóstoles no se angustiaron por conservarlas idénticas, como si se tratara de unas fórmulas mágicas que no «funcionasen» si se cambiara una sola sílaba. Esa misma conducta siguieron los cristianos en las primeras liturgias: en ellas, en lugar de elegir una u otra de las fórmulas bíblicas, las mezclan y combinan, sin quitarles nada, pero añadiendo algo con frecuencia. Así leemos frases como «La víspera del día en que iba a sufrir»… «Tomando el pan en sus santas y venerables manos»… «El cuerpo quebrantado, triturado»… La sangre derramada por vosotros y por muchos»… Son añadidos, explicaciones, que nos demuestran la cálida emoción de los primeros cristianos. Y el respeto para no tocar nada de lo fundamental. En rigor, se trata siempre de variantes de aquel lacónico resumen que Justino escribió en el siglo II: Haced esto en memoria mía. Este es mi cuerpo. Esta es mi sangre.
Los gestos
Estos textos nos conducen a la realidad de lo que verdaderamente hizo Jesús en aquella noche sagrada.
La primera comprobación es que, en todos los casos, los gestos están separados de las palabras. Dato casi absolutamente novedoso en un mundo literario que raramente describía gestos. Aquí se diría que casi preceden a las palabras, más que limitarse a acompañarlas. Son gestos que subrayan lo que después se va a decir. Gestos típicamente rituales, casi tan sagrados como las palabras que vienen tras ellos. Gestos, que, además son trascritos casi idénticos por todas las fuentes: signo de cómo llamaron la atención a los narradores, que tuvieron la impresión de asistir a un verdadero rito, no a una simple conversación.
En Jesús, todo es natural, sin pizca de afectación. Ni el aire religioso de sus gestos le aleja del clima familiar, ni ese clima cotidiano rebaja la religiosidad de sus gestos. Está naciendo una nueva y distinta liturgia.
Un nuevo dato significativo es el tono de novedad e improvisación que tiene la escena. En el rito pascual no existía ninguna razón para que, después de haber cenado, Jesús se pusiera a partir y repartir de nuevo el pan o hiciera correr una nueva copa y, mucho menos aún para insistir en que todos comieran y bebieran de aquel pan y aquel vino. La escena nos es narrada como algo que los apóstoles no esperaban en absoluto y que les sorprendió por su novedad. Se trata de algo distinto de lo anterior, de una comida y una bebida diferentes, de un pan y un vino misteriosos.
El que (Juan) no se detenga a narrar lo que las comunidades cristianas repetían frecuentemente es una prueba de la extensión y del conocimiento de esta celebración eucarística.
Las variantes y un silencio
¿Crean algún problema las variantes en las fórmulas empleadas por los diversos documentos? Prueban simplemente que estas fórmulas han llegado a los narradores por diversos conductos y que se habían extendido por toda la Iglesia con tradiciones litúrgicas independientes. Esta variedad sobre todo si se tiene en cuenta su enorme similitud robustece la autenticidad de las mismas en lugar de debilitarlas: porque prueba que estamos ante una coincidencia de fuentes y no ante un simple calco.
Las cuatro realidades
Ninguna otra palabra de Jesús está tan cargada de contenido como estas pocas que pronuncia después de la cena. Tendremos que analizar cuidadosamente estas realidades.
1.Presencia real
La primera es su presencia real en la eucaristía, una presencia personal y sustancial. Jesús ha conocido en esta noche la máxima intimidad con sus apóstoles, ha gozado de su compañía y ellos han conocido la más honda compañía de Jesús. ¿Y mañana concluirá todo? Ningún enamorado se resigna a una partida. Busca las maneras de que su presencia siga estando de algún modo con aquel a quien ama: le deja fotografiar, cartas, recuerdos. Se quedaría, si pudiera ir y quedarse al mismo tiempo. Jesús es un amante que «puede» hacerlo. Y encuentra esa manera de permanecer verdaderamente entre los suyos. No con símbolos, no con puros recuerdos, sino con una presencia auténtica: en el pan y en el vino.
Lo primero que destaca en sus palabras es el sentido personal y posesivo que aparece en todos los documentos. El pronombre personal y posesivo abre las dos frases: Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre, para que no quede duda alguna.
Los apóstoles no entendieron entonces «cómo» se realizaba esa presencia. Aún no lo hemos entendido los cristianos. No lo terminaremos de entender nunca. Pero los apóstoles no dudaron que aquello que no entendían era una realidad.
Y sabían que en Jesús había un poder que hacía posible lo «imposible», y verdadero lo insoñado.
2.La mesa es un altar.
La segunda realidad que encierran las palabras de Jesús es su valor sacrificial. Todo huele a sangre esta noche. El jueves no puede entenderse sino como víspera del viernes. El cordero muerto sobre la mesa no es más que la figura del otro cordero que mañana morirá sobre la cruz.
Pero hay algo más que figuras y símbolos. Jesús, al presentar el pan, añade, en los textos de Lucas y Pablo, que ese pan se entrega, es dado, por nosotros. Y, al presentar la sangre, los tres evangelistas y san Pablo hablan de una sangre derramada y constituida en una nueva alianza entre Dios y los hombres. San Pablo añadirá tajantemente: Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis y publicáis es decir: conmemoráis, reproducís, actualizáis— la muer
te del Señor hasta que él venga (1 Cor 11, 26).
No se trata, pues, sólo de una comida, sino de una comida que es parte de una muerte salvadora. El cuerpo y la sangre serán separados, como lo están el pan y el vino. Jesús es una víctima y la mesa donde comen se ha convertido en un altar.
¿Entienden los apóstoles lo que está pasando? Probablemente no calan toda su hondura. Pero sí saben que Jesús habla en serio y que habla de muerte y de salvación. No penetraban el «cómo», pero sí aceptaban el «qué». Y sabían que por muy dificil que todo aquello les pareciera, Jesús lo podía hacer.
3.El nuevo maná
La tercera gran realidad que encierran las palabras de Jesús es la de que su cuerpo se hace comida, alimento de los que le reciben. Hay en los evangelistas una especie de insistencia en el «comed todos de él», «bebed todos». Esta víctima que hay sobre el nuevo altar no es para ser quemada, sino para ser comida. Es verdaderamente un manjar.
Juan, en el anuncio de la eucaristía, había subrayado también fuertemente esta idea: él sería alimento de la humanidad, su carne sería verdaderamente comida, su sangre verdadera bebida. No sólo se quedaría entre los suyos, sino que se quedaría «en» ellos, formando parte de ellos, como la forma el alimento respecto a quien lo come.
No se tratará, pues, de un simple alimento material, ni de un alimento simbólicamente espiritual, sino de una verdadera participación de la misma vida. Jesús será pan de vida y el que le coma permanecerá en él y vivirá para siempre (Jn 6, 35-40).
4.Ordenación sacerdotal
La cuarta gran realidad de esta cena es que no termina en sí misma. Una vez Lucas y dos veces Pablo señalan que Jesús, tras consagrar el pan y el vino, dio a sus discípulos la orden de hacer lo mismo en memoria suya. ¿Qué es lo que han de repetir? ¿La cena pascual? Esta orden no era necesaria. Venía celebrándose hacía siglos y durante siglos seguiría el pueblo judío repitiéndola. ¿La simple reunión de amigos para recordar a Jesús? Ningún sentido tendría dar tal solemnidad a esta orden y menos aún el que la dijera inmediatamente después de sus palabras sobre el pan, para repetirla tras sus palabras sobre el vino.
Es evidente que lo que Jesús manda repetir es lo que esta cena tiene de nuevo, estas palabras sobre el vino y el pan.
Para los apóstoles no debió resultar dificil entender esta orden: si el pueblo de Israel repetía todos los años el banquete de la antigua alianza, era lógico que Jesús quisiera perennizar la nueva que estaba inaugurando.
Más el problema no era sencillo. Repetir un recuerdo es cosa que los hombres pueden hacer sin mayor esfuerzo. Pero Jesús había realizado ante ellos una realidad, no un simple recuerdo. Ellos no tenían los poderes de Jesús. ¿Comprendieron que, en aquel momento, Jesús estaba ordenándoles de sacerdotes, trasmitiéndoles su poder? Jesús no pudo mandarles hacer algo imposible, sin darles, al mismo tiempo, el poder de hacerlo. Su orden era una ordenación.
Era la coronación de la vocación nacida tres años antes. Les había iniciado en sus doctrinas; les había hecho participar de su misión; les había anunciado que les colocaría al frente de las doce tribus de Israel; les había convertido en pescadores de hombres; había subrayado que no eran ellos quienes le habían elegido a él, sino que era él quien les había elegido; les había recordado que ya no eran sus servidores, sino sus amigos. Ahora era la coronación de todo: les mandaba que hicieran lo mismo que él acababa de hacer y, con ello, les capacitaba para hacerlo.
Con ello, sus apóstoles pasaban a ser sus sucesores, sus prolongadores. Y la cena dejaba de ser algo ocasional y transitorio para convertirse en una institución permanente.
Así lo entendieron los apóstoles. Quizá porque Jesús después de la resurrección les dio instrucciones más completas, lo cierto es que, inmediatamente después de pentecostés (Hech 2, 42), les vemos ya reuniéndose para realizar los ritos eucarísticos, la «fracción del pan».
Jesús, al instituir la nueva alianza, da a los suyos esta misma perennidad. Y son esas pocas palabras haced esto en memoria mía lo que hoy realizan, en miles y miles de altares, miles y miles de sacerdotes. Temblando, con sus manos de hombres, que no son santas y venerables como las de su Maestro, alzan y reparten el pan. Tampoco ellos lo entienden. Hay en sus rostros la misma sorpresa que en los de los primeros discípulos. Pero el milagro torna a repetirse, Cristo vuelve a ser alimento para los suyos, y él sigue estando en medio de los que creen en él como en aquella noche de víspera de morir.