Seguimos en el camino de la Resurrección con reflexiones sobre el Misterio Pascual de Jesucristo, de la mano del reconocido autor católico José Luis Martín Descalzo …esta esuna primera parte que habla sobre el nacimiento del colegio apostólico y su misión universal…
José Luis Martín Descalzo/Autor
Como si todo volviera a empezar. El evangelio no podía concluir en las ásperas tierras de Judea. La hora de la gran intimidad definitiva no podía tener otro marco que el de Galilea y en primavera. Entre estas colinas, junto a este lago había comenzado. Aquí descubrió Jesús la amistad con «sus» doce, aquí vivió las horas más alegres de su vida. Aquí tenía, pues, que dar los primeros pasos de su sobrevida. En Galilea surgió el grupo de los doce; en Galilea tendría que nacer el colegio apostólico con su misión universal y eterna.
Nos gustaría conocer todo tipo de detalles en torno a este regreso.
Pero nuevamente están aquí los evangelios llenos de lagunas, como si tuvieran un especialísimo interés en señalar que no se escribían para nuestra curiosidad, sino sólo para nuestra fe. Juan lo señalaría con toda exactitud:
Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre (Jn 20, 30-31).
De eso se trataba, no de hacer historia, ni de saciar curiosidades, sino de hacer nacer una fe y de participar de una vida.
Encuentro junto al mar
Es Juan quien describe más minuciosamente el tercer encuentro de Jesús con los suyos junto al mar de Genezaret, al que, siguiendo la costumbre de la época, llama el mar de Tiberíades, dada la importancia que la ciudad dedicada al emperador había tomado en tiempos de Jesús.
Estaban juntos. Han consumido largas horas en conversar y recordar. Han meditado unidos, han rezado en común. Y su charla les hace casi olvidarse de comer. Pero Pedro es el dueño de la casa, tiene que atender a sus huéspedes. Tal vez su mujer o su suegra le han dicho que charlar está muy bien pero que tantos huéspedes juntos han terminado ya con las reservas de la despensa. Es hora de acordarse del trabajo. Y Pedro no conoce otro que el de su oficio de pescador.
Dice con sencillez a sus amigos: Me voy a pescar (Jn 21, 3). Ellos le escucharon un poco avergonzados: con tanta charla no se habían dado cuenta de que las provisiones de su amigo no podían ser interminables. Vamos también nosotros contigo, le dicen. Volvían a sentirse camaradas. Todo regresaba a los antiguos tiempos, concluido el peregrinar siguiendo a Jesús.
La red vacía
El mar despertaba en ellos cientos de evocaciones. Pero pronto la realidad les alejó de los recuerdos. Pasaban las horas y la red seguía vacía. Sus brazos estaban ya fatigados y la noche se les hacía interminable. Pero no se resignaban a volver de vacío.
En una de las largadas, junto a la costa, casi ya en pleno amanecer, divisaron en la orilla una figura humana: un hombre que parecía joven y que les hacía gestos de acercarse. Lo hicieron intrigados. Entonces el extraño les hizo una pregunta que les encolerizó: Muchachos ¿tenéis algo que comer? (Jn 21, 5). Le hubieran golpeado de haberlo tenido cerca. Nada le cuesta más a un pescador o a un cazador que confesar su fracaso y la cosa resulta más chusca cuando un desconocido formula esa pregunta tras una larga noche de fatigar inútilmente.
Pero hasta para encolerizarse estaban demasiado fatigados. No, respondieron secamente. Más el desconocido no pareció darse por satisfecho con la respuesta: Echad la red a la derecha, dijo, y hallaréis (Jn 21, 6). El consejo les pareció más absurdo aún que la pregunta. Habían echado la red a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo, al sur y al norte. ¿Y ahora venía este desconocido a darles consejos, a ellos, pescadores de toda la vida?
No obstante la noche y el silencio les envolvían en su misterio. Quizá en su interior un subconsciente les hacía recordar que otra vez alguien les había dado un consejo parecido y terminaron con las redes estallando de pesca. Se dejaron envolver por el misterio y, como autómatas, obedecieron.
Es el Señor
Y, a los pocos momentos, un tirón en la red les sacudió. Tenía peces. Ahora fueron ellos quienes tiraron y se dieron cuenta de que apenas podían con ella. Sus ojos se volvieron a la orilla y vieron cómo el desconocido se había alejado unos pasos y estaba encendiendo una hoguera. La luz de las llamas y una corazonada hicieron hablar a Juan: ¡Es el Señor! (Jn 21, 7).
Lo que en Juan fue una corazonada, se convirtió para Pedro en una certeza. Y ésta en una decisión.
Cuando Pedro llegó a la orilla, se sacudió el agua, se calzó la túnica y corrió hacia el Señor. Nunca sabremos —aunque podemos imaginárnoslo— cómo fue el encuentro de los dos amigos, del Maestro y el discípulo.
Pan y peces
Al llegar los demás, no percibieron en Cristo signo ninguno de majestad. Era el de siempre. Estaba inclinado sobre el fuego en el que se asaba un pez. Junto a la hoguera había un poco de pan. Traed algunos de los peces que habéis pescado. ahora, les dijo Jesús (Jn 21, 10). Podía haber pensado en repartir, multiplicándolo, el que tenía al fuego. Pero todo milagro resultaría pequeño junto al enorme de volver a estar entre ellos.
Regresaron entonces ellos a su red que habían dejado medio abandonada en la playa. Ya no tenían prisa. Era él, estaba con ellos. Volvieron a sentirse pescadores y se entregaron a la alegre tarea de contar lo pescado: ¡Ciento cincuenta y tres de los grandes! Se asombraban de que la red hubiera resistido tanto peso.
Y ahora volvían junto a él, felices ya y seguros. Y —comenta el evangelista— ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle. ¿tú quién eres? sabiendo que era el Señor. Vieron aquel tan especial modo suyo de partir y repartir el pan y sus ojos terminaron de abrirse. Como los de los dos de Emaús.
Tres preguntas a Pedro
Cuando todos hubieron reparado sus fuerzas —estaban cansados— el Maestro comenzó a hablar.
Aunque todo hace pensar que, para sus compañeros, Pedro seguía siendo el jefe del colegio apostólico, no cabe duda de que su autoridad moral había quedado herida tras las negaciones de la noche del jueves. En cierto modo todos se sentían un poco avergonzados de él y su traición les servía de coartada de sus respectivas traiciones.
Era necesario, por ello, que Jesús reafirmase la autoridad de aquella «piedra» sobre la que pensaba fundar su Iglesia. Y lo hará con su estilo, cordial y expresivo al mismo tiempo.
Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, Barjona, ¿me quieres más que éstos? El dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón, Barjona ¿me quieres? Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Por tercera vez le dijo: Simón, Barjona, ¿me amas? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: ¿Me amas? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Díjole Jesús: apacienta mis ovejas (Jn 21, 15-18).
La narración de Juan es viva y sencilla. No nos dice si las tres preguntas se hicieron a Pedro seguidas. Lo más probable es que mediaran entre ellas largos intervalos, igual que mediaron entre las tres negaciones del jueves.
Lo que es evidente es que esa triple repetición de pregunta, respuesta y misión, encierra una muy especial solemnidad.
El cayado del pastor
Pero no entenderemos plenamente el sentido de la escena si no nos trasportamos de algún modo a la cultura pastoril en que estas palabras fueron dichas. Para el hombre moderno la imagen del pastor se ha poblado de connotaciones románticas y el rebaño ha pasado a usarse en un sentido despectivo y «borreguil». Al hombre moderno no le gusta ser «oveja» y difícilmente se entusiasmará con la idea de ser pastor.
No era así en tiempos de Jesús. A él le gustaba presentarse como el pastor de un rebaño. El era «el buen pastor» por antonomasia. Veía a sus doce y a todos cuantos creerían en él por los siglos de los siglos como las ovejas por las que daría la vida.
Mediante las palabras «apacienta mis corderos» Jesús está confiando a Pedro su Iglesia. Pero de un modo muy especial, mucho más vital de lo que pudiera encerrar el solo concepto de autoridad.
Para entenderlo tenemos que profundizar en la vasta gama de conceptos que el lenguaje bíblico-oriental encerraba en la figura del pastor. El pastor judío y su grey viven en contacto muy estrecho. Comparten la misma vida: día y noche, viento y sol, calma y tempestad.
En el mundo bíblico la imagen del pastor no tiene nada de idílico. Vive en un mundo dificil, hosco, en el que no faltan las fieras ni los bandoleros. Por eso tiene que ser hombre de energía, dispuesto a luchar por sus ovejas y quizá a dejar la vida en esa lucha.
Cuando Cristo se vuelve a Pedro para pedirle que se encargue de su rebaño le está dando una consigna de lucha. Pedro recibe una hermosa pero dura y peligrosa tarea. Así lo entiende él, así lo comprenden los demás apóstoles. Jesús da a Pedro una autoridad, pero ante todo una consigna de guerra contra los lobos que no faltarán para la fe. Nombrarle pastor es algo muy parecido a nombrarle roca que resistirá los embates del infierno. Pedro lo asume, pues, mucho más que como un honor, como una consigna de martirio. Las palabras posteriores de Cristo lo confirmarán.
Pedro y sus sucesores
Tenemos que detenernos para subrayar que este cargo y encargo dado a Pedro es mucho más que algo puramente personal. Pedro no es inmortal.
Si Cristo habla de un rebaño permanente que va a prolongarse por los siglos, es claro que también habla de un pastoreo permanente, que durará después de la muerte de este pastor concreto. Jesús está realmente introduciendo en la historia religiosa de la humanidad una institución llamada a durar tanto como la fe en Jesús. Más claro: está instituyendo una dinastía de pastores. No dinastía carnal y trasmisible por la sangre, pero sí una dinastía del espíritu. Pedro será el primer pastor de esa serie en la que nunca le faltarán sucesores. El pastoreo durará tanto como la roca, es decir: tanto como la humanidad.
Aquí empezó una historia que sigue en pie veinte siglos después. En aquella orilla del mar de Galilea nació el papado. Cuando hace pocos años Pablo VI besaba aquella roca, sobre la que la tradición coloca esta escena, estaba regresando a sus verdaderos orígenes. El papado no nace del poder imperial de Constantino, ni de una Iglesia —la romana que fue más o menos importante en los primeros siglos. Nace de aquel pescador que fue un día investido de un poder y encargado de una tarea gigantesca.
Y no se les encargó esta tarea en premio a su santidad, ni porque Pedro fuera mejor que los demás apóstoles. Cristo quiso unir la entrega de este poder al recuerdo de una triple traición. No porque gustase de hurgar en la herida, sino porque quería que quedase claro que el papel de Pedro y el de sus sucesores— no se debería ni a su santidad personal, ni a su inteligencia, ni a sus posibles poder y riqueza, sino a la simple voluntad amorosa de Cristo. Sobre la silla de los sucesores de Pedro ha habido desde entonces santidad y pecado, se han alternado la humildad y el orgullo, hubo a veces pobreza y otras enriquecimiento. Lo único que hubo siempre, lo único por lo que esa silla ha sido y será importante, es la continuidad de esa misión de pastoreo encomendada por Jesús. Esta y no otra es la razón por la que las ovejas de hoy nos sentimos ligadas al Pedro de hoy.
Cuando Jesús desaparece en esta hermosa mañana de primavera, los apóstoles no saben si estar alegres o angustiados. Todo se ha mezclado en el breve plazo de unas horas.
La aparición a los quinientos
¿Qué ocurrió después? ¿Qué otros encuentros tuvo Jesús con los suyos? Sabemos muy poco de estos últimos días. Pero no necesitamos forzar nuestra imaginación para pensar que Pedro —amigo de pasar a la acción sin vacilaciones— comenzó a reunir a todos los antiguos discípulos de Jesús y a contarles cuanto los once habían visto y vivido. En muchos era probablemente más fuerte el miedo que la fe, pero en no pocos el viejo amor a Jesús renacía.
Probablemente en este marco hay que situar la aparición a quinientos hermanos de la que nos habla san Pablo (1 Cor 15, 6). Una reunión tan numerosa no pudo ser fruto del azar, sino del hecho de que los primeros creyentes estaban volviendo a reunirse para hablar de Jesús.
Y quizá esta aparición coincide con la que Mateo coloca en la última página de su evangelio.
Mateo confiere a la escena una muy especial grandeza. Están los once, y quizá esa multitud de que habla san Pablo, esperándole en el monte.
La misión
Y Jesús comienza a hablar. No hay apariciones mudas. Jesús no se aparece para asombrar y ni siquiera para probar su resurrección. Lo hace porque tiene algo que decir a los suyos. Y las palabras que pronuncia son tan suyas que bastarían para identificarle. Vuelve a hablar de lo que siempre habló: del reino de Dios que anunció en este monte.
Jesús hace ahora tres declaraciones de importancia capital para sus discípulos. Declaraciones que ellos grabaron muy bien en sus mentes.
Afirma, en primer lugar, que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28, 18). Ya hemos oído de labios de Jesús declaraciones parecidas, particularmente en la oración tras la última cena (Jn 17 2-5). Este todo poder no es, pues, nuevo en él, pero ahora su condición de resucitado le permite desplegarlo en toda dirección y ejercerlo en toda su intensidad. En su persona se juntan los destinos del hombre y de Dios, con lo que afirma su soberano poder de hombre-Dios.
De este poder se derivará la misión que, a continuación, va a encomendar a los suyos. Misión que es, a la vez, una orden y una fuerza, un mandato y una gracia para realizarla. Esta gracia conducirá a los discípulos a la conquista del mundo. Pero no a una conquista militar o dominadora. Se trata de una penetración espiritual que respetará la libertad de cuantos la reciban. Id a todas las gentes, les dice. El horizonte se ensancha. Los apóstoles harán lo que Jesús solamente ha comenzado. Porque ahora él se va al Padre (Jn 14, 12).
Tres tareas
Jesús señala después las tres grandes tareas de este ministerio apostólico, unidas las tres en la función de elevar la humanidad hacia Dios. Y no hacia un Dios abstracto, sino al Dios personal cuya vida deberán compartir cuantos crean en Cristo.
*La primera tarea es una enseñanza doctrinal. Los apóstoles deberán mostrar la revelación a las naciones, trasmitir cuanto el Maestro les ha enseñado. Los espíritus tendrán que ser abiertos para que puedan saltar desde el materialismo a la fe.
*La segunda tarea es de manifestación de lo sagrado. Los hombres no son espíritus puros. No bastará, por tanto, iluminar sus mentes. La iniciación intelectual habrá de ir acompañada por una iniciación sacramental en la que lo sensible —un agua que cae sobre las cabezas— sea signo visible de lo espiritual una participación de la vida de aquel en quien se cree.
*Pero tampoco bastará con mostrar la revelación y bautizar: los que crean, tendrán que trasformar su vida y, para ello, los apóstoles tendrán que enseñarles a cumplir cuanto Jesús mandó a los suyos. No será suficiente conocer teóricamente sus enseñanzas; los creyentes tendrán que ser transformados, deberán participar de una nueva vida interior.
La presencia viva
Junto a la orden y la misión, los apóstoles reciben una promesa, la más decisiva e importante: Jesús seguirá con ellos: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20).
¿Qué presencia es ésta que promete? No es simplemente esa con la que Dios está en todas partes. Jesús habla aquí de una presencia especial; habla como un jefe y un amigo que se queda, como un hermano, entre los demás. Ahora volverá a su gloria, pero, de un modo misterioso que no explica, seguirá entre los suyos. Su Iglesia recién nacida no quedará huérfana.
¿Qué experimentaron los apóstoles al oír todas estas cosas? Eran demasiadas para sus pobres oídos. Sólo más tarde, bajo el influjo del Espíritu santo, las entenderían.